El retorno de Ponciano
No tengo duda alguna de que Ponciano era un admirador de Aníbal Troilo, que entre pincelada, mazo o lo que utilizaba, musitaba quedo el Nocturno al Barrio: Alguien dijo una vez/Que yo me fui de mi barrio/¿Cuándo?, ¿pero cuándo?/ !Si siempre estoy llegando!/
Así nomás era Ponciano, desde que nació en 1927, cerca de un lodazal. Creció con el barro entre los dedos y la inspiración en el alma, convertía la masa en toro que embiste o en cóndor nostálgico con las alas infinitas. Sus maestros, nada menos que don Raúl Prada y Alejandro Guardia, le insuflaron confianza e incitaron a conocer proporciones y perspectivas, patrocinaban el surgimiento del genio interior; le insuflaron ahínco, dedicación, esfuerzo y pasión en el trabajo creador. De esa manera, se forjó el genio en crisoles que exigían nuevos horizontes, otros suelos para plasmar sus sueños. Pretendió las Europas, pero radicó en Buenos Aires, quizás pretendiendo no alejarse tanto del barrio que lo vio nacer; de los muros, los paneles y grabados que evocaban el valle y sus colores. Elías Blanco, el recolector de la memoria cultural de la patria, en su Muro del Aparapita, inserta la opinión de un crítico de arte argentino: “En Ponciano Cárdenas hallamos que su condición de nativo lo mantiene sujeto a un sentido nacional del planteo expresivo, sin apartarse del preludio teórico que lo emociona. Su imagen se produce dentro de un argumento plástico geometrizante de riguroso equilibrio clásico, manteniendo a la forma un poco encerrada en sus valores naturales, como si no pudiera romper los lazos embrionarios que lo unen a los orígenes de los símbolos que se propone plasmar, lo que da a su obra un sensible aspecto de friso”.
No nos es dable añadir una coma; pero, eso sí, atestiguar que los lazos embrionarios con su tierra lo encadenaron. De esa manera, volvía a ella constantemente, para dejarse acariciar con los embelesos del recuerdo. Cuando lo conocí, constaté que su equipaje pesaba una tonelada, un obsequio escultural para su tierra de origen: la madre abrazando amorosamente al niño salido de sus entrañas, tanto dorso como torso muestran las huellas profundas del desgarre; pero, al mismo tiempo, la escultura es una indudable elegía a la fecundidad, algo así, como el agrietamiento de la tierra ante el empuje de la semilla que se esfuerza en ser flor.
Cochabamba recibió agradecida y conmovida ese regalo del hijo artista. Las autoridades municipales de entonces situaron el presente en el lugar más adecuado y emblemático: la plazuela que se encuentra frente a la maternidad Germán Urquidi, elevaron el pedestal adecuado y la circundaron de flores. No imaginaron que la plaza iba a ser sitiada por quioscos con colores chillones convertidos en comedores.
Hace cinco meses, Ponciano entregó su alma a Dios en tierra ajena que se volvió suya, fue su deseo que sus cenizas vuelvan a lugar de origen primigenio y así es ahora, descansa en la tierra junto a otros restos de artistas que dieron a su tierra una nueva pincelada, unas letras que engalanan, pensamientos que dan flores o una tonada que evoca el pañuelo de la cueca.