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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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‘Canción sin nombre’: el exorcismo y el silencio de los 80

Segunda y última parte de la entrevista a la cineasta peruana Melina León, directora del filme que, tras estrenarse en el Festival de Cannes y ser seleccionado por su país para los Oscar, ha sido lanzado en Netflix.
Melina León y su director de foto, Inti Briones.   (RPP)
Melina León y su director de foto, Inti Briones. (RPP)
‘Canción sin nombre’: el exorcismo y el silencio de los 80

La cineasta peruana Melina León (Lima, 1977) se ríe con ironía cuando enumera las cualidades que permitieron a su primer largometraje, Canción sin nombre (2019), abrirse espacio en circuitos internacionales y exhibirse de forma masiva. Cree que hizo todo para ahuyentar a los distribuidores que finalmente quedaron prendados de su filme. Tomó una historia real de violencia de los años 80 (el robo de bebés a familias pobres en Perú y su tráfico al extranjero) y la rodó en blanco y negro, con pasajes hablados en quechua, actores desconocidos y personajes de origen andino. ¿El resultado? La cinta puede verse en Netflix, la plataforma de VOD (Video On Demand) más popular del mundo y el refugio favorito de los espectadores tras el estallido de la pandemias de coronavirus.

La recapitulación lleva a León a colegir que los distribuidores no “son tan tontos” como se cree. Pero, más allá del juicio sobre la  (falta de) inteligencia de quienes deciden qué cine se ve y qué no, intuye que su trabajo reúne unos valores cinematográficos que lo hacen atractivo para públicos especializados -como los festivales donde se estrenó y ganó premios- y otros más heterogéneos -como los que ven Netflix-. Su acabado visual es uno de ellos, la riqueza de su diseño sonoro es otro, el eclecticismo de su partitura aporta uno más, también está su potencia narrativa y la hondura de sus personajes. De todos ellos habla la guionista y directora, en la segunda y última parte de esta entrevista, difundida originalmente en el programa Los 400 Segundos. De todo eso, pero, también, de las deudas que su imaginario cinematográfico tiene con maestros como Mizoguchi, Tarr, Yimou, Jarmusch o Tarkovski. Y por último, de su nuevo proyecto que espera por la postpandemia y de la conciencia sobre la centralidad que hoy ocupan las mujeres cineastas y el cine que aborda lo femenino. 

-A propósito del trabajo de Inti Briones en la dirección de fotografía, que la crítica considera uno de los puntos más altos del filme, ¿cómo fue el proceso de concepción y construcción visual de Canción sin nombre?

Inti es peruano-chileno, y creció aquí en Perú, pero se fue a los 20 años a Chile, porque su mamá es de allá. Pero ya tenía todo el recuerdo de los años 80. El trabajo con él consistía en recordar, recordar lo que habíamos vivido emocionalmente, qué significaba eso, ver películas y luego establecer una confianza. Sé que él, por su lado, se inspiró en la fotografía de Martín Chambi. Conmigo como directora se trataba de recordar y conversar las cosas que habíamos vivido, y escuchar mucho, porque todo el equipo tenía historias de los años 80, a todo el mundo le había pasado algo en esa época. El casting fue también revelador en ese sentido: las personas que venían nos contaban de la hermana que habían perdido en una explosión, del familiar que se había metido a Sendero Luminoso, de los familiares que se fueron del país, que fueron muchísimos, más de un millón de peruanos. Todo eso hizo que el rodaje fuera una especie de exorcismo, donde no hablábamos mucho realmente, sino que veíamos una propuesta y si no funcionaba, veíamos otra, pero muy intuitivamente, porque, además, trabajamos con actores naturales, así que había que adaptarse a ellos, a sus propuestas, trabajar para ellos, no tanto que ellos trabajen para la cámara, sino que ella se adapte a los movimientos suyos y seguirlos.

Luego hubo mucho trabajo de postproducción para encontrar la escala de grises y el grano que se ve en la película, que es como un homenaje a los diarios de esa época que se imprimían en blanco y negro. Por eso es que hicimos el gran esfuerzo de hacer la postproducción a Brasil, porque él (Inti) tenía gran confianza para trabajar con un corrector de imagen, Fabio Souza, un estupendo artista con el que Inti había trabajado en una película de Daniela Thomas. Se trabajaron algunos efectos especiales para borrar elementos que no fueran de la época. Ha sido un largo viaje con Inti, que se inició cuando filmó mi corto de graduación en la universidad. Con él son viajes los que se hacen.

-Esta sensación entre onírica y de recuerdo de la imagen también tiene una correlato en el sonido. En varias secuencias el sonido ambiente tapa los diálogos y solo podemos escuchar ciertos fragmentos, como en la secuencia en lancha, en Iquitos. ¿Cómo trabajaron esta complejidad en el diseño sonoro, que exige mucho del espectador?

Era una pelea que teníamos con el sonidista que vino de las Islas Canarias (España), quien no podía creer la bulla que hay en Lima. Queríamos que la película suene como Lima y parte de eso supone reconocer que no nos escuchamos, que en este país no nos escuchamos. Había eso y también la cualidad onírica que estábamos buscando y trabajamos con el diseñador de sonido. Utilizó un montón de sonidos que a él le evocaban sueños y estuvo muy abierto a las cosas que le iba entregando Pauchi Sasaki, autora de la banda sonora, una compositora peruano-japonesa, Nikkei. Ella es muy amiga mía y es muy apasionada de lo tradicional: ha estudiado música tradicional judía, de la India y del Perú, de la Amazonía y del Ande, y a su vez es una magnífica compositora avant-garde, trabaja con música electrónica. Y eso es tal cual la película: por ratos es de la tierra, con sonidos de música andina con charango y violín, pero en otros momentos, los de terror, mete sonidos electrónicos, como en la secuencia fantasmal en que los personajes se desdibujan. Así fueron entendiéndose a la distancia entre la compositora y el diseñador sonoro (Pablo Rivas), entre Lima y Madrid.

-Una cualidad que emparenta a Canción sin nombre con otras películas peruanas de renombre del último tiempo (Retablo, Wiñaypacha) es la apuesta por el idioma andino, el quechua, que es un factor de identificación para Perú, pero también para los vecinos como Bolivia o Ecuador. ¿Hasta qué punto la decisión de incorporar diálogos en quechua incidió en el interés que ha despertado el filme en términos de distribución fuera de Perú?

Hicimos todo, todo lo posible por que nadie nos distribuya y nos vea (dice con ironía). Hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos para no conseguir distribución (risas). Y tenemos distribución mundial. Surte efecto llevar la contra de vez en cuando. Si haces las cosas con corazón y te conectas con la gente, los distribuidores no son tan tontos (risas). Tenemos quechua, blanco y negro, actores desconocidos, personajes andinos en un país tan racista... Uf, tenemos todo lo que no hay que tener (dice, de nuevo, irónicamente). Y miren cómo va cambiando el mundo, va cambiando la cultura, menos mal, si no, yo no hubiera podido dirigir una película.

-Además de la historia de Pamela y su esposo, los padres a los que les roban su bebé, hay una subtrama en el filme, la de Pedro (Tommy Párraga), el periodista que sigue la investigación de los niños robados, y su relación sentimental con un actor cubano (Maykol Hernández). Se trata de un tema que en el mundo andino sigue siendo una suerte de tabú, el homosexualismo, y que en la película funciona para mostrar los mecanismos del poder para atacar a las personas. ¿Por qué tomaste esta decisión para el personaje de Pedro?

Cuando escribía el guion pensé en otras opciones para el personaje: que esté solo, pero luego pensé que en el Perú es muy difícil estar solo, sobre todo en esa época. Entonces pensé en que tuviera esposa e hijo, pero eso generaba que se asumiera que su interés en la investigación era porque se preocupaba por su propio hijo, y además podía tener un discurso machista, del hombre que salva a las mujeres y yo no quería decir eso. Además, de ser así, el personaje se iba a parecer demasiado a mi padre y habría tenido que hablar de mi madre y del niño que podía ser yo. Me resultaba muy aburrido. Y eran personajes muy testigos, y yo no quería personajes que solo mirasen. Quería que él tuviera una vida propia, que sufriera en carne propia la marginalización. Un día se me ocurrió que fuera gay y, de pronto, todo encajaba y ganaba en complejidad: ya no era obvia la relación entre los dos personajes, que, de alguna manera, son dos personajes marginalizados, llevan una identidad que no pueden sacar a pasear alegremente. De hecho a la actriz (Pamela Mendoza Arpi) no le enseñaron quechua, porque no era algo que se sacara públicamente con orgullo, y tuvo que aprenderlo para sus diálogos en la película. Lo mismo pasa con Pedro, que debe ocultar su identidad y vivir así, con una carga, una vergüenza. Su relación con el cubano ofrece una historia de amor loco que no había con Georgina, una historia luminosa en medio de tanta opresión. Yo misma como guionista me comencé a divertir, le hallé gusto a escribir sobre eso, porque lo otro era muy doloroso.

-Mencionabas que la foto de Inti Briones estuvo influenciada por la obra de Martín Chambi. En tu caso, al margen del recuerdo personal, ¿qué referencias cinematográficas acompañaron el proceso de realización de Canción sin nombre?

Siempre uno tiene sus referentes, que son muchos en mi caso. Me gusta mucho el cine asiático y la literatura japonesa, quizá también porque en el Perú hay tanto migrante japonés. Y cuando descubro ese cine me fascino. Me fascino con las películas de (Takeshi) Kitano, por ejemplo, aunque no sé si haya en mi trabajo algo de su cine. Una película japonesa que me ha marcado es Ugetsu monogatari, de Mizoguchi, en la que hay unas brumas que yo reconozco en Lima, ese misterio que te da. Luego, con Inti vimos muchas películas de Béla Tarr (húngaro), que influencia los planos secuencia y en la búsqueda de la película más desde el silencio que desde el diálogo. Siempre recuerdo que cuando estaba en Nueva York vi una película de Zhang Yimou, que no dirigió, pero sí filmó como director de fotografía, Tierra amarilla (Chen Kaige), una película que me causó mucho impacto, porque es como un homenaje a China: literalmente muestra la tierra, algo que parece obvio, pero no lo es. Jarmusch fue también un impacto para mí. Strangers than paradise, en blanco y negro, fue una película determinante, sobre todo por esa actitud suya de irse por un costadito, de jugar con las formas, de no resignarse a un patrón hollywoodense, buscar en personajes sin un objetivo en la vida, tan libre. Siempre me han interesado directores que van buscando en la imagen o en el misterio. Por supuesto quién no va a mencionar a Tarkovski. Me acordaba mucho de La infancia de Iván, en cómo, a través de las imágenes, él consigue poder decir tanto, por más que fuera la más convencional de sus películas.

-Canción sin nombre habla de víctimas, de la opresión y de un Estado excluyente, pero consigues que los personajes no se vean como víctimas. ¿Cuál es el compromiso de hacer un cine en el que tus protagonistas no sean víctimas ni útiles a una historia, sino que carguen con la historia, que sean sujetos con los que podamos identificarnos y no sentir pena por ellos?

El cine no está solamente para hacer un alegato político. El cine es mucho más que eso. Si solo quisiera hacer denuncia, quizá sería mejor hacer un ensayo, en lugar de a lanzarme a aventuras que duran casi una década de trabajo y esfuerzo. Si no es eso, ¿qué es el cine? Son estos personajes con tantas caras, mostrar la vida en toda su complejidad. Por eso, está bien reconocer las esferas de la política, pero sabiendo que son solo una parte, que hay otras, como los sueños, el amor. Todo eso no lo podemos olvidar y todo eso hace que valga la pena hacer cine. 

-Ahora que Canción sin nombre ya está siendo distribuida internacionalmente, sobre todo gracias a Netflix, quisiéramos saber en qué otros proyectos estás trabajando y cómo los estás enfrentando, sobre todo teniendo en cuenta la forma en que el mundo ha cambiado en el último tiempo, por efecto de la pandemia y otros hechos.

Menos mal que no pienso filmar tan pronto como para que me afecte la pandemia. Espero que volvamos a experimentar el cine y la vida como antes de que tuviéramos que alejarnos. Eso espero, al menos. Con respecto a cómo ha cambiado el mundo es interesante, pues ahora hay una necesidad de buscar directoras mujeres y hablar de personajes femeninos. Eso sí es diferente y, de alguna manera, está afectando el proceso de creación de mi nueva película, que estaba pensando llamarla “San Blas” y la quiero hacer en el Cusco. Estoy en el proceso de escribir el guion, pero lo bueno es que como Canción sin nombre se ha hecho tan conocida y le ha ido bien, hay mucho interés en apoyar esta nueva película. Eso va a hacer que la cuesta no sea tan alta como lo que para Canción..., que le está abriendo puertas a “San Blas” y a otros proyectos.

Los 400 Segundos - Ramona Cultural