Opinión Bolivia

  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Edmundo Paz Soldán: “La idea es que la fuerza con que nos impactó la pandemia quedé en la novela”

Entrevista al escritor cochabambino sobre su más reciente novela Allá afuera hay monstruos, que llegará al país de la mano de Nuevo Milenio los primeros días de marzo. Adicionalmente les compartimos dos fragmentos de la nueva obra, que salieron en la revista de la UNAM de México.
El escritor cochabambino Edmundo Paz Soldán junto a la edición boliviana de Allá afuera hay monstruos.
El escritor cochabambino Edmundo Paz Soldán junto a la edición boliviana de Allá afuera hay monstruos.
Edmundo Paz Soldán: “La idea es que la fuerza con que nos impactó la pandemia quedé en la novela”

El escritor Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) registra en su más reciente novela, Allá afuera hay monstruos, el conjunto de sensaciones, imágenes, miedos, incertidumbres y paranoia que trajo, y todavía trae, la pandemia del nuevo coronavirus. A través de un ejercicio literario que consistió en escribir en menos dos meses, abril y mayo, una primera versión, el literato y docente universitario dejó que la atmosfera del confinamiento y el terror a un enemigo invisible que acechaba en las calles influyera en el relato.

El título fue publicado recientemente por la editorial Los libros de la mujer rota, con distribución en Chile y Argentina. A Bolivia, llegará los primeros días de marzo de la mano de Nuevo Milenio, que ha revelado la portada de su edición, con una portada que es una xilografía de la artista plástica paceña Daniela Rico. 

Compartimos una entrevista con el autor de Allá afuera hay monstruos, en el que se conversa sobre el proceso de creación del libro, su contenido y las consecuencias que está teniendo la pandemia en todas las esferas de la sociedad.

Paz Soldán reside en la ciudad Ithaca de Nueva York, donde es docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. Con 11 novelas escritas a sus espaldas, varios galardones (como el Juan Rulfo de Cuento) y el reconocimiento de importantes escritores, como el Nobel Vargas Llosa, es uno de los escritores nacionales más celebrados de los últimos años. 

Allá afuera hay monstruos relata una crisis sanitaria a través de los ojos de una niña, con claras referencias a la pandemia del coronavirus actual. Sabiendo que el libro estaba pensado primero para ser un diario de escritor, ¿cuál ha sido el principal reto de hacer una novela con sucesos que todavía ocurrían cuando se escribía, “en caliente”, por decirlo de algún modo?

El reto ha sido tratar de convertir en virtud aquello que podría ser un defecto. Por ello, me puse varios límites: por ejemplo, que la primera versión fuera escrita en menos de dos meses, entre abril y mayo. En la primera versión no me interesaba la perspectiva de la distancia, como en otras novelas que he escrito, quería ver cómo impactaba a la novela la misma pandemia. Quería que en la novela se respirara el miedo, la ansiedad, el dolor, la incertidumbre de los primeros meses. Me tomó seis meses corregir esa primera versión, pero la idea era que la fuerza con que nos impactó la pandemia quedara en la base de la novela.  

La pandemia no solo ha significado una crisis sanitaria, sino que tiene sus efectos en varias esferas de la sociedad, como la política, la cultural o la manera de relacionarnos, ¿cuál de estas la ves con más interés y si se verá reflejada en la novela?

Al principio pensé que la pandemia era una crisis tan grande que íbamos a dejar de lado por un tiempo nuestras diferencias políticas para buscar salidas conjuntas. Eso ocurrió en muy pocos países, en la gran mayoría la pandemia fue politizada, desde cosas tan ridículas como el uso de barbijos hasta el tema de las vacunas. Un aspecto central de la novela es la politización de la pandemia, pues lo que se narra es el enfrentamiento entre un presidente que privilegia la economía a la salud y un departamento con una identidad muy regionalista que se rebela a las decisiones del poder central.

¿Cómo ha sido el proceso de ponerse en la piel de una niña de 12 años, frente a una serie de sucesos, que, hasta para un adulto, son difíciles de creer?

Durante el proceso de escritura tuve como modelo “Cartucho” (1931), de Nellie Campobello, que narra la revolución mexicana desde la perspectiva de una niña. Eso que puede ser difícil de creer es parte de la vida cotidiana de la niña, de modo que decidí que lo narrara de la manera más natural posible, sin exagerar nada, asustada, pero también fascinada por la catástrofe. Así, por ejemplo, hay un capítulo en que la niña mira desde el balcón de su casa el cadáver de un vecino en la acera al frente de su casa, y durante varios días se levanta y lo primero que hace es ir a ver si el cadáver sigue ahí.    

En algunas entrevistas ya has apuntado que Allá afuera hay monstruos ha sido relacionada al género de la ciencia ficción. No sería la primera vez que incursionarías en él, teniendo como antecedente a Iris; además de tu conocido gusto por autores como Orwell o Huxley. ¿Crees que el género se mantiene vivo en la actualidad?

El género se mantiene muy vivo, por supuesto. Aunque en general la ciencia ficción me ha ayudado a desnaturalizar el presente, a mirarlo como si ya hubiera ocurrido, esta vez se trató de un proceso contrario: mirar el presente como si esa cosa distópica y apocalíptica que estamos viviendo fuera algo familiar. La ciencia ficción tiene un registro visionario, lo puedes ver en la forma con que Verne y Dick y Atwood y otros escritores prefiguraron en cierto modo lo que vendría, pero también es un gran género para que uno se haga como que habla del futuro cuando en realidad lo que le interesa es narrar el presente.

En Bolivia, al igual que en todo el mundo, la pandemia ha hecho más profundas las brechas de las desigualdades sociales, con antecedentes ya en los conflictos sociales de octubre y noviembre, ¿por qué crees que aún no se ha curado la fuerte polarización que existen entre sectores sociales?

La pandemia es tan grande que nos exigía enfrentarla con una conciencia continental o planetaria, un aunar esfuerzos, pero eso es algo que nos supera: nos aferramos a lo que conocemos más, nuestras perspectivas de clase, raciales, etc. Eso no dice nada reconfortante de cara a lo que vendrá, porque luego de la pandemia, o al mismo tiempo que la pandemia, nos toca enfrentar la emergencia climática: si queremos conservar el planeta necesitaremos desarrollar de verdad esa conciencia planetaria que en este momento no tenemos.   

Fragmentos de la novela

Fragmento 1

Escuchaba el podcast de Tomichá al levantarme. Mamá me lo había prohibido, decía que era un charlatán de feria, alguien que cambiaba los plazos a su antojo y aun así tenía seguidores: el mundo se acabará en diez meses, dijo hace un par de años. Ahora afirmaba que lo más importante era la idea, no la exactitud de las fechas. 

Yo estaba de acuerdo con sus dos primeros mandamientos: preservar la vida de los animales y las plantas e insistir en que la naturaleza tiene un valor más allá de lo útil. Los otros dos eran más complicados: retirarse del mundo y construir un refugio. Si te retiras del mundo dirán que te dejaste vencer. Dirán que estás obligado a luchar por la paz mundial o el clima o el fin de los malos tiempos, que pelear es mejor que renunciar. Ignóralos y abraza la vieja tradición espiritual de retirarte de la lucha. Abandonarlo todo, pero no de manera cínica sino con una mente inquisitiva.

Una amiga de mamá había estado en la comuna de Tomichá. Contó que dejarse infectar por el bicho era parte del ritual, los que sobrevivían eran vistos como seres capaces de enfrentarse al desafío de un nuevo mundo en el que nosotros no éramos centrales. Estuvo un mes allí, convivió con ese hombre lampiño que ganó todos los premios en su campo pero a los veintinueve años abandonó la universidad decepcionado de sus alumnos, incapaces de darse cuenta del cambio que se venía. Trabajó de cocinero en un hogar de ancianos, dejó de usar bancos y llevaba en los bolsillos fajos de dinero envueltos en ligas. Un día se fue a vivir al monte con una carpa y una bolsa de dormir. Poco después subió a la red Ecología para tiempos oscuros, un manifiesto de ochenta páginas que juntaba un trabajo riguroso sobre la destrucción de la naturaleza con pronunciamientos apocalípticos y profecía numerológica. Pese a ello o quizás por ello se creó un culto en torno a él. Desconfiaba del Estado y aseguraba que sólo una ciudadanía universal nos salvaría. Cuando llegó el bicho creó una comuna de doscientas personas en el monte y llamó a desobedecer la ley que prohibía reuniones de más de diez. No tenemos miedo al bicho, dijo, aprenderemos a convivir con él: queremos al bicho ya. Las autoridades de La Estrella prohibieron a la gente que se acercara a la comuna bajo pena de cárcel, pero cuando reaccionaron era tarde; se habló de enviar militares a sacarlos y al final no se hizo nada. 

La amiga de mamá decía que Tomichá tenía un sentido del humor cruel y era brillante. Ella no pudo superar la muerte de tantos seguidores que entraban al monte a buscar intencionalmente al bicho y abandonó la comuna. 

A veces yo caminaba hasta el puente con mi pelota bajo el brazo y miraba el monte: los árboles parecían venirse sobre mí y los pájaros chillaban en sus copas como si estuvieran preparando un ataque. Todavía no era de noche y asomaban las estrellas. Un viento tenaz daba vueltas por la casita de los guardias y se zambullía en el río maloliente y enfangado de desperdicios. Daba susto. Escuchaba o creía escuchar un zumbido que me estremecía y estremecía las paredes y los techos de las casas y los campanarios de las iglesias y las estatuas de las plazas y las torres del Palacio de Gobierno: el bicho que teje su tela, pensaba, que prepara sus redes para seguir cubriendo el mundo con su abrazo. En medio de una hilera de árboles se abría un espacio, uno de los tantos caminos de herradura para atravesar el monte y por los que se llegaba a las comunidades indígenas diseminadas en su territorio —de allí provenían los abuelos de mamá— y a las madereras.

Alguna vez acampé en el monte con mis papás pero me preguntaba si algún día sería capaz de adentrarme en lo más profundo. Quizás era valiente o irresponsable o simplemente curiosa. Mientras tanto, escuchaba el podcast: El verdadero cambio sólo comienza con la renuncia. Renunciar para evitar que la máquina siga avanzando es la posición adecuada. La acción no siempre es más eficaz que la inacción…

Tomichá tenía seguidores en todas partes. Se negaban a pagar impuestos y desobedecían al gobierno, no usaban barbijos ni practicaban el distanciamiento, por eso muchas veces terminaban en la cárcel. 

Cuando Elsa Acosta se levantó, Tomichá se negó a apoyarla y hubo abusos en los pueblos. La gente de Acosta en Nieves conminó a la de Tomichá a unirse. Urbina, el hombre fuerte de Tomichá en el pueblo, fue herido y se lo llevaron. Apareció muerto días después. Contaban que Acosta se sorprendió mucho pero se sabía que esa muerte no podía haber ocurrido sin su permiso. 

Algunos se asustaron porque creían que Tomichá tenía poderes sobrenaturales. ¿No mandaría al bicho detrás de Acosta? Esa muerte había sido un error.

Hubo seguidores de Tomichá que se intimidaron y se pasaron al bando de Acosta. Mamá no creía que lo hicieran de corazón: apoyar a Tomichá era un compromiso profundo.

Santos Ruiz no se unió a Acosta. Era de Nieves. La voz de mamá temblaba al recordarlo: era amiga de sus hermanas mayores, lo veía en el patio de su casa, descalzo o con los zapatos desamarrados, leyendo o jugando solito, creándose personajes misteriosos que poblaban sus días. En la cárcel le llevaban todos los días un papel y le decían que era suficiente que firmara para salir libre y unirse a la revolución. Él se negaba y lanzaba conjuros extraños que sobrecogían. Decía que era amigo de los suinos y que ahora mismo ellos estaban incubando un montón de bichos diferentes. El futuro de la humanidad estaba lleno de bichos, vendría uno por año hasta arrasar con todo. 

Ordenaron matar a Santos Ruiz, pero nadie quería hacerlo. Mis tíos intentaron interceder y pidieron que se lo liberara. Así pasaron quince días. En la cárcel él leía una y otra vez la misma novela: Los tres mosqueteros.

Un día la hermana de Santos Ruiz apareció en casa de mis tíos. Me matan a mi hermano, dijo. Sus trenzas volaban en el viento, su silueta negra impresionaba. 

Hubo tres descargas a la una de la tarde. Mamá se dolió mucho cuando se enteró: cada muerte la conmovía pero la del muchacho de su pueblo fue especial. Le contaron que Santos Ruiz se había rasurado dos horas antes de que lo mataran para que su hermana no lo viera feo. Al estar frente a los que lo iban a matar les rogó que no le dieran en la cara y explicó cómo deberían darle el tiro de gracia. Dijo que hubiera preferido el abrazo del bicho a esa muerte tan aburrida. Dijo que el verdadero cambio sólo comenzaba con la renuncia. Dijo que la acción no siempre era más eficaz que la inacción. Mamá se calló y no pudo seguir. Me pregunté si perdonaría a Acosta.

Metálica y desparramada. Sus gritos fuertes, claros, a veces parejos y vibrantes. La voz de Tomichá retumbaba en el podcast. Se podía oír a gran distancia, sus pulmones parecían de acero. Tomichá era pura voz porque casi nunca aparecía en la televisión, casi no había imágenes presentes de él, sólo las de archivo, conseguidas a través de las universidades en las que estudió y trabajó y de la hermana perdida que le guardaba rencor. Yo podía estar convencida de su locura pero había algo en su proyecto que me encantaba: El futuro se presenta con una extraña combinación de colapso continuado, que seguirá fragmentando la naturaleza y la cultura, y con una nueva ola de soluciones de alta tecnología para controlarnos, pasaportes biológicos en un intento fracasado por prevenir lo inevitable. Nada puede romper este ciclo a menos que haya un profundo reinicio de todo como lo hemos visto tantas veces en la historia. El bicho nos debería llevar a un nivel más bajo de complejidad civilizatoria. La tormenta perfecta se prepara. Pierden su tiempo si tienen un gran plan para construir un mundo futuro basado en la ciencia y el argumento racional. Si tratan de vivir en el pasado, lo mismo, o si piensan que la máquina puede ser reformada o domesticada o si creen que se puede salir del embrollo con nuevas ideas o tecnologías. Hay que ser sincero sobre nuestro ínfimo lugar en el gran ciclo de la historia y sobre las cosas que podemos hacer y las que no.

Tomichá emitió un comunicado en su podcast: no entendemos al bicho porque no entendemos que ese su no estar vivo y no estar muerto a la vez nos desafía. Habitamos su mundo y debemos hacer las paces con él para continuar. De nada sirve vivir de rodillas y con miedo. Las soluciones no están en el gobierno, ningún caudillo nos liberará de nada si no rompemos nuestras ataduras interiores. Debemos adoptar una mirada planetaria. Con sólo defender el departamento no llegamos a nada, con sólo tratar de entender el país no llegamos a nada. Todos los órganos y tejidos de la tierra deben interpelarnos, no se debe destruir ninguna criatura del universo. Hubo un tiempo en que este bosque estaba lleno de otros animales y desaparecieron. Mientras estemos vos no debemos dejar que nada ni nadie se extinga. Sólo así la belleza volverá.

Mi mirada no era planetaria. Tampoco podía vivir sin miedo. Algunas frases de Tomichá me llegaban, luego recordaba lo que sabía de su comuna, los innumerables muertos por el bicho, y se me pasaba.

Llegaban rumores feos de lo que ocurría en la comuna de Tomichá. El gobierno desmintió que hubieran ingresado al monte con tractores y topadoras para ayudarles a construir un cementerio; ni siquiera tenían idea de dónde quedaba la comuna. No había gente del municipio ni personal sanitario que se aventurara a entrar por senderos transitados por animales portadores del bicho.

Una mañana leí que un grupo de científicos de la capital había ingresado al monte para iniciar una investigación sobre el origen del bicho. Los científicos avanzarían de a poco, un grupo recorrería quinientos metros, haría de vigía para asegurarse de que el camino estaba despejado, y luego daría la orden para que el otro grupo avanzara. En una entrevista el jefe de la expedición dijo que lo más difícil era avanzar con el traje de protección bajo el tremendo calor. Su intención no era llegar a Tomichá pero conocía dónde quedaba la comuna, se había encontrado con ellos en pasadas expediciones.

     —Hay una leyenda de que viven en el subsuelo, en cuevas. Aprovecho para desmentirla. Viven cerca de cuevas de murciélagos, le dije a Tomichá que eso podía alterar el ecosistema y respondió que nadie lo cuidaba mejor que él.

Vicente dibujaba a los científicos como seres llegados de otro planeta ingresando al monte; interpretaba las leyendas que nos contaba mamá y parecía como si se hubieran caído a la Tierra ante un nuevo derrumbe del cielo. Le dije que eso era imposible, si el cielo se volvía a caer sería el fin del mundo para nosotros. Quizás lo es, dijo, y se puso a llorar. Quiero a papá, imploró con voz asustada, y lo abracé, rogando que no se pusiera a tirar cosas o darse de cabezazos y menos a convulsionar. Cómo viviría su cabecita la desolación de estos meses, yo también me daba cuenta de lo pesado que era para mí pero me las aguantaba porque no me quedaba de otra, debía ayudar a mamá con Vicente. Ya tendría tiempo para explotar.

Volví a ver por internet el ingreso de los científicos al monte. Mandaban fotos y mensajes de su recorrido por senderos estrechísimos. Hablaban de abejorros inmensos y currucas más diminutas de las normales, árboles enanos y árboles gigantes y árboles de tallos petrificados a medida que se internaban en el monte. Las fotos mostraban tallos retorcidos, cortezas tomadas por hongos y líquenes, grupos de troncos y ramas que parecían usadas por la gente para protegerse bajo ellas. 

Al segundo día comenzaron a fallar las comunicaciones. Al tercero un científico reportó que estaba herido:

     —Estábamos tomando agua de un arroyo cuando hubo una emboscada y salieron disparos de entre los árboles. Dos de mis compañeros han muerto. Vinieron y hurgaron los bolsillos y se llevaron equipos. A mí me dieron por muerto. No sé dónde están los demás. 

No se supo nada durante días. Se habló de irlos a buscar pero nadie se animó. A la semana un video del jefe de la expedición nos enteró de algunas cosas:

     —Hemos perdido a dos. El resto estamos a salvo y ya regresamos. No pudimos llegar a las cuevas. La comuna de Tomichá ya no existe más. Tomichá ya no existe más.

La expedición reapareció por el mismo sendero por la que ingresó al monte. Las ambulancias los llevaron a un hospital militar. No hubo más declaraciones; el gobierno les prohibió hablar. En las redes decían que Tomichá era un extraterrestre; que en la comuna hubo un ritual de infección colectiva que terminó mal; que Tomichá era el científico culpable de liberar al bicho como parte de un proceso de control de población a cargo de las siete familias dueñas del planeta. 

Un dron filmó una sección de un cementerio con tumbas recién excavadas en las profundidades del monte. El cuerpo de Tomichá no apareció. No hubo más comuna. No hubo más nada.

Fragmento 2

A Nellie Campobello

Mamá nos pedía que solo saliéramos a la calle cuando tocaba hacer las compras. Vicente se encerraba junto a los gatos en el cuarto que compartíamos y jugaba videojuegos o se perdía en teorías conspiratorias que circulaban en Internet. Para mí, en cambio, no era fácil. A veces me escapaba, otras no me quedaba más que el balcón. La nuestra era una de las primeras casas a la entrada de Los Confines, apenas se cruzaba el puente que nos separaba del bosque. 

Las calles estaban vacías. En el puente la gente de Acosta le tomaba la temperatura a los que llegaban. Cruz iba y venía incapaz de quedarse tranquilo, al verme en el balcón me gritaba que me metiera a la casa. Luego reía: mentira, salga si quiere, pero no le diga nada a su madre. Alto y flaco y de sonrisa fácil, nunca llevaba barbijo, decían que por coqueto. Cuando mamá salía rumbo al hospital por la madrugada él se le acercaba con cualquier excusa. Le chequeba la temperatura y le preguntaba si los doctores eran buenos con ella. Mamá se incomodaba pero reconocía que al menos no sentía un tono agresivo. Una vez que iba a llegar tarde a su turno él se ofreció a llevarla. A cambio le pidió barbijos y guantes para su familia, y ella lo miró incrédula, como si él no supiera que en el mismo hospital estaban escasos de equipos y que ella misma debía fabricarse lo que podía a punta de pedazos de ropa vieja y una máquina de coser de su abuela.

Cruz era lindo. Soñaba con afeitarle sus bigotes y pedirle un mechón de su rizado pelo negro y guardarlo bajo mi cama.

Una mañana a eso de las nueve se repitió el ritual y me metí en el balcón y los gatos se vinieron conmigo. Un cuerpo tirado en la mitad de la calle; era Cruz. Dos hombres de Acosta guardaban distancia, uno llamaba a la ambulancia. Saqué fotos de esa cara hermosa ahora apagada, ese cuerpo con el uniforme ensangrentado. Mamá me contó después que el pecho de Cruz explotó mientras hacía su guardia; decían que el balazo debía haber llegado desde la plaza pero ella me aseguró que no se encontraría ningún proyectil en el cuerpo. Le pregunté cómo lo sabía. 

     –He visto muchos de esos casos en el hospital –dijo–. Creo que este es otro bicho.

En la televisión el presidente decía que todo estaba bajo control y Vicente aplaudía a ese hombre viejo y cansado con la piel de un durazno maduro. Me preguntaba cuánto entendía mi hermano de lo que ocurría. A veces pensaba que era solo por llevarle la contra a mamá; otras, recordaba cosas perversas de su infancia y creía que nada de lo suyo era casual.

Algunos canales contaban la versión del presidente pero otros sabían que mentía. Nosotros lo sabíamos: a Los Confines lo controlaban las tropas de Elías Acosta y no había rastros del gobierno. Decían que el gobierno todavía mandaba en los pueblos detrás del bosque, pero mamá, que tenía primos por allá, me contaba que toda esta esquina del país estaba con Acosta.

Mamá admiraba a Acosta. Decía que era valiente y llevaba en un escapulario en el pecho una estampita con la foto de su madre, muerta en una reaparición del bicho. Me contó que una vez Acosta llegó borracho al hospital a visitar a un entubado seguidor de MacIntyre, el loco que lideraba una comuna en el bosque y desde allí lanzaba sus proclamas incendiarias. Decían que MacIntyre y su gente habían aprendido a convivir con el bicho y Acosta quería la receta. Pero el entubado seguidor de MacIntyre murió en su cuarto con Acosta al lado y así se instaló la sospecha de que lo único que salvaba a MacIntyre era la suerte. El bicho destrozaba un distrito y ni se le ocurría visitar a los de al lado.

Mi hermano dibujó al presidente y mamá le pidió el cuaderno y rompió la hoja con sus manos enguantadas; él se puso a llorar. Mamá entonces dibujó a Acosta con colores vibrantes, escribió abajo su nombre con letras grandes y le dijo que de ahora en adelante iba a ser su mejor amigo. Su cara era del color de un guineo. Mamá se puso a cantar.

El turno de mamá en el hospital solía alargarse porque no había personal y le ofrecían pagarle doble por las horas extra. Le debían mucho, decían que le pagarían cuando todo volviera a la normalidad, pero mamá se reía: más de dos años así, una oleada tras otra, esto es lo normal.

Mamá se infectó en la primera oleada y sobrevivió; su inmunidad le daba ventaja sobre los demás. Igual se revisaba todos los días, porque no se sabía cuánto duraría o si aparecería una nueva cepa que no respetara historiales previos. La casa la dividió en dos: ella vivía en una sección del primer piso, que llamaba “el país de los enfermos”; Vicente y yo vivíamos en el segundo piso, en “el país de los sanos”. Los gatos paseaban por toda la casa, y si bien algunos animales se infectaban, mamá había decidido que Onix y Zircón serían libres.

Cuando todo comenzó había veinte enfermeros y enfermeras en el grupo de mamá en el hospital; quedaban cuatro. Un grupo de voluntarios se esforzaba por llenar los huecos. Era inútil; varios cuartos y un pabellón del hospital estaban abandonados: se los desinfectaba seguido y aun así la gente seguía cayendo. No quedó más que renunciar a ellos.

 Mamá odiaba al presidente porque no cumplió con ninguna de sus promesas de trajes protectores, pruebas para los infectados, cuarentenas obligatorias. Su única obsesión fue reabrir la economía tan pronto se pudiera: el remedio no podía ser peor que la enfermedad. La reabrió cuando el bicho no estaba controlado, y así nos fue. Mamá aplaudió cuando llegaron los tropas de Acosta. Poco después las fuerzas del presidente recuperaron la ciudad y a mamá la vieron como traidora pero no la despidieron porque la necesitaban en el hospital. Así pasó con otras enfermeras. Ahora que la ciudad estaba de nuevo en manos de Acosta mamá respiraba más tranquila. 

El Kily era un paramédico amigo de mamá. Compartían ideas y se veían seguido; mamá decía que era curioso ver la ambulancia y alegrarse pese a que traía gente enferma. De la parte trasera bajaba el Kily y su figura tan viva en medio de espectros la reconfortaba.

El Kily a veces venía a casa por las noches, desafiando el toque. Portaba chamarra roja y guantes amarillos. Improvisaba canciones para Vicente, que se reía cuando él lo llamaba: Vi-cen-ti-tooooo, mi-co-si-to, el ú-ni-co bi-chi-to que yo quie-ro! Usaba un anillo de rubí en el dedo índice; le confesó a mamá que se lo había quitado a un muerto. Caminaba como pistolero, con las piernas abiertas, y nos contaba de las cosas que había visto como si se tratara de una película de dibujos animados, procurando distraer a mi hermano; lo escuchábamos desde un rincón del “país de los sanos” en el primer piso. Cuando entré a ese apartamento, decía, el dueño de casa estaba tirado en el piso de la cocina y su perrito salchicha montaba guardia junto a él. Llevaron al salchicha a un buen lugar mientras su dueño iba camino al hospital, y yo pensaba que el trabajo del Kily era más bonito que el de mamá, porque le permitía entrar a otras casas y encontrarse con los objetos de los que se iban dejando sus posesiones detrás: un reloj de pared que daba la hora a destiempo, las macetas con suculentas junto a la ventana, los juguetes de los niños tirados sobre la alfombra, una pecera con gupys y escalares dando vueltas en el agua turbia.

Kily estaba casado con Magda, de la que nos hablaba maravillas: secretaria en un juzgado, coqueta, pies chiquitos y delicados. Nunca la conocimos en persona, pero era como si estuviera con nosotros en esas noches en que venía el Kily a contar historias.

Una tarde llegó la ambulancia al hospital y cuando se abrió la puerta mamá se dio cuenta de que el Kily era el paciente. Él le preguntó a ella si se iba a morir. Mamá vio los ojos estragados y el sarpullido en el cuello y bajó la mirada.

Magda se fue del pueblo y trabaja en los servicios de apoyo a las tropas del gobierno. Mamá llora al Kily de vez en cuando. Yo imagino su casa vacía, los objetos que quedaron atrás, quizás el anillo de rubí, la chamarra roja en un perchero.