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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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REVISANDO LA CINEMATOGRAFÍA BOLIVIANA DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS

Una cuestión de fe

Una cuestión de fe



Acaba de salir de imprenta el libro Una cuestión de fe. Historia (y) crítica del cine boliviano de los últimos 30 años (1980-2010), de Santiago Espinoza A. y Andrés Laguna, cuyo lanzamiento oficial será en un par de semanas. Se trata de una nueva aproximación a la cinematografía nacional de las últimas décadas, que viene a complementar el trabajo anterior realizado por los autores, El cine de la nación clandestina, en un esfuerzo por cubrir el vacío bibliográfico sobre el audiovisual boliviano reciente. A manera de celebrar esta nueva publicación, realizada gracias a una beca de la Comisión de Fomento a la Cultura de la Fundación Herrmann y editada por Nuevo Milenio, adelantamos un fragmento de su parte conclusiva.

Los últimos treinta años han sido determinantes para la historia del cine boliviano, pues no sólo sus temáticas, reflexiones y preocupaciones se han multiplicado, sino que gracias a la llegada del digital, nunca antes había sido tan fecundo y accesible. Si bien desde su nacimiento el cine boliviano ha sufrido muchas transformaciones, en este último periodo vivió algunas de las más radicales, nunca antes fue tan fácil realizar una película en nuestro país. Gracias a las revoluciones tecnológicas, vivimos tiempos en los que el cine está al alcance de prácticamente cualquiera, lo más interesante es que su accesibilidad no sólo se limita a la producción, sino también a su consumo y a su distribución. Hoy día ya no es complicado que los realizadores y los espectadores estén al tanto de lo que se está haciendo, reflexionando y proponiendo en el resto del mundo. Jamás la cinematografía nacional tuvo tantas posibilidades de dialogar y de interactuar con otras visiones artísticas, con otras cosmologías, con otras estéticas y con otras éticas.

La considerable reducción de casi todas las limitaciones que representa el boom  digital y su constante evolución, abrió la posibilidad de hacer cine barato, sin necesidad de tener enormes conocimientos técnicos y académicos, representó una suerte de ruptura de reglas que muchas veces, a causa de la falta de lucidez y de la ignorancia, tuvo resultados desastrosos. Pues si bien todo proceso creativo fértil implica la ruptura de las reglas establecidas, por lo menos en teoría, primero se las debe conocer y se debe saber por qué se las rompe. Siguiendo el ejemplo de Picasso, que se pasó buena parte de su juventud copiando a los grandes maestros para, después de asimilar sus técnicas, romper con la tradición e innovar, para revolucionar al mundo con el cubismo o el surrealismo, los directores bolivianos deben sentirse en la obligación de ser maestros en cine clásico, antes de aventurarse a realizar proyectos arriesgados y personales, deben conocer los cimientos que los sostienen.

Lo que es innegable es que, desde 1980 hasta 2010, en algunos casos muy puntuales se logró renovar el discurso fílmico nacional, se buscaron caminos alternativos a los construidos por los indiscutibles popes del séptimo arte en Bolivia, Jorge Ruiz y Jorge Sanjinés, que a su manera marcaron con fuego nuestro imaginario y nuestra forma de pensar a la cinematografía. Algunos directores realizaron sus películas con inteligencia y libertad, sin dejar de dialogar y de nutrirse de la extensa, de la vital, tradición local y global. En ese sentido, se debe mencionar con especial admiración a lo que hicieron Marcos Loayza en Cuestión de Fe, Rodrigo Bellott en Dependencia sexual, Martín Boulocq en Lo más bonito y mis mejores años, Miguel Valverde y Alexander Muñoz en Airamppo. Semilla que tiñe, Tomás Bascopé en El ascensor, Germán Monje en Hospital obrero y, tal vez el punto más alto del cine boliviano de los últimos años, Juan Carlos Valdivia en Zona sur, entre otros.

En la última década se ha discutido hasta el hartazgo sobre el verdadero valor del digital, sobre su legitimidad, sobre la posibilidad de hacer cine con un formato que no tiene la misma calidad –de imagen y de sonido-, pero en los debates se suele olvidar lo esencial. Como decía Jean-Luc Godard en una entrevista que le concedió a la edición francesa de Cahiers du Cinema, publicada en abril del 2000: “Lo importante es qué se hace y por qué se hace”. No el soporte en que se hace. Así como el celuloide tiene convenientes e inconvenientes, el digital también los tiene, siempre los tendrá, entre los más graves y los que más daño le hacen al cine boliviano está la proliferación de la falta de rigor. Pero estamos convencidos que debatir sobre las bondades y carencias de un soporte, es un diálogo formal, casi estéril, poco trascendente. Lo que nos debe interesar, lo que nos debe desvelar, son los discursos y propuestas del cine boliviano. Hemos dicho incesantemente que gracias al boom digital potencialmente todo el mundo puede hacer cine. Las posibilidades están abiertas. Ahora, sólo queda esperar a que se haga más cine, no remedos de cine. Pues, se sabe, el arte cinematográfico debe ser mucho más que registrar con una cámara una sucesión de hechos, debe contener una ética y una estética, además, éstas deben ser coherentes entre ellas.

La enorme proliferación de películas, realizadas en diferentes soportes, con diferentes técnicas, con diferentes discursos, con diferentes objetivos, con diferentes propuestas, con diferentes intereses, con diferentes argumentos, con diferentes temáticas, nos conducen a repensar qué es el cine boliviano, a repensar cómo se puede definir al cine boliviano. Han quedado muy lejos los tiempos en los que se podía decir sin pestañear que el cine nacional es un arte preponderantemente indigenista, político o de denuncia. Se podría ensayar una respuesta rápida, que caiga en facilismos, y apuntar que es un “cine de la diferencia”, un “cine pluri/multi”, siguiendo la dinámica de los discursos políticos en boga. Pero eso sería tan vago como poco preciso. Pues, después de todo, casi todas las tradiciones cinematográficas se constituyen a partir de la diferencia, muchas tradiciones suelen construir una gran tradición que los críticos e historiadores tienden a llamar con grandilocuencia “Cine nacional”.