Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Una chela con Nacho Vegas

Carlos Velázquez publica por primera vez en Bolivia bajo la novel firma Sobras Selectas Editorial. El mexicano, uno de los narradores más reconocidos en su país y la región en la actualidad, llega al país con un compilado de crónicas intitulado Aprende a amar el plástico, que fue presentado el reciente viernes. El libro tiene un precio promocional durante la Feria Internacional de La Paz y puede encontrarse en el stand R12 del bloque Rojo. Compartimos uno de los relatos contenidos en este volumen.
Una chela con Nacho Vegas



Después de perder un vuelo y que el siguiente se retrasara 4 horas por fin aterricé en Monterrey. Había extraviado mi maleta y vestía la misma ropa desde hacía tres días. Apestaba, a cruda, a sudor, a mal sexo. Tengo problemas con mi manera de beber. Tras blackoutear en el Vive Latino me había prometido tomarme un break con el alcohol. Pero antes de largarme a casa cumpliría mi última asignación: entrevistar a Nacho Vegas.

Arribé temprano al backstage del Escena. Un regimiento de tellas de tinto, cerveza y whisky me hacían guiños. Reconsideraba seriamente mi relación con el trago, así que me amarré un güevo y, bocadillo en mano, aguardé a que apareciera Nacho. No demoró ni 10 minutos. A diferencia de mí, que traía todo el look de poeta maldito, su apariencia era impecable. Ya no era el Nacho que lucía hinchado. Era evidente que se estaba tomando unas vacaciones de la heroína. Pareciera que nada le causa estragos por este tiempo. Al observarlo me vinieron a la mente estas palabras de Leonard Cohen: «Intenté usar jeans, pero nunca me sentí cómodo en ellos». Nacho portaba un traje. Creo que nunca lo he visto vestir de otra forma. Por ahí circula un video en el que aparece con pantalón de mezclilla (Nacho en la azotea de un edificio tocando una versión en español de «A Simple Twist of Faith» de Bob Dylan). Una excentricidad.

Antes de sentarnos, me ofreció una cerveza. Enseguida se encendieron los focos rojos y la sirena de alarma comenzó a sonar. El asunto no era una cerveza. El pedo era que en cuanto me diera un primer trago no podría detenerme. Pero cómo decirle que no a Nacho Vegas. Qué importa que hubiera blackouteado. Que hubiera perdido un vuelo por quedarme ahogado. Que tuviera el hígado hinchado. Que otra mujer me hubiera abandonado. Que a esa primera chela le sigan 20 más. No se departe una cerveza con Nacho Vegas todos los días. Me destapé una birra y nos deseamos salud.

Aquella noche Nacho decidió no conceder entrevistas. Qué lo motivo a último minuto a recibir a un güey desastrado y chamagoso, me es incomprensible. La única conclusión posible es que Nacho, además de ser un poeta maldito, un cantautor superdotado, un yonqui (o ex yonqui), es un tipo generoso. No suelo pedir autógrafos. No casa con la imagen de chico duro. Pero Nacho me inspiró una confianza inusual. Me firmó un disco para la madre de mi hija, que es su fan. La sencillez de Nacho estaba bastante allegada de la pose del rockstar. Debajo de su lucidez, ocultas por la rigurosidad de su saco, por la caricia de su camisa de vestir, podía adivinar sus venas perforadas. Nunca se ha visto a Nacho en camiseta.

No acudí como un grupi, pero fui sincero cuando le confesé a Nacho que jamás esperé que un disco de él (Resituación) lo conectara más con el público que El manifiesto desastre. Menos con un álbum con cierto contenido de denuncia. «Hombre, pues muchas gracias», me respondió con asombro. Y es que apuesto a que más de uno, puede que hasta el mismo Nacho, pensamos que El manifiesto desastre era un conjunto de canciones que ocuparían un lugar insustituible en la piel de sus seguidores. Uno de los tracks de Resituación, «Ciudad vampira», es una libre adaptación de «Devil Town» de Daniel Johnston. Nacho me confesó cómo comenzó su carrera. La primera canción que él tocó en un escenario fue «True Love will Find You in the End», una rola que han covereado tanto Beck como Wilco.

La banda se disponía a salir al escenario. Nacho me obsequió un apretón de manos. Y me invitó a quedarme tras el cortinaje del Escena. Pero, pese a lo glamoroso que supone ver un concierto desde ese sitio, siempre he preferido medirle la temperatura a las presentaciones desde el público. Ya valió madre, me dije. No es día para regenerarme. Fui a comprarme una chela con la conciencia de que no sería la única. Armado con un litro me interné entre la raza. A los 2 minutos se detuvo junto a mí Andrés Vela (esta será una noche larga, calculé, pero no sabía qué tanto). Había asistido solo. Con un boleto que le había regalado su ex novia. Quien también estaba en el recinto.

Puedo presumir que fue una noche especial. Nacho tocó «El hombre que casi conoció a Michi Panero», una canción que ya no interpreta en vivo. Fue desgarradoramente emotivo. Como cuando Radiohead toca «Creep». El concierto terminó y, aunque estuve tentado a volver al backstage, acepté la invitación de Andrés al Beto’s Bar. Uno de los lugares más cutres e insalubres del centro de Monterrey. Como me gustan, pues. Chaka pero rocker. Entramos y, oh, sorpresa, quién estaba ahí. La ex de Andrés. Por qué no nos fuimos al Chac Mool, me lamenté. No nos quedó más opción que unirnos a la mesa. Y durante cuarenta y cinco minutos, mientras todos se deshacían en elogios acerca del concer de Nacho, se respiraba una atmósfera de tensión sexual combinada con encono y resentimiento. Me dediqué a ignorar la situación embarazando a la rockola de monedas.

De repente Andrés y su ex estaban besándose. Ah, otro final feliz, aventuré con ingenuidad. La noche transcurrió con tranquilidad. Pero a las 3 de la mañana los muchachos ya no pudieron más con la calentura. Con el plus de que era ofensivo que tomara un taxi, me darían un raite y luego se marcharían a coger. Idiota, ignorando las palabras de Nacho que dicen «en la práctica las cosas nunca salen como uno querría», acepté. Me incrusté en el asiento trasero del auto de la ex con una chela en la mano. Había blackouteado, perdido un vuelo, dormido mal en una semana, pero en unos minutos estaría acostado en una cama. La promesa de reposo me adormiló.

Me despertó un sacudidón del carro. Andrés estaba aferrado al volante y, aunque modorro, supe que no lo soltaría. Se gritaban no sé qué mierda. El pie de la ex se hundía más y más en el acelerador. Puta madre, qué hago, gemí. Nos volamos un rojo. Entonces el peso del brazo de Andrés hizo que el coche girara y entramos por una calle en sentido contrario. Las luces de los coches me hicieron pensar en que no había pagado el internet. Un nuevo giro nos sacó hacia un bulevar. Subimos el paso a desnivel y pensé que volaríamos como en una escena de película de acción. Pero yo no soy doble, gimoteé. Pinche Nacho Vegas, maldije. Yo ni siquiera iba a tomar. Por fortuna no caímos, pero invadíamos carril tras carril hasta que casi chocamos con un tráiler. Entonces la divina providencia dejó de friendzonearme. No sé qué ocurrió, pero el carro se mató. Aproveché para abrir la puerta y bajarme. Me alejé hacia la banqueta mientras oía que alguien estaba tratando de arrancarlo.

No reconocí el rumbo. Me parecía que estaba cerca del aeropuerto. ¿Nos alejamos tanto? No circulaba ni un puto taxi. Resignado, comencé a caminar. Dos horas después me topé con el periférico. Y continué mi andanza. Llegué a casa de Óscar David López (donde dormía) cuando estaba amaneciendo. Casi morí por culpa de Nacho Vegas. Me desmayé sobre la cama y dormí 24 horas. No recuerdo que soñé, pero sí que amanecí miado.

Escritor