Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Distancia samurái

A propósito de la película española ‘Alcarràs’, en la que trabajó la directora de fotografía boliviana Daniela Cajías y que se estrena este 24 en la plataforma Mubi. Un texto que revisa la obra ganadora del Oso de Oro 2022, en diálogo con otras dos del mismo año, la también española ‘As Bestas’ y la colombiana ‘Los reyes del mundo’
Distancia samurái.
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Distancia samurái

Con las películas Alcarràs (España, 2022), As Bestas (España, 2022) y Los reyes del mundo (Colombia, 2022) ha pasado eso que nos pasa a los padres y madres cuando buscamos con la ilusión de los santos un nombre que sea único, original y definitorio para nuestro futuro bebé. Después de hacer listas, investigaciones interminables de significados y porque el tiempo se nos acaba —nueve meses no son suficientes— , lo encontramos, se lo ponemos, lo bautizamos y nos derretimos al escuchar ese nombre que sale de nuestros labios para caer grácilmente sobre esos ojitos que nos miran desde el fondo de la cuna. Hasta que un día despertamos. En la guardería otra mamá llama a su hijo con el nombre que te has pasado meses escogiendo para el tuyo o un papá grita el nombre de tu hija y otras tres niñas se dan la vuelta a responderle, incluso la tuya. Más tarde, en su curso del colegio nos damos cuenta de que hay más de una Luciana, o de una Brenda, de una María José o de un Ignacio. Estas películas, como los padres y madres, se han sincronizado. Como lo hacen los sistemas biológicos. Sin necesidad aparente de obedecer a una voz que lidere al grupo, de manera orgánica respondiendo al clima exterior y una, muy particular, pulsión interior. 

Y es que más allá de que esta observación valga para constatar, una vez más, que el cine es un organismo vivo, sirve también para comprobar el interés coincidente de estas tres películas por el mundo natural. Sus directores, Carla Simón (Alcarràs), Rodrigo Sorogoyen (As bestas) y Laura Mora (Los reyes del mundo), siguen un movimiento casi simultáneo al tejer sus películas, como las parvadas de aves que en su vuelo obedecen, de manera instintiva, hipnótica y poderosa, el compás de una sola voz. Las tres películas, en un vuelo rasante pegado a la tierra, se han volcado a filmar el mundo rural donde sus personajes luchan por darle un nombre propio a las tierras que trabajan y quieren. Un nombre único, original y definitorio. Un nombre escrito en un papel a modo de título de tierras y que les dé la posibilidad de llamarse, ellos mismos, “dueños” y llamar, a ese lugar, su “hogar”. 

La máxima revolucionaria de “la tierra es de quién la trabaja” parece imponerse y, a la vez, cuestionarse en cada escena de estas películas, sobre todo cuando el que la trabaja es una multinacional de paneles solares (Alcarràs) o la empresa de parques eólicos (As bestas) o forajidos mineros que explotan oro en tierras ilegales (Los reyes del mundo). La mirada sobre la tierra se despoja de todo romanticismo a los ojos de estos cineastas para llevarnos por viajes más bien accidentados, violentos y, a momentos, terroríficos, a ese mundo rural dónde el derecho a contar con un hogar propio es un tema de vida o muerte. 

Ya sea en las plantaciones de durazno que la familia Solé cultiva durante varias generaciones en la tierra sin papeles de la pequeña localidad de Alcarràs en Lérida, o en la granja que una pareja de extranjeros franceses se ha comprado y cultiva en un pequeño pueblo rural de la Galicia profunda en As Bestas, o en los terrenos expropiados por la guerrilla a familias de agricultores pobres en las recónditas montañas de Colombia en Los reyes del mundo, la tierra funciona como un imán que llama la mirada y la atención de estos realizadores y los empareja en un patrón dinámico de observación sobre lo rural que en los años post pandémicos parece ser tendencia. 

Los ojos del mundo entero se han volcado a mirar nuevamente la naturaleza, el mundo rural, los espacios abiertos y verdes, los pulmones del planeta como un acto reflejo de sobrevivencia del mundo post pandémico. Y el cine como el gran ojo de la sociedad no se ha quedado indiferente, busca, como buscamos todos después de años de encierro, aire puro y fresco, campiñas verdes, atardeceres teñidos de una luz cálida y rosada que nos haga creer de nuevo en la salud de nuestros espacios y entornos urbanos. Esta mirada sobre el mundo natural implica para el cine trasladarse en un movimiento que nos lleva, en unas cuantas horas, a los espacios que están más allá de las ciudades, es en esa distancia recorrida donde radica la originalidad de cada una de estas películas. Aunque sean parte del ritmo y movimiento de una misma parvada que se ha sincronizado, cada una brilla con su propia distancia y luz. 

El primer atisbo al mundo natural en las pantallas fue el de Alcarràs. Esta película de la catalana de 36 años, Carla Simón, la primera en estrenarse, fue parte de lo que se conoció como la “Fiesta del cine 2022”, en España, un evento que celebraba el retorno a las salas de cine después de todos los meses de encierro y enfermedad y que buscaba fomentar la asistencia al cine como se retorna a la vida.  La película ganó en el Festival de Berlín, el Oso de Oro, como mejor película. En los recientes premios Goya ha sido nominada a once categorías y no ha conseguido ni uno premio. As bestas también compitió y consiguió cinco premios. La crítica denominó a este fracaso como el “melocotonazo”, pero esto es solo un apunte para después. 

Alcarrás cuenta la historia de la última cosecha de melocotones que hará la familia Solé en una gran extensión de tierras que cultivan hace ochenta años en una pequeña localidad rural de Cataluña. Los Solé son numerosos, son tres generaciones, los abuelos, los hijos y los nietos, y viven todos siguiendo el ciclo de los huertos, rodeados del aroma dulce y feliz de los duraznos. Hasta que de pronto el paisaje de sus días se va desfigurando con la llegada de una empresa de paneles solares que necesita espacio y campo para colocar sus estructuras, poco a poco estas estructuras van tomando y comprando las tierras de los huertos. La familia Solé no tiene papeles actualizados de la tierra en la que viven y el desalojo es inminente.  

La cámara de la boliviana Daniela Cajías filma la tierra metida entre los árboles frutales, en las salas y dormitorios de esa gran casona blanca en medio de los melocotoneros. Se acerca a los rostros de los integrantes de la familia para mirar en sus ojos el reflejo del paisaje que se imprime en ellos, de un paisaje que cambia con los días y que transforma su forma de mirar y de entender la vida sin un hogar, sin el agua de riego llenando los surcos de los árboles de los melocotoneros, sin los días empezando muy temprano junto al sol. Cajías y su cámara no filman nunca a los paneles solares de cerca, los miran de lejos, llegando como intrusos en la noche, como monstruos. Los mira reflejados en el cristalino de los ojos de los Solé, en sus miradas desconcertadas y molestas y así se abre una gran distancia con lo que le sucede a la tierra, una distancia que nos permite mirarla en toda su magnitud y con un cierto desapego. 

María Moreno, en el prólogo del libro de poesía La jaula bajo el trapo de la argentina María Negroni, escribió sobre este desapego, sobre lo que este distanciamiento de la observación y lo denominó “distancia samurái”. La distancia que Alcarràs propone en su mirada de la tierra está representada en esa que se abre en el abismo de los ojos de los Solé, a la insistencia de la empresa de los paneles se oponen los hábitos rurales y de trabajo de la familia, que los sigue a pesar de la amenaza, a pesar de que el mundo se los quiere tragar. Como en la escena inicial cuando los niños de la familia juegan en una Citroën Volkswagen celeste y vieja de los sesenta, su nave espacial, que de pronto se detiene porque sus copilotos miran afuera un extraño objeto, una máquina del espacio exterior, que con su brazo de pala excavadora que empieza los trabajos cerca de su estanque. Ese monstruo excavador de la empresa de los paneles lo vemos reflejado en los ojos de los niños, en los vidrios sucios de la Volkswagen, la distancia de observación funciona como una estrategia de lucha. El samurái, en este caso, marca un lenguaje cinematográfico y una diferencia sigilosa con la relación que ambos, monstruo y familia, tienen con la tierra. 

Esta distancia nos permite mirar la naturaleza sin el apego romántico y engañoso de los exploradores de principio del siglo XIX. La tierra es un lugar puro, sano, pero también violento y, más de las veces, cruel. Las batallas que en ella se libran requieren de estrategias de resistencia más cercanas a la pulsión vital de una vida orgánica, comunitaria, instintiva y poderosa que siguen los organismos vivos. Por momentos, la ética del trabajo en la tierra se enfrenta con la ética de la relación con la tierra e importa más, que ganar o perder, conservar esa relación, ese nexo profundo con la tierra. Como en la ética de los samuráis, lo importante seguirá siendo conservar la integridad, el respeto, el valor, el honor, la compasión, la honestidad y la lealtad; los siete códigos del Bushido.  

Existe también la sincronización de otro sistema biológico; además de las aves y peces, el de las luciérnagas en el sureste de Asia o en México cuya fluorescencia que va al compás de un tic tac puede sincronizarse con el destello verde de otras luciérnagas cuando están en grupo, este destello sincronizado servía para orientar a los navegantes de altamar pues funcionaba como un faro lumínico natural. Ver Alcarrás, junto a estas otras películas que siguen el mismo movimiento en el cine supone dejarse iluminar por ese faro cinematográfico que nos acerca a la tierra y que nos hace pensar en esa indiscutible relación que tenemos con el mundo natural, pero también nos permite descubrir la vibración a la que nuestro propio organismo empieza a seguir.