‘El visitante’, un alegato antifascista

Sería injusto reducir El visitante, cuarto largometraje de Martín Boulocq, a una caja de resonancia de la crisis postelectoral de 2019. Pero sería, también, deshonesto no leerla desde su “subtexto” político, que no partidario, el cual remite inexorablemente a los hechos que siguieron a las fallidas elecciones presidenciales de octubre de ese año terrible. Al menos a mí, como boliviano, se me hace imposible no abordarlo desde su respuesta a una realidad que, en medio de su rodaje, alteró definitivamente el curso y sentido final de la película. En la Bolivia de hoy, El visitante es un poderoso alegato antifascista. Voy a tratar de explicarme.
Entiendo que, fuera de Bolivia, el filme de Boulocq (Cochabamba, 1980) sea apreciado por sus cualidades argumentales y audiovisuales. No es un secreto que el cochabambino es uno de los más aventajados cineastas que ha dado este país en el nuevo siglo. Desde su primer largo, Lo más bonito y mis mejores años (2005), una de las 12 películas fundamentales de nuestra filmografía, ha ido cimentando una obra muy personal, sin estridencias ni altibajos, que ha sabido mantenerse de forma estratégica ajena a los vaivenes políticos y estilísticos imperantes dentro y fuera del país. No se ha subido al carro del nuevo cine boliviano, que viene revisitando el mundo rural andino, ni ha cedido al esnobismo del audiovisual consagrado a la imitación de los autores y géneros de moda en los circuitos festivaleros. El suyo es un universo cinematográfico innegociable, que le debe mucho a su experiencia personal y a la de su entorno. Cochabamba es el escenario de casi todos sus filmes, y sus protagonistas son hombres y mujeres de su edad, que envejecen tristes y derrotados, pagando delitos y faltas del pasado, persiguiendo alguna redención, intentando escapar y volviendo siempre a una ciudad que unas veces los cobija y otras los vomita.
Decía que entiendo –y comparto– el entusiasmo que El visitante despierta en festivales internacionales, donde, sobre todo, ha ganado premios por su guion (firmado por Boulocq y Rodrigo Hasbún, un habitual colaborador en sus trabajos). La historia que cuenta tiene, pues, un sólido anclaje universal. Humberto (Enrique Araoz), un cuarentón recién salido de la cárcel, intenta recuperar los lazos con una hija adolescente (Svet Mena) que ha quedado al cuidado de sus abuelos, dos extranjeros (César Troncoso, Mirella Pascual) que comandan una iglesia cristiana de masiva feligresía y altísima rentabilidad. Solo hay que ver la mansión que se gastan en las Lomas de Aranjuez o un barrio residencial de ese estilo. A la búsqueda de redención del protagonista, que se gana la vida cantando música lírica en funerales, se suma un conflicto de clase que, sin caer en lo telenovelesco, explica los obstáculos afectivos con los que deben lidiar el hombre y su hija. La vía para ganarse la confianza de sus suegros no es otra que seguirles el juego, pero con una vuelta de tuerca: cristiano más por imposición que por convicción, el protagonista encuentra en la iglesia un potencial ejército de ambiciosos y obedientes obreros que pueden hacerlo rico o, cuando menos, facilitarle la riqueza suficiente para pelear materialmente la tutela de su hija. Tal como lo sugiere Andrés Laguna en la entrevista que le hizo a Boulocq para este suplemento, el relato sobre la reinvención del Humberto, mediante la venta a domicilio de tarjetas de telefonía móvil, ofrece un ejemplo cabal de lo que estudió Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo: la aplicación de la moral cristiana para la acumulación de riqueza.
De este repaso algo somero de su argumento se desprenden los atributos que, entiendo, han hecho de El visitante un filme muy bien valorado por festivales y públicos del exterior. Pero, en Bolivia, la cosa cobra otro cariz, uno que, a mi entender, complejiza aún más la película: la intromisión de la realidad. André Bazin, el gran crítico francés, decía que, grosso modo, hay dos tipos de cineastas: los que creen en la imagen y los que creen en la realidad. Mientras para los primeros el fin último del cine es la representación artística/expresiva, para los segundos esa representación está subordinada a la restitución de una esencia que emerge de lo real. Pues bien, con su cuarto largo, Boulocq se ha confirmado como un cineasta que cree en lo real. Con esto no quiero decir que el cochabambino relegue la puesta en escena a un segundo plano. Lo que intento decir es que su cuidada composición audiovisual no es un cofre cerrado e impenetrable, sino una caja abierta que se deja contaminar con los vientos cambiantes de la realidad.
En El visitante, los vientos de la realidad los soplan los amigos de Humberto, Troy (Rodrigo Lizárraga) y Berto (Juan Pablo Milán), dos personajes que el cineasta ha tenido el detalle de recuperar de su primer largo. En sus poco inocentes partidos de frontón, y sobre todo en sus farras post juego, los dos badulaques –que han envejecido tan bien como el cine de Boulocq– sueltan unos parlamentos que interpelan abiertamente a la Bolivia post 20/O. “Y vos, ¿qué dices de la vuelta de la Biblia al Palacio?”, dispara Troy, en clara alusión al mantra con que Áñez y Camacho tomaron el poder en 2019. Más adelante, y no sin sorna, lo acusa de “facho”. Y en uno de las más logradas e hilarantes escenas de la película, cuando no de la historia del cine boliviano, desde su borrachera lúcida desactiva un arranque de furia de su amigo, lanzando un “Ahora sí, guerra civil”, la arenga de la resistencia popular alteña durante el mandato de (la Biblia de) Jeanine.
Tuve la suerte de ver El visitante en una sala repleta, que, salvo contadas excepciones, estalló en carcajadas con cada una de las salidas “políticamente incorrectas” de Troy (que tanto me recordaron a su carnal, el Ron Guilhon). Cada risotada se sentía como el desahogo de una angustia largamente contenida durante el año y poco más de fascistización que atravesó Bolivia tras la caída de Evo. Ojo: con esto no quiero sugerir que el filme de Boulocq sea masista ni nada parecido. No es el caso. El suyo es un alegato antifascista en un sentido amplio y más allá de los parlamentos del Troy. Su guion había sido escrito antes de que el Estado fuera tomado por la Biblia. No podía adivinar que, en medio de su rodaje, el país iba a ser efectivamente gobernado por fanáticos cristianos y católicos, con más angurrias de plata que de salvación espiritual. A su manera, con El visitante, Boulocq previó los vientos conservadores que se avecinaban al país y creó una película que, en lugar de evadirlos, se hizo cargo de ellos y los capeó con humor y sapiencia. Antes de que se adueñara de Bolivia, el fascismo ya estaba en su libreto, habitando la iglesia cristiana que, a nombre de la fe, hace caja con las necesidades de las clases populares en busca de salvación, al tiempo que ejerce una política de control de los cuerpos y las mentes de sus feligreses, entre ellos el propio Humberto y su hija. Tampoco se trata de una satanización de las iglesias cristianas, sino de los usos que algunos líderes de ellas hacen de la fe genuina para satisfacer fines personales y más materiales que espirituales.
Como varias otras películas bolivianas del último tiempo, El visitante fue producida con apoyo del extinto Programa de Intervenciones Urbanas (PIU) y parte de su rodaje se desarrolló durante los turbulentos días que siguieron a las elecciones de 2019 a la postre anuladas. Pero, a diferencia de El gran movimiento (Kiro Russo, 2021) o Utama (Alejandro Loayza, 2022), por nombrar otras dos notables cintas gestadas en medio de la crisis, la de Boulocq es la única que se ha atrevido a mirar de frente ese periodo oscuro de nuestra historia reciente y tomar una posición. Eso que en El gran movimiento son apenas unos petardos escuchados a la distancia o que en Utama es un insospechado fuera de campo (dos filmes que, siguiendo a Bazin, creen en la imagen más que en la realidad), en El visitante es un país que, con la vuelta de la Biblia al Palacio de Gobierno, se hace “facho” y está al borde de la “guerra civil”.
Siguiendo la tesis de Piglia, que plantea que un buen cuento contiene al menos dos historias, podríamos decir que una buena película también cuenta
siquiera dos historias. Es el caso de El visitante. La primera y más evidente es la historia del hombre que, en busca de redención, se enfrenta a la maquinaria fascista de una iglesia cristiana que mantiene “secuestrada” a su hija. La segunda y más secreta es la historia de un país que, agotado por un proyecto de poder tentado por el totalitarismo, se deja seducir por unos predicadores de medio pelo que, blandiendo en alto sus biblias, imponen un régimen fascista que niega la existencia de un pueblo en pie de guerra. Dos “historias” que, a fin de cuentas, son una sola: la de la reivindicación de la rebeldía frente al fascismo que intenta doblegarla.