Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
  • Actualizado 13:20

A caballo regalado…

A caballo regalado…

Durante las efemérides del pasado septiembre nos desayunamos la noticia que frente a las graves consecuencias económicas y sociales que ha traído la pandemia, el mejor regalo para Cochabamba sería la construcción del edificio más alto de la ciudad, ubicado en la zona más turística. No podemos negar que resulta al menos interpelante ver cómo se presenta la oferta de departamentos y servicios de lujo, ubicados en un entorno exclusivo, como el mejor aporte a la ciudad, más aún utilizando a la crisis como argumento de venta. Evidentemente la mediatización de este tipo de emprendimientos como obsequios, como acciones llenas de amor y desprendimiento, responde a una lógica publicitaria promovida por quienes se benefician de ellas, y que, además, están en todo su derecho de hacerlo. Sin embargo, y más allá que el querer hacernos creer que se nos hace un “regalo” resulta bastante patético, nuestra crítica no pasa por una oposición simplista a estas actividades o al progreso de la ciudad en general, como ya se escucha resonar dentro la cabeza de muchos lectores, sino que pretende cuestionar lo que se encuentra detrás.

Lejos de haber aprendido algo de estos largos meses, que han evidenciado la necesidad de repensar la manera en la que funcionan y se desarrollan nuestras ciudades, algunos sectores se aceleran para consolidar situaciones que les sean beneficiosas antes de perder la oportunidad estratégica que les aporta el uso tendencioso del discurso de la reactivación económica. Si a escala territorial (para no reducirlo a lo rural) se nos está imponiendo cínicamente el millonario y devastador negocio privado de la agricultura transgénica como la mejor solución ante la escasez alimentaria, a escala urbana el monocultivo de construcciones destinadas a la especulación inmobiliaria se presenta abiertamente, no solo como estrategia empresarial, sino como directriz para la toma de decisiones de la gestión municipal, todo a costa de la erosión de las condiciones de la vida urbana.

Podría argumentarse que, más allá de su responsabilidad en la bochornosa pobreza arquitectónica de la gran mayoría de las construcciones, no es el rol del sector de la construcción el hacer frente a los procesos de degradación urbana, de privatización de espacios públicos, de mercantilización de la vivienda hasta el paroxismo (como diría Enrique Viale), de homogenización de la escala barrial, de degradación ambiental, de la profundización de las desigualdades socio-espaciales, etc., sino que toda esa responsabilidad recae sobre los gobiernos y concejos municipales y sus instrumentos normativos. No obstante, con una mirada menos “ingenua”, puede evidenciarse que las complicidades entre unos y otros ha configurado un tablero de juego en el que la ciudad resulta siempre perdedora.

Cuando se trata de señalar los impactos de la especulación del suelo en zonas agrícolas o forestales producto de los famosos loteadores, las indignaciones están a la orden del día. Sin embargo, en suelo urbano consolidado los actores promotores de su sobreexplotación no solo actúan con total libertad, sino que gozan de un marco legal que se ha configurado practicante a pedido.

Podría argumentarse también que esto es mera especulación, pero resulta muy difícil explicar la generación de ciertas leyes municipales (Ley 204/2017 de regularización de lotes y edificios, una suerte de continuidad de la Ley Nacional 247/2012,  Ley 211/2017 de edificios sustentables, Ley excepcional 661/2020 de fomento a la construcción) que sin argumentos técnicos ni rigor conceptual facilitan la especulación inmobiliaria y del suelo, sin considerar al lobby de la construcción como variable fundamental de la ecuación. En este contexto ¿quién estaría recibiendo “regalos” de quién?

Constantemente voces técnicas y académicas reclaman la necesidad de planificar la ciudad, lamentablemente este pedido siempre va a ser estéril mientras que no se incluya en las demandas la revisión crítica y la renovación profunda de nuestros instrumentos normativos. La planificación debe cuestionar también con qué se planifica, para quién se planifica y, en función de lo expuesto, quién es realmente el que planifica. Por otro lado, es también tiempo de asumir la parte de responsabilidad de nuestras acciones como profesionales arquitectos, urbanistas, constructores e ingenieros, cuyas concepciones y acciones sobre la ciudad dejan cicatrices muy difíciles de borrar.

Finalmente, este urgente trabajo de renovación implica la participación activa de quienes inciden directamente en la formación de esas concepciones de ciudad. Las universidades, específicamente en lo que concierne a la formación de profesionales del espacio (arquitectónico, urbano y territorial), deberán también hacer autocrítica. No solo para mejorar la calidad estética de la ciudad, sino fundamentalmente para propiciar la generación de miradas profundas y sensibles hacia ella,  reconociéndola como suelo fértil para la vida colectiva y no como campo de explotación de recursos. No es suficiente formar profesionales que respeten las normas, o que sepan moverse cómodamente entre sus vacíos, hacen falta profesionales que, con una profunda comprensión y respeto por la vida urbana, las critiquen y las enriquezcan. ¿No sería esta complicidad, academia y gestión municipal, mucho más beneficiosa para todos que la otra?, ¿No podría hacerse de esta manera contrapeso en favor del goce incluyente y no mercantilizado de la ciudad?, ¿No tendríamos así mejores “regalos” que ofrecernos? y ¿no fluirían estos en la dirección correcta?


MAURICIO ANAYA ZUBIETA

Arquitecto/urbanista y miembro de Taller Colectivo ReHabitar

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