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Los fantasmas que desanda la lengua

A propósito de ‘Mujer azul’, novela de la escritora alemana Antje Rávic Strubel, traducida al español por Ariel Magnus y editada para el mercado hispanohablante por El Cuervo, en 2022
Los fantasmas que desanda la lengua

¿Cómo se dice una herida?, ¿cómo se llama un migrante?, ¿cuántas lenguas atraviesa alguien para volver a caber dentro de sí?, ¿cuántas Europas hay en Europa?, ¿cuántos fantasmas nos hablan en la lengua que habitamos? Estas son algunas de las preguntas que me quedaron dando vueltas después de leer la más reciente novela de Antje Rávic Strubel; obra accesible para los hispanohablantes gracias a la reciente traducción publicada por El Cuervo.

De si la violencia se acaba o no cuando se la cuenta

Si bien las reseñas hasta ahora publicadas y las mismas treinta últimas páginas de la novela enfatizan en la temática de cómo dar palabra a una violencia ejercida desde el poder contra una mujer migrante, este es solo el primer nivel de sentido que la obra devela. De manera ejemplar se administran los tropiezos para denunciar, delatar e incluso y primeramente solo para lograr contar la violación que sufriera la protagonista, Adina, un tiempo antes del presente narrativo.

Existe en la extensa obra un Leitmotiv curioso: cada tanto la narradora apunta, después de un pasaje generalmente extenso, “esos son los ruidos”, “esas son las imágenes”, “esos son los objetos”, “esa es la mirada”, etc. En la primera sección, esas constataciones van dando cuenta de dos fenómenos: la historia no puede avanzar sin ir cada tanto confirmando y delimitando, hasta reducir la significación de qué es lo que estamos leyendo. Paralelamente, Adina reafirma su “derecho a estar en el pasado”, uno que, en tanto traumático, no puede quedar fijado, cerrado, atrás. Las afirmaciones funcionan no solo como vueltas al presente y a lo real, sino también como recordatorios de lo que “son” las cosas, emociones, organismos, antes o después de ser narrados en una cadena de sentido.

Desde el inicio se sabe que ella debe “declarar”, se habla de un tribunal que solo empezará a aclarar su existencia muchas páginas más tarde. En las siguientes secciones de la obra, esas constataciones cambian para señalar no solamente la vuelta a lo concreto y certificado en el lenguaje (“ese es el cuerpo”). También para ordenar lo sucedido en el tiempo hasta darle un nombramiento relativamente cabal (“esa es la despedida”).

¿Cuán perceptible nos son los cuerpos vulnerados?, ¿cuánto tiempo no mesurable transcurre en la mente de un cuerpo dañado? En algún punto, Leónidas, pareja de Adina, sabrá la verdad del trauma y lamentará, a tiempo de reprocharse, que debió haber sabido, debió haber leído las huellas del daño en la piel o en la psiquis. Sobre todo, tratándose de él, un activista, un defensor de los derechos humanos. ¿Será tan detectable? Para la misma Adina “aquello” tarda en poder llamarse algo concreto, demora en ser sujetado en alguna nominación que, además, dé cuenta de la violencia y lleve a penalizar el abuso. Por algo, inexpresable, “la rabia la había dejado sin fuerzas”, su identidad de “pequeño mohicano” la rescata de sí misma y una sola señal acude al presente para decir vehementemente que el pasado no se cerró pues aún carece de narración, de sentido, de efectos públicos. Es “el carraspeo” de alguien que no debió volver a su presente el sonido del terror que insiste mientras no se lo repare.

Si ella sufrió la violencia de un hombre poderoso, político, a quien su propio enamorado podría condecorar, si bien la dureza de su sentencia le advirtió que “de eso no se muere”, Adina no está en ella, no está en el presente ni en lo real. Algo de eso explicita al afirmar: “me llamo Adina Schejbal. No hablo finlandés. No soy ciudadana finlandesa, pero aquí estoy segura”. Al decidirse a la denuncia, a un proceso de acusaciones, de posible infortunio y de posible sentencia adversa que le niegue reparación, ella se cobija no solo en esa Finlandia umbral y neutra, capaz de darle sitio, sino en la única salida posible: nombrar el daño, al ejecutor, a los responsables. Y aquí la novela arriesga un nivel más de complejidad a las varias capas de densidad del daño que ha ido fragmentando, pues registra un reparo de parte de quienes le aconsejan no seguir, de quienes la violentaron, esa violencia parece una farsa: “¿no están ahora de moda ese tipo de acusaciones?” Pregunta que deja en escena una paradoja tremenda en nuestra actualidad: ¿cómo visibilizar la violencia real en medio de las modas de vítores, escraches e infantilización de las mujeres como víctimas aniñadas e indefensas?, ¿cómo separar la moda de la urgencia, las corporalidades dañadas de las meramente revanchistas?

¿Cómo sale al aire un cuerpo sepultado en vida dentro de un “refrigerador”? ¿Cómo se nombra y se repara, aunque siempre parcialmente, un cuerpo receptor de una “violencia” que “se hereda durante generaciones”?

Hablar con la mujer azul

Leemos: “aparece la mujer azul. Es tan nítida que su figura eclipsa todo”. Al inicio, su presencia es fantasmal, como si se tratase de una mujer-umbral, límite ante algo o una aparición que exige que ante ella “el relato debe detenerse”. Con ella se establece una interlocución que no interpela y cumplirá varias funciones: ser la extensión de una madre a la que Adina se niega volver; un doble de ella, una interlocutora para hablar de la novela que proyecta Adina; alguien que, sugerentemente, “quiere saber qué significa para mí habitual”. La mujer azul se pregunta “si yo no sé que la vida y lo narrado son cosas distintas” mientras se narra su existencia sin que quienes leemos sepamos si se trata de un mito, un delirio, una invención. Si nadie puede “atestiguar que la mujer azul hubiese existido”, esto solo queda medianamente remediado cuando la novela cuenta de ella, la hace existir, “de lo contrario, tendría que creer que al final me he encontrado conmigo misma”.

Al modo de una figura tutelar, maternal, pero también como proyección de sí misma en otro tiempo, como alguien que conoce el departamento donde vive, conoce su dolor y lo acompaña, la mujer azul deviene el espejo y la compañía que posibilitan cierta unidad psíquica, aunque no narrativa. 

El nombre también es una migración

Adina “sin grupito” desde la escuela y con otro nombre, “pequeño mohicano”, mantiene otra comunidad en redes con gente de Brasil. Allá se “dejan decir cosas que de lo contrario no está permitido expresar”. Esa distancia geográfica esconde otra, existencial o social, que se acrecentará con su migración y con la experiencia violenta que pareciera haberla sacado de lo común. Ella, como tantos, se desplaza de una Europa a otra hasta radicar en un curioso medio, “Finlandia es la bisagra entre Este y Oeste”. Como tantos, deben “convertir en sus cabezas la lengua extranjera a la propia”. Ellos, los migrantes “a veces no estamos simplemente porque ahí donde estamos nadie nos conoce”. A ellos, los extranjeros en tierra ocupada, “los del Báltico, los soviéticos nos trataron despiadadamente”, “éramos súbditos. Esclavos”. En la historia reciente, “los estonios somos gente callada. Y los soviéticos nos quitaron hasta el gusto por el smalltalking”. En este otro plano de la novela, se plantean punzantes preguntas para la historia y la política recientes. Ante un mandato como “explíquele a la gente de Europa central y del Este por qué en una Europa consciente de los derechos humanos no hay ningún Núremberg comunista”, más de un nudo se tensa.

Queda asentado que, si bien “a veces es bello no entender ni una palabra”, habitar en el no entendimiento no es sostenible. “Europa oriental y Europa occidental son distintas no solo a nivel geográfico, sino también en lo que se refiere a los tiempos”. Unos residen en el pasado y otros en un futuro anhelado, “en Finlandia, en cambio, se puede mirar sin problema en ambas direcciones”. Como el espacio intermedio donde halla su seguridad, Adina sostiene una mirada al pasado traumático y otra dirigida hacia un futuro que, aunque frágil, empieza a ser posible entre otros desplazados.

No solo se trata de un desplazamiento de este a oeste, de norte a sur, también se habita el tránsito entre identidades. Desde el mohicano digital, que cumple la función de salvarla psíquicamente, hasta la llamada Nina por sus violentadores, o Sila, ese nombre amoroso con que la llama su pareja, los nombres y las identidades se transitan, se atraviesan. Igual que las tierras, igual que las lenguas. Y es que “se trataba de sentirse bien, de domesticar un idioma cuya lógica no era la de ella”, aunque para el otro “polaco, checo, todo es lo mismo”. Aunque se le pida “Nina, cuéntale a nuestro embajador cultural alguna desgracia de tu infancia rusa”, lo que banaliza el pasado diluyéndolo en heridas parciales, “abuelas locas”, absurdas narraciones que el poderoso niega. Finalmente, y como afirma Adina, “el nombre de una persona no dice necesariamente algo sobre su origen, mucho menos sobre su paradero”.

“Esos son los restos”

Aliento enfáticamente a la lectura de esta obra que desafía a que la acompañemos discretamente, renunciando al sentido total o a la denuncia a gritos, a la invisibilización de cuerpos dañados, migrantes, fantasmales. Si acaso, se pueda acompañar, cuidar, nombrar esos restos y vestigios desde donde a pesar de todo se sale, se vuelve a respirar, se insiste en la fuerza de lo vivo.