Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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Estado débil, gobierno débil

Estado débil, gobierno débil

Latinobarómetro publicó sus encuestas anuales hace unas pocas semanas. A pesar de ser poco comentadas en Bolivia (con la excepción de Friedrich Ebert Stiftung y Página Siete), los datos importantes son el de la indiferencia política: a 27% de los latinoamericanos y a 27% de los bolivianos les da igual si un gobierno democrático o autoritario les gobierna, pero además que los bolivianos creen más en la Iglesia católica (65%), las Fuerzas Armadas (41%) y en la Policía (27%), que en el Presidente (23%), el gobierno (25%) y los partidos políticos (16%). Aunque son datos alarmantes, no son recientes. De hecho, son datos que se mantienen entre 1995 y 2015, pero descienden para la última encuesta.

Por ejemplo, la confianza interpersonal en Bolivia se mantiene inalterada de 1995 a 2015, alrededor del 20% confía en la “mayoría de las personas”, pero en el último estudio se muestra en 12%, mientras que la satisfacción con la democracia -que es lo mismo a qué tan satisfecho está un ciudadano con su sistema político- está en descenso a nivel regional desde 2015 (39% en promedio) y en Bolivia se encuentra en la última encuesta de Latinobarómetro, alrededor de 20%. En otras palabras, Bolivia se encuentra en la tendencia regional en la que la democracia está lejos de consolidarse y, como varios países latinoamericanos, arrastra una crisis política desde antes de la pandemia.

Ahora bien, lo especial del caso boliviano son sus clivajes. Como se sabe, las elecciones nacionales desde 2010 nos muestran un escenario dividido entre un partido mayoritario y partidos en oposición que aún no construyen mayorías y se circunscriben mayormente a votos en centros urbanos. Pero, tanto las elecciones nacionales de 2020 como las elecciones subnacionales de 2021 muestran que esto de los clivajes se mantiene o profundiza, pero en todo caso, no soluciona: hay clivajes entre lo urbano y rural que se profundizan (Chuquisaca, Cochabamba, Oruro, Pando y Potosí), clivajes entre lo indígena, lo no indígena, lo urbano y lo rural que se mantienen (La Paz, Beni), y clivajes entre lo regional y nacional (como el de Santa Cruz y Tarija). Todo esto querría decir que la satisfacción con la democracia en Bolivia estaría mediada no solamente por el sistema político nacional, sino también por los clivajes mencionados, aunque estos en realidad son históricos: van desde lo indígena, lo regional o el acceso a las ciudades.

Es decir, la fuerza del Estado boliviano está condicionada por el diálogo del Estado nacional con las fisuras históricas descritas. No solo es que la fortaleza del Estado se remita a su probabilidad de imponer su visión de la mano de su fuerza electoral (o sea, que puede imponer su visión por su 55% alcanzado en elecciones), sino que, como lo demuestra el primer año de Luis Arce Catacora, además del diálogo con las fisuras, es necesario distinguir entre el alcance del Estado boliviano y la eficacia, o bien, su capacidad institucional para cumplir sus tareas fundamentales.

El alcance de las actividades estatales se remite hoy, principalmente, a la gestión en salud y la economía, mientras que su capacidad institucional se remite a la eficacia en la administración pública (cómo lidia con la transparencia, corrupción o rendición de cuentas), el cumplimiento de la ley, y el orden público. En todos los casos, la gestión es caótica: desde el hecho que la cuarta ola encuentre a Bolivia con un 34% de la población vacunada con dos dosis, pasando por las proyecciones económicas del Banco Mundial que indican que el crecimiento está en descenso hasta al menos el año 2023, los excesos policiales durante los conflictos del mes de noviembre de 2021, el ránking de Transparencia (desde 2015 que Bolivia baja del puesto 98 al 123 en 2020 en el Índice de Percepción de la Corrupción), pero además la debilidad preocupante del poder Legislativo en comparación al poder Ejecutivo, son todos hechos que nos hablan que hoy no hay un Estado más fuerte o más democrático que en 2019, y tan conflictivo y sumido en posiciones antidemocráticas como en ese entonces (las declaraciones de una senadora de oposición, como las de Rómulo Calvo, así como la misma Ley 1386 son los mejores ejemplos al respecto)

Aunque lo del Estado débil boliviano puede remitirse a elementos estructurales, la situación actual es similar a los años 90. Justamente, el Latinobarómetro muestra que el año 1997, el 55% de los bolivianos preferían la democracia a cualquier otra forma de gobierno, mientras que, en 2009, el 71% (es el punto más alto), y en 2020, de nuevo, 55%. Si a esto se agrega que uno de los elementos de los conflictos de 2021, son los errores de comunicación gubernamental en lo que respecta a las leyes 1386 “Estrategia Nacional de Lucha contra las Ganancias Ilícitas y Financiamiento al Terrorismo” y 342 “Plan de Desarrollo Económico y Social 2021 – 2025”, pero además a la no promulgada Ley “Contra la Legitimación de Ganancias Ilícitas”, y que son normas en las que el presidente Arce ha retrocedido, hablamos de que ya no se trata solo de un Estado históricamente débil, sino también uno en el que las decisiones están concentradas en lo técnico y, por tanto, el consenso es ausente. O sea, si entendemos por gobierno, al ejercicio del poder Estatal, vemos que es igualmente débil. En todo caso, no se trata de que el Estado deba reducirse o aumentarse, sino que se vuelva eficiente, y no es el caso boliviano.

En pocas palabras, el contexto indica que Bolivia está más cerca de 1997 que de 2009 y que la confianza interpersonal y en el sistema político no muestran indicios de levantarse.

FORO

Wim Kamerbeek Romero

Politólogo

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