Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 13:26

La “sirena del horror” y el derecho al adiós silenciado

Cuando las ambulancias rompen la quietud en algún vecindario de España, todos saben que podrá ser la última vez que alguien vea a un ser querido. La cremación no es gratuita en Madrid. El servicio está saturado y muchos cadáveres tienen que esperar más de un mes, según el periodista boliviano Mariano Verdugo.
“Incineraciones con lista de espera”
“Incineraciones con lista de espera”
La “sirena del horror” y el derecho al adiós silenciado

De pronto, aparece la sirena de la ambulancia, ese dispositivo que trae consigo el sonido maldito que anuncia sobre la noticia de que alguien del vecindario deberá ser llevado a un hospital y que, en el peor escenario, será la última vez que una familia se encuentre completa.

No hay tiempo para adioses verbales, mucho menos para abrazos y besos emotivos. Tras el aviso telefónico de que un ser querido presenta claros síntomas de estar infectado con el coronavirus de Wuhan (COVID-19) en España y de que Sanidad apruebe la internación, un grupo de SUMAC Servicios Sanitarios irrumpe en el sitio donde espera el paciente. La escena parece tomada de una película, pero no es ficticia. Todos portan trajes especiales de bioseguridad, cual si fueran astronautas. El objetivo: trasladar al enfermo, que entonces también deviene en una amenaza altamente contagiosa.

“Si sanas, los vuelves a ver luego de la cuarentena, sino, no los ves más. Te incineran. Estas solo en el hospital. Mueres solo. Todo, solo”, relata Ximena Florido, una cochabambina de 49 años que radica en el barrio madrileño de Palomeras y cumple el confinamiento a cabalidad, de acuerdo con lo dispuesto por el presidente español, Pedro Sánchez.

Ximena, que vive junto a su hijo Francisco y su sobrino en un departamento, reconoce que el ruido de la sirena causa terror, tristeza y angustia. “Estás en la casa y escuchas pasar a las ambulancias. Sabes que los llevan. Ves la TV y es un correteo. Entran y se saturan los hospitales”. Ella supo sobre un conocido empleado del “mercadillo”, donde ella también trabaja, que se indispuso y fue llevado de urgencias. Tenía aproximadamente 56 años y había sido operado del corazón (llevaba un marcapasos). “Han hecho lo mismo. Se lo llevaron. Era español. Ya no lo vieron más. Es así. Vienen a tu casa, se lo llevas y sabes que no va a volver”.

La boliviana ha sido considerada como portadora del virus por el Estado español solo por el hecho de haber estado en contacto con su jefa, quien dio positivo a la prueba. No hubo análisis para Ximena. Simplemente, la instrucción de quedarse en casa. La escasez de reactivos hace imposible que se le tomen muestras a todos los que responden a casos “sospechosos”. Solo cuando se presentan síntomas fuertes es el momento en el que intervienen los servicios sanitarios, según su testimonio. “Todos somos positivos hasta que se demuestre lo contrario”, se anima a bromear.

En Madrid, precisamente, se confirmó el deceso del primer boliviano a causa del patógeno aún sin cura. Fue el primero de un total preliminar de cinco compatriotas fallecidos en el exterior a causa del COVID-19, cuatro de ellos en España. Su adiós no será distinto al del resto que falleció por la enfermedad surgida en China. Era cotoqueño, se paseaba por las calles en donde sabía que se concentraba la comunidad boliviana para ofrecer sus dulces, panes de arroz, buñuelos o souvenirs.

Según relata el periodista Alexander Gandarillas, quien vive en Barcelona y conduce el programa radial Radio Studio 54 desde su hogar (montó su propio espacio de transmisión), el compatriota que perdió la vida sufrió un derrame cerebral en 2010, luego de lo cual se vio obligado a ofrecer sus productos de manera informal. Era alérgico al polen, cristiano y muy querido por los bolivianos.

La hermana del extinto tampoco pudo despedirlo. Ni ella tuvo la oportunidad de cumplir el ritual de solemnidad que data de los tiempos de la antigüedad ni el fallecido, de recibirlo. “Conversé con ella, quien me contaba que su hermano practicaba la palabra de Dios. Ella no logró velarlo. El protocolo aquí en España es severo: no pueden entregar un cuerpo que tiene el virus encima. Lo queman. Luego entregan las cenizas”, desglosa Gandarillas.

El periodista beniano Mariano Verdugo (56 años), otro compatriota que radica en Alicante, señala que el primer boliviano muerto por COVID-19 en España gozaba de una asistencia por parte del Estado debido a un impedimento laboral y que solía mostrarse con una camiseta de Blooming. “La familiar del primer fallecido en Madrid, lo mismo me decía: ‘no pude ver a mi primo desde que ingresó al hospital hace 12 días’. Se les queda la imagen del último momento de contacto”.

Según el trabajador de la prensa, la persona que se encuentra infectada, antes de ser trasladada a la clínica, se asegura de cargar un teléfono móvil. Ese es el único elemento que le permitirá mantenerse ligado con el afuera. Entonces, el paciente registra un solo número, que puede corresponder a un familiar o un amigo. Ese será el único sujeto con el que hablará en el proceso que dure la internación.

“La enfermera asignada se encarga de recibir la llamada. Le permiten una sola, apenas para que el paciente diga que se encuentra bien”.

En el peor de los casos, los ingresados no cuentan con allegados al núcleo íntimo. Ahí, la situación es más triste. “En la lista tengo a cuatro de más de 30 sin familiares”, calcula Verdugo, para después destacar un punto: casi todos los bolivianos que están hospitalizados “hicieron caso omiso” a los síntomas, y solo pidieron ayuda cuando experimentaron dificultad respiratoria. “Pretendieron aguantar hasta el máximo y luego vieron que necesitaban ser vistos por el médico. Se han quedado porque resultaron positivo”.

LA CREMACIÓN NO ES GRATUITA Quemar los cuerpos de aquellos que perecieron por el contagio pandémico es la opción más viable para evitar que la infección continúe expandiéndose. No obstante, el servicio se encuentra completamente saturado y, además, no es gratuito.

El artículo del medio El País, titulado “Incineraciones con lista de espera” y posteado el 20 de marzo, avala la afirmación. A continuación, un fragmento: “El protocolo de las funerarias es muy estricto si el fallecido ha sido víctima del coronavirus. El cuerpo debe ser introducido por los sanitarios o por los empleados de la residencia en la que fallezca en un sudario especial. El saco, de color crema, lleva un aislamiento interno que impide cualquier fuga. La cremallera para cerrarlo se sella con un pegamento especial de forma que jamás se puede abrir de nuevo. Su coste supera los 250 euros. El ataúd se pulveriza con una disolución de agua y lejía para eliminar cualquier resto del virus. Además, está prohibido hacer autopsias o recoger muestras del cuerpo y las personas que lo manipulen deben llevar puesto en todo momento un traje especial que les aísle. El féretro se mete en cámaras frigoríficas aisladas del resto hasta la incineración o la inhumación”.

En concordancia con Verdugo, lo riesgoso es, precisamente, que los muertos no son incinerados de un día para el otro. “A este compatriota no lo van quemar mañana ni pasado. Hay un proceso. Si lo creman en un mes, va a ser lo más rápido.  Los gastos de cremación  no lo asume el Estado español. A su familia le están cobrando 2.700 euros”.

Está la opción del entierro, pero antes de ello, los allegados no pueden abrir el féretro, tampoco aquellos que han mantenido contacto con él, en vida, tienen  permitido presentarse al funeral. Los abrazos entre pares, descartados.

España, país en el que reside un gran número de bolivianos, registra más de 11.000 fallecidos, cifra con la que ha superado a China en la clasificación de mortalidad y que lo ha convertido en uno de los tres países del mundo más golpeados por la pandemia.

Así, el último adiós a un ser querido queda pendiente hasta la eternidad.