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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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La normalización de las microviolencias

La normalización de las microviolencias

Visibilizar una parte del cúmulo de violencias que supone nacer mujer en un sistema patriarcal no es fácil, genera incomodidad, irritación e incluso molestia, que muchas mujeres hemos sentido al poder diferenciar y reconocer cómo estas han sido implantadas al punto tal de normalizarlas, micro-violencias aplicadas a la estética del ser mujer como parte, muchas veces irreconocible y entrañable, de la violencia cultural, basada en ideas, actitudes, razonamientos que promueven, legitiman y la justifican.

Microviolencias que promueven madres, padres, hermanas, hermanos, etc., señalando el cuerpo de la niña que está sufriendo cambios durante la pubertad, promoviendo de la misma manera el odio y rechazo a esos cambios; una madre, preocupada por ese rechazo e incomodidad se prestará a comprarle ropa que ya no se asome a la representación estereotipada de una niña (tampoco encontrará prendas cómodas en las tallas que precisa), que deberá acomodarse a la idea de comprar prendas que resalten los nuevos “atributos” de la muchacha. Así el armario de la niña se irá tornando en un armamento lleno de sostenes de copa, shorts o jeans desgarrados, tops que le permitan enseñar la cintura y una que otra faja, porque, además, la industria de la moda así lo dispone… el padre se preocupará en caso de que la niña no quiera vestir de rosa o con ropajes que acompañen el constructo de su género, reprochándole a la esposa la poca enseñanza sobre feminidad que le ha dado a la niña. ¿Y los hermanos? Los hermanos estarán recordándole lo gorda o flaca que está de manera casi consuetudinaria...

Así, las microviolencias contra las mujeres van adquiriendo cada vez mayor relevancia en cuanto a la observación conductual de las mujeres: que su comportamiento sea siempre el esperado y adecuado a la moralidad de turno. Es decir, que la mayoría de las mujeres que ingresa, “por voluntad propia”, a un certamen de belleza, asume cumplir con todos los roles y estereotipos asignados (ser joven, estar soltera, no tener hijos, poseer conducta moral intachable, ser delgada y de figura armoniosa, ser bonita de rostro y simpática de trato, etc, etc), legitimando el sometimiento a todas esas microviolencias que forman parte de una violencia invisible inherentemente simbólica de la que tanto se ha hablado en días pasados.

La justificación de concursos de belleza se hace entonces una forma de violencia que se sostiene y legitima desde las relaciones de dominación de género, de manera que se vea como una causa razonable para excusar la reafirmación de los estereotipos de género junto a la cosificación y explotación del cuerpo de las mujeres desde temprana edad: diecisiete años.

Entonces nace una cuestionante: si para que una mujer pueda ejercer algunos derechos como obtener una licencia de conducir, votar, administrar y disponer libremente sus bienes, comprar y vender propiedades, heredar y administrar los bienes heredados, debe tener la mayoría de edad, ¿por qué ésta si puede firmar contratos con “promotores de belleza” cediendo el uso de su imagen?

Hemos visto pretenciosas críticas construidas por hombres y mujeres, que en vez de visibilizar los conflictos estructurales y las violencias, se sumergen en la ambigüedad de quien trata de reforzar que los concursos de belleza son indispensables para que las mujeres sigamos siendo objeto innegable de consumo.

Desde la constitución patriarcal, el cuerpo de las mujeres se ha hecho apropiado para el placer, la obediencia, el consumo, como depositario de belleza, de identidad maternal y como materialidad para el control de la reproducción y la vida, características que analíticamente, como sujetos de dominación, nos hacen responsables de su prolongación y continuidad o, por el contrario, de su crítica y abolición.

Ingrid Román López

Comunicadora social con especialidad en poder, género e interculturalidad. Activista feminista

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