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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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Mi mente es una jaula

Una reseña de The Father, película escrita y dirigida por Florian Zeller, que se llevó los premios Oscar a mejor actor (Anthony Hopkins) y mejor guion adaptado, en la ceremonia que se celebró hace una semana en Los Ángeles. 
Fotograma de la película ‘The Father’. LIONSGATE-SONY PICTURES
Fotograma de la película ‘The Father’. LIONSGATE-SONY PICTURES
Mi mente es una jaula

La última de las ocho nominadas al Oscar a mejor película que vi, acabo siendo la más perturbadora. Hablo de The Father (El padre), primer largo del escritor y dramaturgo francés Florian Zeller, que estuvo en salas comerciales locales hasta hace algunos días. El filme, protagonizado por Anthony Hopkins y Olivia Colman, es una inmersión a un infierno relativamente trajinado por el cine: la demencia que, vía Alzhéimer u otra enfermedad, se ceba contra las mentes de los ancianos (o no tanto) y causa estragos en sus entornos. Lo novedoso y retador del planteamiento de Zeller es el punto de vista, que no es el del típico familiar que mira y sufre indirectamente la degeneración mental de su cercano o, a lo sumo, el que combina la mirada del que padece la enfermedad con la del que la observa desde afuera. En The Father asistimos a la puesta en escena del deterioro de la mente de Anthony (nombre compartido por el actor y el personaje), urdida, vista y padecida por el mismo enfermo. Vemos lo que él ve, eso que crean sus desvaríos.

Con un origen claramente teatral, que es la obra del mismo nombre escrita por Zeller, el filme conduce al espectador por un laberinto complejo y tortuoso en el que, como su protagonista/padeciente, se pierde a cada instante, pese a no salir casi nunca de las cuatro paredes del departamento londinense donde vive el protagonista con su hija (Colman) y otros personajes que cuesta saber si son reales o imaginados. Los extravíos se producen cada vez que Anthony va de una habitación a otra, se duerme o se enfrenta a la aparición de otro personaje. Él se confunde, no sabe si está hablando con su hija o con otra persona, si ella está casada o no, si se irá a París con su novio o se quedará con él en Londres. Las únicas cosas que le conceden alguna paz son su reloj (metáfora inequívoca del paso del tiempo) y la música lírica que escucha con audífonos para abstraerse en un lugar sin tiempo, hasta que la “realidad”, o eso que se le parece, asoma para desacomodarlo. En esa confusión sobreviven los últimos restos de conciencia del viejo, que no sabe qué hacer con las certezas que cree tener, cómo reaccionar a los caprichos de su cabeza, cómo reordenar sus coordenadas de verdad que se trastocan sin previo aviso.

La película se juega por revelarnos la faz más perversa de la ficción, esa que inventa mundos a pesar de la voluntad del hombre que las origina. Anthony no es un autor de ficciones, es una víctima de ellas: lo visitan de forma impertinente hasta invadirlo sin que pueda hacer nada para plantar resistencia y evitar que lo colonicen por completo. Como esos sueños de los que, a manera de cajas chinas, solo nos “despertamos” para entrar en otro y, de él, a otro más extraño, hasta provocarnos una angustia insufrible, las ficciones que tejen la mente desatada del padre degeneran en pesadillas que solo terminan para derivar en otras más ininteligibles y desasosegantes.

Anthony acaba convirtiéndose en un rehén de la ficción, un cautivo de la imaginación arbitraria de su cabeza, un esclavo de los designios que le inventa su enfermedad. El caos de su mente se extiende sobre sus relaciones, las actuales/reales que aún mantiene con su hija Anne, pero también las menos reales/actuales que guarda en la memoria, principalmente esa que lo ata a una ausente hija menor. Y jalonados por los crueles senderos de la ficción menos deseada, la que deriva de la pérdida de la cordura/conciencia, atracamos en un limbo del que ya no es posible emerger, solo seguir cayendo.

No hay redención posible en el desenlace de la historia, como no hay redención posible ante la inclemencia de la enfermedad sobre los cuerpos mustios y las mentes desencajadas que nos tiene reservada la vejez. En esa severidad a la hora de mirar los oficios de despedida de los hombres del mundo real parece asomar el Michael Haneke de Amour, una película que pone en escena los días finales de una mente en deterioro, pero acompañada/vista por la aún lúcida de su compañero de toda la vida.

Si se mira más cerca, resulta natural encontrar paralelos entre The Father y la cinta más mimada de la temporada de premios en Hollywood, Nomadland (Chloé Zhao), con la que comparte más de una preocupación, la más evidente de ellas, la deriva cruel de la vejez. (Una menos evidente, pero que vale la pena mencionar, es que ambos trabajos tienen al mismo compositor, el italiano Ludovico Einaudi.) Que ambos trabajos se llevaran los principales premios en la reciente ceremonia de los Oscar (película, actriz, directora, actor, guion adaptado) habla, cómo no, de la forma en que la suerte de los más viejos se ha convertido en una de las inquietudes más apremiantes del último año, sobre todo por lo vulnerable que esa población ha resultado ante la pandemia del coronavirus. Sin embargo, a diferencia del filme protagonizado por Frances McDormand, el que ha devuelto a su mejor forma al octogenario Hopkins (justo merecedor del Oscar) no se permite derramar rastro alguno de optimismo o luminosidad. En la obra de Zeller (también justo merecedor del Oscar), la vejez es un camino sin retorno hacia las penumbras de la imaginación más brutal, esa en la que uno acaba preso para siempre de su mente. El triunfo de la ficción es la muerte del hombre.

Periodista y crítico de cine – @EspinozaSanti