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San Agustín y el drama interno de la voluntad

“Para el autor de Las confesiones, la lucha interna de nuestra voluntad contra múltiples tendencias que también nos son propias es lo que demarca la extensión de nuestra vida interior”.
Retrato de San Agustín de Hipona recibiendo el Sagrado Corazón de Jesús.   PHILIPPE DE CHAMPAIGNE
Retrato de San Agustín de Hipona recibiendo el Sagrado Corazón de Jesús. PHILIPPE DE CHAMPAIGNE
San Agustín y el drama interno de la voluntad

En su libro The Life of the Mind, Hannah Arendt postula a San Agustín como el “filósofo de la voluntad”. Según la autora, el santo de Hipona habría sido uno de los primeros pensadores en tematizar (y así constituir) la “escena” interna de la vida humana inserta, para la época cristiana, en el meollo del drama de la voluntad. Para el autor de Las confesiones, la lucha interna de nuestra voluntad contra múltiples tendencias que también nos son propias es lo que demarca la extensión de nuestra vida interior. Esta vida interior, por otra parte, parece distinguirse de lo externo-visible por su esencialidad y, en este sentido, motiva un cierto rechazo de lo mundano. Se propone a continuación algunos de los puntos más significativos de esta poderosa reflexión filosófica. 

En La ciudad de Dios (XIII. 23.), San Agustín adopta plenamente el sentido de las palabras de Pablo en la primera de Corintios (1 Co. 15: 21-22): “…lo mismo que por Adán todos mueren, así también por Cristo todos recibirán la vida”. Cada alma particular nace ya en la participación del pecado original del hombre. Desde ahí, es la redención brindada por y en Cristo lo que verdaderamente importa para la vida individual. Para Agustín la voluntad del hombre se halla siempre inicialmente perdida en el influjo de lo que el autor ha llamado sacrilega curiositas. Este estado “caído” del alma es aquello que debe ser “remontado” en el correcto ordenamiento de la voluntad hacia Dios. El querer desordenado es el dónde desde el cual el hombre debe en cada caso “levantarse”. La voluntad, así, debe contraponerse al impulso cadente que nace desde ella como tendencia: 

“cuando la voluntad abandona lo superior y se vuelve hacia las cosas inferiores, se hace mala; y no por ser malo aquello hacia lo que se vuelve, sino porque es malo el hecho de volverse. Así, pues, no es un ser inferior el que ha originado la mala voluntad, sino la misma voluntad. Se ha hecho mala a sí misma, apeteciendo perversa y desordenadamente una realidad inferior”.

Aquí estamos, entonces, ante un peculiar desdoblamiento de la voluntad. El hombre, cuya vocación es querer ser esencial —esto es, unirse a la voluntad de su creador—, desarrolla como propiedad de su querer un particular no-querer ante el cual cede por el propio impulso del querer. Agustín ha expresado esta paradójica circunstancia en una notable descripción. En las Confesiones (III.1.1.), el santo dirá: “Nondum amabam et amare amabam…” (Todavía no amaba, pero amaba el amar…). En tal idea queda claro que el querer desordenadamente es un “giro” espontáneo que nace del propio impulso de querer. Es, sin embargo, justamente en ese estado usual del querer desordenado en donde persiste la “inquietud” del alma incompleta. Hay, para Agustín, una profunda sensación de in-esencialidad en el alma mientras esta no haya renunciado a sus quereres errados y se haya aquietado primero en la esperanza y después en la presencia de su Creador.

El retorno del hombre a la renovadora misericordia divina supone tanto un movimiento de conversión como un acto de permanencia en la bondad fiel. Ambas de estas experiencias son, como se verá, a-mundanas, esto es, esencialmente invisibles. La a-mundanidad de la conversión —que ordena el alma desordenada— ha sido especialmente testimoniada en la emotiva escena de la lucha interna de Agustín en el libro VIII de las Confesiones. Ahí, en lo más arduo de la lucha que el santo libra interiormente en el huerto se enfatiza la “intrascendencia” de la compañía de su amigo Alipio: “…aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos solo” (VIII.8.19). Esto indica claramente que lo esencial de la lucha se despliega en un “acalorado combate”, lejos del testimonio o el influjo de los demás. 

El carácter de la conversión supone un movimiento en el que la voluntad se separa de lo mundano visible y opta por lo invisible trascendente. Queriendo lo más esencial de sí, la voluntad renuncia a la tiranía del apetito presente y se ordena hacia lo supremo, relativizando lo demás a este orden esencial. Esta opción última por lo invisible, como remarcará Arendt, hace que lo más determinante del alma sea por definición ultramundano: “El hombre interior, que es invisible a todo ojo mortal, es el lugar natural del trabajo de un Dios invisible. […] Así como mis ojos del cuerpo están bajo el encanto de la luz, por ser su bien propio la brillantez de la luz, así el hombre interior ama a Dios porque lo eterno es su bien más propio” (Arendt, El concepto de amor en San Agustín, 2001: p. 45).