Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Pampitallapaqpis. La tierra y la sangre como claves de interpretación

A lo largo de la historia de Bolivia, toma un papel protagónico el concepto mismo de la sangre, ya no sólo como fluido inevitable en cualquier enfrentamiento violento, sino también como demanda de la tierra.
Grupo de campesinos liderados por Zárate Willka, que participó de la Guerra Federal de 1899.    FOTO PROPORCIONADA POR LA AUTORA
Grupo de campesinos liderados por Zárate Willka, que participó de la Guerra Federal de 1899. FOTO PROPORCIONADA POR LA AUTORA
Pampitallapaqpis. La tierra y la sangre como claves de interpretación

Según Forrest Hylton, la Guerra Federal fue “la más sangrienta de las numerosas guerras civiles del siglo XIX” y el “momento más radical de la historia republicana” de Bolivia. Los símbolos carmesíes que la rodean son evidentes; el hecho de que una de sus batallas haya bautizado a un río con el nombre de Chunchullmayu, río de tripas, ya nos revela una abigarrada imagen de tonos rojizos de restos humanos mezclados con los muchos colores de la pacha. La sangre parece un símbolo obvio y propio de cualquier actividad bélica. Sin embargo, en esta guerra (y en diferentes “momentos constitutivos” a lo largo de la historia de Bolivia), toma un papel protagónico el concepto mismo de la sangre, ya no sólo como fluido inevitable en cualquier enfrentamiento violento, sino también como demanda de la tierra, en ambos sentidos del genitivo que acabo de usar.

No es difícil adivinar que los dos mil kataris enfurecidos en Vila Vila no luchaban en el fondo por Pando y los ideales federales (esto, probablemente, es lo que asustó al General), sino que realmente estaban dispuestos a morir por un motivo muy específico: la tierra. Sangre y tierra, por tanto, son dos claves hermenéuticas desde las que podemos interpretar la lucha que lideró el temible Willka en medio de la Guerra Federal. 

Entre algunos amigos míos surgió la pregunta sobre si era justa o no la guerra que lideró Zárate Willka. Pero esta pregunta ética pasó a muy segundo plano cuando uno de ellos, Jhillmar, respondió con una expresión que destruiría los preceptos kantianos desde los que intentábamos resolver el dilema. Como es propio de él, lo sentenció primero en quechua, sin dar ninguna explicación, como si todos fuésemos también bilingües. ¿Qué? Y él repitió, otra vez en quechua: “Pampitallapaqpis”. 

Después de unos largos segundos de silencio, por fin, comenzó su explicación. “Significa: aunque para la tierra. Pasa, en especial, en el 3 de mayo, en las fiestas de Cruz. Los que asisten a la fiesta tienen la costumbre de pelear. Cuando estás en primera fila, no puedes sólo ver la pelea, sino que también tienes que ser partícipe. Entonces, cuando alguien te llama, es obligatorio entrar; aunque seas débil y el otro sea un mastucón. En las mujeres es igual. Te llaman y tú tienes que entrar. Entonces, ahí decían…, los que se sentían un poco débiles decían: pampitallapajpis. Decían: voy a entrar aunque sea para la tierra. Es como ofrendar, pues, la… -se detuvo un momento- la sangre. ¡Ah! Y… otro dato respecto a eso es que nadie se lleva toallas o un trapo para limpiarse la sangre. Es como un orgullo chorrear la sangre, llevarla en el rostro, en la ropa”. Muchos momentos constitutivos de la historia de Bolivia podrían interpretarse desde esta expresión; no son pocas las veces que las personas de esta tierra han derramado su sangre en guerras que sólo después tendrían un efecto de formación de la conciencia nacional.

La historia de Jhillmar desarmó las presuposiciones, sobre la ética como disciplina, desde las que intentábamos responder a la pregunta planteada. A menudo pensamos la ética como un estudio de los actos de unos humanos en relación con otros humanos y de acuerdo a esta relación los calificamos de buenos o malos, justos o injustos, correctos o incorrectos. A veces, decimos que alguien es “bueno” por el simple hecho de que nos “ha tratado bien” o nos “trata bien”. Y si nos enteramos de que esa misma persona ha asesinado a un gato, decimos: “¡No puedo creer que una persona tan buena sea tan cruel!”. Salir de esa evidente contradicción es sencillo: sólo se necesita ampliar el espectro de posibles relaciones éticas. 

Entonces, comprendamos como relaciones éticas también las que nos vinculan con la tierra, con los ríos, con los animales y con el resto de la naturaleza, incluidos los seres humanos. Si no partimos de este ubicuo principio de relacionalidad, volveremos a caer en el error que caímos al tratar de resolver la pregunta sobre si era justa o no la guerra de Zárate y también, en el caso del Tinku, diremos sin pensar que no es justo que un “débil” pelee contra un “mastucón”. 

La tierra y la sangre, por tanto, se convierten en claves de interpretación desde las que podemos plantear otras preguntas que presuponen relaciones éticas omniabarcantes. En este sentido, el centro de gravedad del significado de correcto o incorrecto, justo o injusto, bueno o malo, dejaría de situarse en el decálogo humano. Lo natural, lo sobrenatural y lo sagrado entran en la expresión “aunque sea para la tierra”. La sangre del Chunchullmayu es una demanda de la tierra, porque la tierra la demandó, la exigió, y porque se derramó por el derecho de la misma tierra. Sobre este fundamento pueden plantearse preguntas que dejo para la reflexión o insomnio de quien tenga este artículo en sus manos: ¿cómo juzgar éticamente fenómenos que sustentan su accionar en lo natural, en lo sobrenatural o en lo sagrado, si son precisamente estos tres fundamentos los que pueden erigir una moral?, ¿no es la moral del pedido de sangre por parte de la tierra igual de válida que otras prescripciones de fe o religión?

Licenciada en Filosofía y Letras -

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