El tonto siempre es el otro

La cena de los tontos es una comedia inteligente; es una pieza teatral de palabras y gestos que conducen al enredo, un vodevil de toda la vida; es un dispositivo de humor, dosificado; a ratos hilarante, a ratos desigual, siempre de menos a más.
Estrenada en 1993 en París con texto de Francis Veber, ha tenido decenas de (exitosas) adaptaciones por escenarios de medio mundo, amén de dos versiones fílmicas (una francesa en 1998 y un “remake” estadounidense en 2010). Ahora llega la traducción boliviana que promete/merece una temporada teatral (y gira nacional, de yapa). El disparadero es una cena donde unos amigos jailones invitan a un pobre sonso para reírse de él.
La cena de los tontos es una apuesta segura (sin riesgos) con dirección a cargo del argentino Agustín Vásquez Corbalán (ex Teatro de los Andes, apoyado en la adaptación por Percy Jiménez y en la dirección asistida por Miguelángel Estellano); con elenco boliviano solvente; y con una producción (Macondo Art de Claudia Gaensel que se la juega por un teatro comercial de calidad, apuntando directamente al gran público, amante del género).
La obra –con el texto completo de dos horas de duración e intermedio de diez minutos- no deja de ser una reivindicación del enternecedor perdedor. La versión boliviana tiene dos virtudes (amén de una escenografía eficaz): el elenco es equilibrado y parejo -salvo alguna que otra sobreactuación- y aprovecha a cabalidad el recurso del gag físico. Los defectos pasan por la falta de ritmo y los baches/hastío especialmente en el primer acto.
Luigi Antezana –en el rol de Francisco Piñón, funcionario de impuestos cuyo hobby es hacer maquetas de edificios famosos con fósforos- se lleva todos los aplausos, toda la admiración al hacer de tonto bueno, dibujando una de sus mejores interpretaciones teatrales en su rica/versátil carrera.
Cristian Mercado -en rico duelo actoral con Antezana- es el rico burlón que va a terminar burlado; es el regador regado de Lumière. Gory Patiño es el compañero quisquilloso de laburo de Piñón; cuando entra en escena en el segundo acto el ritmo y las risas afloran de nuevo. Patricia García es la amante estrafalaria y Michelle Csapek es la esposa traicionada (desde la última fila de la platea su voz apenas se escucha). Hubiese sido bueno que ambas intercambiasen sus roles. Leonel Fransezze –solvente siempre- es el “amigo” del anfitrión y Pedro Genaro Grossman –en un papel fugaz-, su médico de lumbalgia.
Los guiños bolivianos aterrizan la obra al mejor estilo del teatro costumbrista con las habituales/inevitables referencias al clásico Tigre-Bolívar (no deja de ser una paradoja que Luigi Antezana, conocido stronguista, interprete a un acérrimo bolivarista).
El (buen) teatro siempre nos deja preguntas y esta vez no es la excepción: ¿quién es el idiota y quién es el vivo? ¿ganan siempre los vivos? ¿somos todos vivos y el tonto siempre es el otro? ¿el que se quiere reir del sonso es realmente el sonso? ¿es reconfortante/fácilón para el espectador que el final feliz desnude/castigue al “listo” y premie al “tonto del pueblo”?