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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Eutanasia: historias que inspiraron la legalización de la “muerte digna”

Ramón Sampedro, Alfonso Oliva y Horacio Barassi son algunos de los hombres que lideraron la lucha por legalizar la muerte asistida. En el mundo, solo hay siete países donde esta práctica es legal.    

Eutanasia- historias que inspiraron la  legalización de la  “muerte digna”. ABC
Eutanasia- historias que inspiraron la legalización de la “muerte digna”. ABC
Eutanasia: historias que inspiraron la legalización de la “muerte digna”

Qué pasaría si un día, sin previo aviso, tienes un accidente o te detectan una enfermedad incurable y degenerativa que te deje incapacitado, tanto que solo puedas mover los ojos, no puedas comer, ni caminar, menos deslizar un dedo. Parece una pesadilla en la que es mejor no pensar, pero es real. Así ha sido la vida de decenas de personas que, luego de intentarlo todo, lo único que pidieron fue morir en paz; en la mayoría de los casos se lo negaron. 

La eutanasia es la intervención deliberada para poner fin a una vida, que muchas veces ya no es “vida”. Es legal solo en siete países del mundo: Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Colombia, Canadá, Nueva Zelanda y, desde este año, España. Sin embargo, hace poco se instaló el debate en Perú a raíz del pedido de Ana Estrada, una psicóloga, de 44 años, que padece polimiositis, una enfermedad rara y degenerativa que inflama y debilita los músculos. De la misma forma se hizo en Argentina, donde el caso de Alfonso Oliva permitió que se considere elaborar una ley que legalice esta práctica. 

Estas historias reflejan el surgimiento de movimientos enteros que luchan porque la eutanasia sea legal en más países bajo la consigna de que todos merecen “morir con dignidad”.    

RAMÓN, 28 AÑOS PIDIENDO MORIR

RAMON

Ramón Sampedro lo había intentado todo. Fue el primer ciudadano de España en pedir la eutanasia, el suicidio asistido, y los tribunales le denegaron una y otra vez sus reclamaciones. A los 55 años, llevaba casi 30 postrado en una cama, desde que se quedó tetrapléjico con apenas 25 en un accidente. Cansado, decidió tomar las riendas y se quitó la vida el 12 de enero de 1998.

La tarea no fue sencilla. Más allá de que el suicidio no es una elección fácil, Ramón no podía hacer nada sin ayuda: imposibilitado de cuello para abajo desde que se tiró de cabeza al agua en la playa de As Fumas y se rompió la séptima vértebra al chocar contra una roca en 1968. Por eso tuvo que contar con un grupo de ayudantes. Cada uno, un total de 11 personas, tenía una función específica. En si misma, ninguna de esas tareas constituía un delito. Todas juntas, sin embargo, eran sinónimo de eutanasia. 

Un amigo le compró el cianuro, otro calculó la proporción adecuada y el siguiente trasladó el veneno hasta la casa elegida. Alguien lo recogió, luego se puso la bebida en un vaso al que se le añadió una bombilla para que Sampedro pudiera sorber el líquido. Ramón había escrito una carta de despedida (con la boca) y también quiso grabar un video.

Cuando los forenses encontraron el cianuro potásico en su cuerpo, la policía detuvo a su pareja Ramona Maneiro, Moncha, la mujer que lo acompañó en sus últimos dos años de vida. La trama estaba tan bien urdida que los agentes no encontraron pruebas que la incriminaran. Aún así, siete años después, cuando el delito ya había prescrito, fue la propia Moncha la que admitió haber administrado el veneno y también realizar la filmación.

La vida de Ramón nunca fue fácil. Trabajó como marinero y, cuando se quedó tetrapléjico, luchó para que le dejaran morir en paz. Presentó sendas demandas en los juzgados de Barcelona y La Coruña. Argumentó el derecho de cada persona a disponer de su propia vida, estando incapacitado para cometer suicidio.

“El derecho de nacer parte de una verdad: el deseo de placer. El derecho de morir parte de otra verdad: el deseo de no sufrir. La razón ética pone el bien o el mal en cada uno de los actos. Un hijo concebido contra la voluntad de la mujer es un crimen. Una muerte contra la voluntad de la persona también. Pero un hijo deseado y concebido por amor es, obviamente, un bien. Una muerte deseada para liberarse de un dolor irremediable, también”, dejó escrito.

Pidió poder rechazar las sondas con las que le daban comida o que los médicos que le atendían pudieran recetarle algún cóctel fatal sin ser condenados por la justicia. Los jueces denegaron todas sus peticiones y sus recursos. Condenado a vivir, no le quedó más opción que la vía unilateral.

Buscó 11 amigos y les hizo encargos distintos. “Hoy, cansado de la desidia institucional, me veo obligado a morir a escondidas, como un criminal. El proceso que conducirá a mi muerte fue escrupulosamente dividido en pequeñas acciones que no constituyen ningún delito en si mismas y que han sido llevadas a cabo por diferentes manos amigas. Si aún así el estado insiste en castigar a mis cooperadores, yo les aconsejo que les sean cortadas las manos, porque eso es lo único que aportarán”, explicó Sampedro en su video póstumo. 

Alejado de su familia, Ramón se había trasladado desde su Porto do Son natal hasta una casa en Boiro, 25 kilómetros al sur. Moncha fue la última persona que le vio con vida.  

“Como pueden ver, a mi lado tengo un vaso de agua que contiene una dosis de cianuro potásico. Cuando lo beba, habré dejado de existir, renunciando a mi bien más preciado: mi cuerpo”, declaró Sampedro en su video.

Su historia inspiró películas y la Ley de Eutanasia en España, que se aprobó luego de 23 años de su muerte. 

ALFONSO, HABLAR SOLO CON LOS OJOS 

ALFONSO

Argentina no está dentro de la lista de países en los que es legal la eutanasia; sin embargo, actualmente el tema está en debate en el parlamento, en parte, quizás, gracias al pedido de Alfonso Oliva, un joven que había tenido una vida común hasta los 31 años —novia, fútbol, auto, salidas con amigos, trabajo en la inmobiliaria familiar—, y a los 36 y tras un diagnóstico de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), solo podía mover los ojos.

“El primer síntoma lo noté yo por teléfono: algo en su voz era diferente”, cuenta a Infobae Milagros Oliva, su hermana, que tenía una credencial extra para percibir otro nivel de detalles: era su hermana melliza. “‘¿Qué te pasa?’, estás hablando como un boludo’”, cuenta que le dijo, incapaz todavía de imaginar que aquello era un síntoma de algo.

Lo que siguió fue un día cualquiera en que Alfon —así le decían— contó en el grupo de hermanos que se había caído después de jugar al fútbol y fue él mismo quien detectó el tercer síntoma, se preocupó y aceptó ir a un fisiatra primero y a un neurólogo después: calambres.

Con los resultados del estudio de músculos en la mano, la cara de la doctora dijo el resto: “No nos dijo el nombre de la enfermedad, solo que tenía que empezar rehabilitación porque tenía una enfermedad que atacaba los músculos estriados”, sigue Milagros, que es odontóloga y algo entendía del tema. “Yo le pregunté: ‘¿Ataca al músculo cardíaco? y me dijo ‘no’. ¿Y la respiración? y ella bajó la mirada y dijo ‘si’. Y ahí pensé: mmm, esto no puede ser nada bueno”.

“Probó de todo, no creas que no lo intentó. Viajó a Buenos Aires a hacer un tratamiento sin demasiadas garantías y le dieron medicación durante un año, pero nada, la enfermedad se lo comió. Un año después del diagnóstico mi hermano no caminaba más”.

Durante los tres años que siguieron, Alfonso dejó de mover las manos, los brazos, el torso, no podía ni tragar. Pasó a estar conectado a una sonda que le enviaba alimento directamente al estómago, a dormir sentado para tratar de evitar esos ahogos en los que parecía que lo estaban ahorcando. “Movía los ojos, nada más. Eso ya no era vida, creo que nadie      soportaría ver sufrir así a alguien que ama. Eso ya no era mi hermano”, se nubla Milagros.

Fue en ese contexto que Alfonso reunió a sus hermanos y les dijo que no quería vivir más así. “Nos pidió que buscáramos a un médico para que lo matara de manera clandestina, porque él ya no podía suicidarse”, relata Milagros. Los hermanos entendieron el riesgo penal y la carga emocional que eso podía significar y le dijeron que no. “No puedo Alfon, yo después tengo que cargar con eso toda la vida”, le dijo.

El joven ya no tenía manos para dispararse, pies para saltar de un balcón, garganta para tragar cianuro. Y en ese momento comprendió que su callejón no era solo de él sino el de muchas personas y sus familias. Por eso contactó a un abogado primero y después al médico Carlos Pecas Soriano, a quien había googleado y sabía que era especialista en bioética y que había impulsado la ley de “muerte digna”. 

“Me pidió que fuera a su casa. Alfonso entendía todo pero no podía hablar, tenía una computadora para comunicarse. Imaginate: miraba la H, pestañeaba, miraba la O, pestañeaba, miraba la L, pestañeaba… y así. Después de un rato la máquina decía ‘hola’”, recuerda. “Me pidió que leyera una carta que había armado con su abogado en donde contaba que su sufrimiento era extremo, que no quería vivir más y que, al no haber una ley de eutanasia, lo que más sufría era no tener el derecho a decidir”.

Alfonso intuía que no iba a llegar a usarla pero en la carta le pedía al médico que impulsara una ley de eutanasia para darle el derecho a los que siguieran. Soriano había ido a la cita con una periodista y tres diputadas de distintos partidos. “La periodista le preguntó algo que nos hizo meter a todos en su cuerpo. ‘¿Qué es lo que más extrañás?’. Alfonso empezó con los pestañeos y contestó: ‘Hacer el amor, jugar al fútbol y comer’. Fijate la última respuesta: comer. Hacía años que tenía un tubo metido en el estómago y que no sentía eso que sentimos todos cuando nos metemos algo rico en la boca”, cuenta el médico. “Ese día le prometí a     Alfonso que me iba a ocupar del tema y salimos de la casa, las diputadas, la periodista y yo. Nos abrazamos afuera y lloramos todos, fue desolador”.

Alfonso, que ya venía de varias internaciones por crisis respiratorias y se negaba a usar un respirador permanente volvió a reunir a sus tres hermanos y les pidió lo mismo: que lucharan por una ley. “Ya había que bañarlo, llevarlo a hacer sus necesidades, se babeaba. Alfon se levantaba con esa agonía y se iba a dormir con esa agonía. ¿Viste cuando te despiertas de una pesadilla y dices ‘menos mal que fue una pesadilla’? Bueno, a él le pasaba al revés: soñaba que caminaba y cuando se levantaba se daba cuenta de que estaba postrado”, dice su hermana.

Finalmente, el 3 de marzo de 2019, cuando recién había cumplido 37 años, Alfonso murió. “La enfermedad de mi hermano nos hizo mierda a todos. Yo estuve destruida pero sentía que no podía llorar, no tenía derecho. ¿Cómo iba a llorar yo cuando él estaba soportando todo ese sufrimiento? Lo extraño mucho, un montonazo, lo extraño todos los días, pero te digo la verdad: cuando murió di las gracias”, confiesa Milagros. “Ahora sigo siendo su voz porque él me lo pidió. Así que repito lo que él decía siempre: ‘Elegir cómo morir tiene que ser un derecho de vida’”.

HORACIO, ATRAPADO EN SU PROPIO  CUERPO 

HORACIO

María Cristina Mazacane y Horacio Barassi se conocieron en 1983. Tenían vidas parecidas: los dos eran abogados y  estaban divorciados y tenían un hijo cada uno. Tres años después de conocerse y enamorarse, se fueron a vivir juntos a Mar del Plata. Su lema de vida era    viajar, lo hacían cada vez que podían. 

A Horacio le encantaba pescar, así que en 2001 organizó un viaje con un amigo a la playa Los Roques, Venezuela. “El día anterior a su viaje fuimos a despedir a una tía que era como su mamá, que también estaba en Mar del Plata. Y él se mareó. Y yo le dije ‘ay, Horacio, por favor, a ver si te agarra algo’. Y me contestó: ‘Si alguna vez me pasara algo, agarro la silla de ruedas y me tiro al mar’. Lo tengo acá (señalando su entrecejo) porque después le pasó lo que le pasó y solo movía un dedo y los ojos. Así que de haber querido tirarse al mar no habría podido”, relata Mazacane. 

Horacio también era buzo, por lo que sabía que no podía subir a un avión sin pasar antes por una cámara hiperbárica. Es decir, un tanque presurizado en el que se respira oxígeno puro y que sirve para tratar la enfermedad por descompresión (algo que puede ocurrir cuando se baja al fondo marino, donde hay demasiada presión, o se sube demasiado rápido a la superficie).

“Pero les adelantaron el viaje de regreso por una huelga y se subió al avión sin haberlo hecho. Quizás eso fue el desencadenante o no, no lo sé. La cosa es que llegaron a Ezeiza y en la rampa de salida se desplomó”. Era el 10 de diciembre de 2001.

María Cristina recién había vuelto de llevar a sus hijos al colegio cuando sonó su teléfono: “Me dijeron que había tenido un ACV, no qué tipo de ACV y enseguida salí para capital”. 

“Se le había formado un trombo en la arteria basilar, que es la que está atrás de la cabeza, en la unión de las vértebras. Era muy grave, es un tipo de accidente cerebrovascular con una tasa de mortalidad muy alta. Él no había muerto pero el trombo ya había afectado el cerebelo y el tronco encefálico”, describe.

Horacio pasó casi un mes internado y en enero de 2002 lo trasladaron a un hospital privado. “Cuando nos despedimos, el médico me dijo: ‘Señora, ruegue que no se salve, por él y por toda la familia’. En ese momento yo todavía pensaba que Horacio iba a salir adelante, era muy joven. Después entendí que había sido un comentario muy humano de su parte”.

Horacio tenía 50 años, María Cristina, 45. En Mar del Plata dijeron que estaba en estado vegetativo. “Y yo les decía que no, me daba cuenta de que entendía todo. Y para demostrarlo le pedí a nuestra hija más chiquita, que tenía 10 años y era la luz de sus ojos, que fuera a visitarlo con la camiseta de River puesta, porque Horacio era fanático de River”.

Dice María Cristina que cuando su hija entró Horacio empezó a llorar. “Sin parar: lloraba, lloraba, lloraba. Estaba vivo pero había quedado con algo que se llama ‘síndrome de enclaustramiento’. ¿Qué es? Quedás totalmente consciente pero no te podés mover, hablar, comer, nada. Estás encadenado dentro de tu propio cuerpo, muerto en vida”.

Se lo llama también Locked-in syndrome (síndrome de encerramiento) y se caracteriza por que la persona mantiene intacto su estado de conciencia pero tiene anartria (no puede emitir sonidos) y tetraplejia (el cuerpo paralizado). La única forma de expresarse es mediante movimientos verticales de los ojos o parpadeos.

“Tuvimos que vender la casa y mudarnos a otra con más espacio y entrada independiente.     Armamos un minihospital, venían los kinesiólogos, tenía enfermeros 24 horas que lo cuidaban como a un padre... todo lo que se podía hacer, lo hicimos”.

Horacio tenía, además, un software con el que intentaba comunicarse: miraba una letra, pestañeaba, y el programa iba formando la palabra. Lo único que escribió durante esos dos años fue ‘morir’, siempre la misma palabra. Y una vez escribió ‘perdón’. Como pudo, Horacio expresó que quería morir pero la eutanasia no era legal en Argentina hace 18 años y tampoco lo es ahora, por lo que su familia quedó atada de pies y manos. 

Fue dramático para él, pero también para el resto de la familia: “Es muy duro ver a la persona que amas estar padeciendo así. Yo no creo que Horacio haya hecho algo como para ser condenado a vivir así, porque eso era peor que vivir preso. Una cadena perpetua no es nada al lado de lo que él vivió”, sigue María Cristina.

“Era todo hueso”. No podía, tampoco, ir al baño. “Eso es horrible, una violación de la intimidad total. Él era muy pudoroso, yo me imaginaba lo que debía sentir cada vez que alguien le tenía que cambiar los pañales a los 50, 51 años”.

Fue ahí que, atrapada, María Cristina llegó a pensar en comprar un arma, algo que por supuesto no hizo. “Si no hubiera tenido a los chicos, yo compraba un arma, lo mataba y después me mataba yo”, confiesa. “A él porque ya no lo podía ver más sufrir así, más cuando lo único que pedía era morir. A mí porque si no iba a terminar en la cárcel”.

Después de haber probado todo, Horacio respiraba cada vez peor. Tenía una neumonía tras otra, el corazón estaba llegando a un límite y tuvieron que volver a internarlo. La muerte sucedió el 4 de diciembre de 2003, después de 724 días en ese estado.

“Estaba con los ojos abiertos, no daba más. Y le dije ‘Horacio, dormite, yo voy a cuidar a los chicos’. Y lo abracé. Y ahí cerró los ojos y falleció. Es como que necesitaba descansar”. Lo que sintió después fue “paz, todos sentimos paz. No solo por haber hecho todo lo posible, sino porque ya no sufría más, ni él ni nosotros”. 

Ahora, casi dos décadas después, Mazacane lucha junto con otras personas por legalizar la eutanasia y que el camino sea más leve para otras familias que están en la situación en la que ella estuvo.