Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
  • Actualizado 18:34

Los caminos de Llallagua en la pandemia. Relato de un viaje prohibido en la dictadura

Una narración en primera persona de una travesía durante la cuarentena rígida, en 2020, que se decretó para evitar la propagación del coronavirus: “No podía evitar que mi rencor contra los militares y policías crezca cada vez más. Estaban haciendo sufrir mucho a la gente humilde con toda clase de abusos; todos les tenían más miedo a ellos que al COVID”
Los caminos de Llallagua en la pandemia. Relato de un viaje prohibido en la dictadura. CORTESÍA
Los caminos de Llallagua en la pandemia. Relato de un viaje prohibido en la dictadura. CORTESÍA
Los caminos de Llallagua en la pandemia. Relato de un viaje prohibido en la dictadura

Les escribe un antiguo juku del Phosoqoni. A punta de combo y cuña, y bajo la mirada del Tío, he llegado a ser maestro de primaria y luego director de la Unidad Educativa “La Paz”, del Municipio de Totora. La enfermedad que ha llegado haciéndonos asustar, por andarnos nomás por todas partes, como si a nuestros Achachilas no les debiéramos nada, me obligó a volver nuevamente ante la presencia del Phosoqoni en abril de 2020. A sus pies, en el cruce Oruro, Llallagua, Huanuni y Venta y media, estaba nuevamente parado en el cementerio, con miedo a lo que me pueda decir la coca; capaz podía estar agria. Me he pedido disculpas de las almitas; en la tercera hoja me habló la coca. Estaba dulce. Ya sé que voy a llegar, me he dicho. Tengo que hacer siempre mis peticiones en el cementerio que está en el cruce; en esas tawa esquinas me encomiendo siempre al Tata Santiago y al Tata Panacachi para que los ancestros, los vientos, soplen todo lo que está en los caminos, las trancas, los males, los problemas, los motines… Me he pedido para que no me aparezca un atoj de bajada. Respondido de la coca, ya me he sentido más tranquilo para seguir mi camino. Tenía que pasar tres trancas; en dos de ellas las almitas habían soplado a los policías y militares. En la última estaban todavía. Ya sabía que si me decían algo tenía que recurrir otra vez a mi coquita; hay que revolver las hojas en la ch’uspa para que cambie el destino; dándoles vueltas cambia la suerte, encierra las malas energías, las malas respuestas. Pero no fue necesario, me dejaron pasar como si nada en plena cuarentena.    

“Por fin he llegado a Llallagua”, he dicho en mis adentros. He agradecido al Phosoqoni, a las almitas, a los Achachilas, a mis Tatas y a los “cinta caminitos” (los caminos en la Pachachamama por los que andamos siempre); los conductores, los arrieros, los que caminan, siempre deben ch’allar, dejándole unas coquitas al camino y sobre todo agradecer para que en el camino no haya trancas. He saludado a la almita Amadeo Martínez, la almita degollada, pero no he entrado al cementerio. Le he agradecido también a mi papá… Al llegar me he dado cuenta de que en el camino que he recorrido estaba ya mi respuesta de viaje. “Tatakunachwan antiparqani tukuy laya saqrakunata mayqinpichus ñankunapu purinku” (Con los Achachilas he vencido todos los males que estaban en el camino), he pensado. 

Me he encontrado con calles silenciosas; con las restricciones de la pandemia, no sabía a qué hora se caminaba en Llallagua. Pero he sentido felicidad por haber llegado, todo como yo esperaba. Llegué a casa y solté el llanto… por el momento, por la situación del país, ya no se podía ver a los que querías. Todos los que viajaban a su origen, en ese entonces, pensaban que tal vez ya no podrían ver a sus papás… Frente a la puerta de mi casa le he llamado por celular (la casa es grande) a mi mamá y le he dicho: “Abrime, estoy en la puerta”.  No me ha creído diciendo: “qué vas a llegar y con tantos problemas”. Me ha abierto la casa y me he tenido que tragar las palabras de tristeza y de alegría de un hijo recién llegado. Mi mamá ha llorado, se ha agradecido. Después supe que en ese momento estaba tejiendo, como siempre lo había hecho, un sacón para los fríos de las pampas de María Barzola; pero esta vez el sacón ya no era para mí, era para mi hijo. Deseoso como estaba de verla, no le he contado cómo he llegado… La encontré más cristiana, más suplicante… Sin embargo, sigue estando misteriosamente segura de que estoy recogiendo los pasos de un aysiri: mi abuelo. Él que era muy buscado por la gente que necesitaba de sus manos para poder sanar y encontrar las energías malas para castigarlas. Ella sabe que me gusta el apanado con huevo, papa y arroz; me lo ha cocinado. Después me lo ha hecho sopita de pollo… huallpa chupi.    

Uno de esos ratos, mientras me estaba sirviendo, mi mamá se ha recordado: “A vos siempre te va a acompañar tu papá. Vos has nacido de pies”. En vez de acordarme de mi papá, de repente me he acordado de aysiris buscados que saben curar y me he dicho en mis adentros que ellos han debido ser como él. Siempre que me encuentro con gente que le conocía o a la que le ha curado me hablan de él. Me he preguntado por qué se acuerdan tanto siempre. Me dicen los que no saben y solo lo conocían: “Vos también debes saber”. Otros, que no solo lo conocían y saben, me dicen: “Vos también sabes, pues. Te ha debido gotear tu abuelo su sangre, porque eres el único varón, no hay otro Juanez”. Me he dado cuenta que ya estaba donde he vivido, donde han vivido mi papá y mi abuelo. Ese momento me he encontrado con mi abuelo. Él ha llorado, me dicen, para que no me olvide de su sabiduría y sus conocimientos; para que todo lo que estaba en él se quede en mí. 

Una vez que he terminado de comer, le he llamado a la Blanca, mi khuchkan (mi mitad). Estaba preocupado porque tenía que nacer mi hija y quería saber qué día iba a nacer y ver con quién se iba a quedar mi hijo. Le he preguntado si está bien. No me ha respondido porque estaba enojada; ha pensado que no estaba en Llallagua por tantas cosas que estaban pasando. Entonces me ha entrado más la desesperación de verles.  “Voy a ir como sea”, he dicho. He salido, las calles estaban vacías; he tenido que ir caminando como ladrón, había militares y policías en las calles. Escondiéndome en las esquinas, agazapándome como juku, he tenido que llegar al centro de Llallagua, donde es su casa. Llegando a su puerta no me contestaban mi llamada, entonces he tocado el timbre. Ha abierto mi sobrina y me ha dicho que ya le habían llevado al hospital para el parto; mi hijo en ese rato estaba durmiendo y me lo he cargado para llevarlo a la casa de mi mamá. 

Al volver a la casa de mi mamá, de nuevo me he tenido que acordar cómo andaba por las minas como juku. Las sirenas de los policías me hacían recuerdo a las veces que han amenazado con masacrarnos a los mineros. Algunas las he vivido, otras me han contado; lo grave era darme cuenta que estaba viviendo cómo era una dictadura; ahora estaba viviendo lo que tantas veces me habían contado. Esta vez las sirenas no eran como las de los campamentos donde crecí: ellas llamaban a la gente para resistir. En una de las calles, mientras con una mano cargaba a mi hijo y con la otra sus juguetes, me encontré de frente con los policías y la PM; me silbaron e hicieron sonar un megáfono como advertencia, luego corrieron para agarrarme. Por suerte estaba cerca a la casa de mi cuñada y como ya estaban alcanzándome he pateado la puerta y directo me he entrado. Ahí he tenido que estar un rato porque los milicos y los polis tocaban la puerta amenazando con arrestarme. He esperado a que se vayan y con más susto he salido hacia la casa de mi mamá. 

Ni bien he llegado donde mi mamá, he llamado a mi cuñada para saber cómo estaba mi khuchkan. Me ha avisado que mi wawa ya había nacido; me he desesperado, quería ir a verla, pero al mismo tiempo tenía miedo de llevar el COVID, aunque esas veces no creía mucho en esa enfermedad. Mi cuñada me ha dicho que no podía ir al hospital y que ella nomás podía ingresar porque tenía permiso para circular. Con el miedo y la desesperación les pedía a los Tatas, los Achachilas, los Santos y las Almitas que soplen las enfermedades a otro lado para que mi hija y mi esposa estén bien. Al mismo tiempo, no podía evitar que mi rencor contra los militares y policías crezca cada vez más. Estaban haciendo sufrir mucho a la gente humilde con toda clase de abusos; todos les tenían más miedo a ellos que al COVID.

Esa noche, como a las diez, he encendido el fuego al centro del patio y frente a la puerta del Tata Inti. También el fuego me ha dicho que siga nomás. Estando ya sentado en el patio, en estrecha relación con la coca y el fuego y la mesa, llegó un tío que al verme dijo: “de dónde has conseguido ese plato, porque yo no pude encontrar; están cerradas las tiendas y además no podemos ni caminar por las calles. Esos jach’us (policías) se están pasando. Pero vos qué cosa no encuentras en tu camino...”   

Al recordar las palabras de mi tío me pongo a pensar en esos días tan tristes de 2019 y 2020. En esos meses de golpe de Estado, de pandemia, de clausura del año escolar, me he tenido que dar cuenta de que por donde caminamos todo aprendemos, sin estar buscando nada de nadie. A este juku la muerte no le ha podido vencer todavía; más bien ha aprendido a caminar bien abierto su corazón. Aunque algún rato he khisado (tenido miedo) de cosas de las que no debía tener miedo, he seguido caminando a pesar de tantas cosas. Mi fe en los Tatas y en la Pachamama ha hecho que siga andando, mirando adelante. Como director de una Unidad Educativa de primaria he tenido que escuchar en el 2020 cómo muchos decían que la educación estaba “chao” con la Áñez; que la educación estaba muerta con la clausura del año escolar. En los primeros momentos yo también sentí que todo se había jodido, porque tenía muchos planes para ese año. Pero he tenido que escuchar a los Achachilas para darme cuenta (en esos meses de tantos muertos) de que la muerte y nuestros muertos nos juntan, nos educan, nos hacen más comunidad y nos muestran los caminos para seguir andando.   

Profesor de educación primaria - [email protected]