Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Vámonos a Júpiter/(Des)esperar en el lago

Reseñas sobre ’98 segundos sin sombra’ y ‘Esperar en el lago’, las dos más recientes producciones bolivianas que se encuentran en la cartelera nacional.
Un fotograma de ‘Esperar en el lago’, de Okie Cárdenas (arriba) y de ’98 segundos sin sombra’ (recuadro de abajo). CINECEFIRO BOLIVIA-PUCARA FILMS
Un fotograma de ‘Esperar en el lago’, de Okie Cárdenas (arriba) y de ’98 segundos sin sombra’ (recuadro de abajo). CINECEFIRO BOLIVIA-PUCARA FILMS
Vámonos a Júpiter/(Des)esperar en el lago

La nueva película de Juan Pablo Richter, 98 segundos sin sombra, es un (mal) ejercicio de estilo. El director beniano tropieza de nuevo con las mismas piedras: pretenciosidad, abuso del tono sensiblero, alarde falso de cinefilia, mal manejo del “tempo”.

Si en El río –su opera prima en largometraje, 2018- naufragaba en un mar de confusiones, en 98 segundos… comete de nuevo el mismo pecado capital: olvidarse de lo principal, contar una (buena) historia con evolución psicológica de personajes/trama. Lo que nos viene a narrar Richter se podía resumir en un corto de diez minutos: una chica de pueblo chico quiere escaparse del infierno grande y se escapa. En el medio, Richter se regodea en su afición por los géneros (terror y y ciencia ficción “posmo”). Los géneros cinematográficos han sido usados a lo largo de la historia del cine para contar buenas historias, son la excusa.

Si en El río, Richter colocaba insistentemente la cámara en la nuca del protagonista, en 98 segundos… los primeros planos frontales de “Geno” son acompañados por una omnipresente voz en “off”. Este recurso narrativo es como la línea de cinco zagueros en el fútbol: el extravío está a la vuelta de la esquina. 

 98 segundos… desaprovecha la calidad potencial de su elenco y tira por la borda las subtramas apenas apuntadas: la (no) relación de la protagonista con su padre; la relación conflictiva con la madre “drogada”; la extraña “amistad” con el dueño místico del “templo”, la pandemia de las violaciones, la influencia social del narcotráfico en el oriente boliviano de los años ochenta “donde mandan las drogas y la mediocridad”… A Richter nada de esto le importa; importa el envoltorio de un filme que se cae y se cae como fruta madura.

Richter hace cine para sí mismo y para (programadores de) festivales donde lo “lento” y lo “poético” son valores fijos de bolsa. El mayor hándicap de 98 segundos… (como en El río) es el guion: las cualidades de la novela de “Gio” Rivero son ignoradas/ninguneadas (como el humor y la potencia de su personaje principal). Los ricos/complejos personajes del libro han sido reducidos a cenizas, a caricaturas. La única que se salva es la prometedora/solvente actriz principal, Irán Zeitún, que a las patadas compone su personaje en soledad sin la imprescindible dirección de actores.

Richter no encuentra todavía la vacuna para el efectismo crónico y el formalismo pretencioso de su obra. La atmosfera de película de serie B es usada para colarnos las fijaciones “religiosas” del director: un niño “elegido” y “no normal”; unos “zombies” y una vieja de terror y vudú (Geraldine Chaplin repite personaje de otros filmes del mismo subgénero); unos extraterrestres “buenos” como salvadores de la patria; unas visiones intergalácticas y una inevitable banda de pop (y sus “sueños de neón”); un “ahorcado” y unos nazis con esvásticas; una cita bíblica al inicio… Si en El río no sabíamos a dónde íbamos; en 98 segundos… nos cansamos de contar el tiempo. Richter necesita una brújula y un reloj. Quizás así puede salir a flote del fondo del Mamoré, quizás así pueda escapar del “culo del mundo” y llegar a Júpiter.

Una naif “road movie”

Esperar en el lago de Okie Cárdenas tiene -al menos- dos grandes problemas: el guion y el montaje. La última película del director orureño tampoco sabe construir personajes y el elenco -con viejas leyendas de nuestro cine/teatro- es desperdiciado y desaprovechado. Los tremendos personajes son meras caricaturas; la dirección de actores brilla por su ausencia (un mal endémico del cine boliviano). 

El filme cuenta el regreso a la Isla de la Luna/Coati de seis ex presos políticos fugados de aquel lugar durante la dictadura de Hugo Banzer. Cárdenas se debate entre narrar una historia de amor (apenas dibujada entre cursis “flashbacks”, planos a cámara lenta y postales turísticas del lago Titicaca) y contar una naif “road movie” de septuagenarios. En ese camino pierde el rumbo y estrella la película en un sinfín de lugares comunes del compromiso político y la nostalgia más dolorosa. El favor de aportar a la recuperación de la memoria histórica es flaco (y hasta contraproducente). Al final del filme, llega lo mejor: las imágenes reales de aquel grupo de compañeros. Las canciones alegres de hoy son su victoria sobre el ayer.

Post-scriptum: en la sesión nocturna de domingo estamos dos espectadores en la sala. Afuera llueve y acampan un centenar de jóvenes para comprar entradas -al día siguiente- para la última película de la saga de Spiderman. El cine boliviano perdió hace tiempo la batalla desigual por el público.