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  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Quién puso la M en Monterrey

La editorial alteña Sobras Selectas presentará esta semana en Cochabamba dos de los nuevos títulos de su colección. A continuación, publicamos un fragmento de una crónica del reconocido escritor mexicano Carlos Velázquez, parte del compilado intitulado Aprende a amar el plástico. Este libro se presentará el próximo jueves en el Café Veneziano (Lanza No. 147) a las 19:30.
Quién puso la M en Monterrey



Mi vida se había convertido en un sucesivo perder y perder vuelos. Hasta que me dije ¡Basta, Carlos Manuel! No se trataba de una manda. Ni mucho menos un propósito de Año Nuevo. Soy malo con las promesas. Para lo que sí soy bueno es para superar las crudas morales. Entonces, como si de remontar una resaca se tratara, me repetí ¡No más, Carlos Manuel! Por supuesto que mi determinación se quebrantó a la primera. Ese año perdí ocho vuelos. Sin contar los autobuses, taxis, dílers, mujeres, editores potenciales, amigos, etc. Había perdido vuelos nacionales e internacionales. Siempre me había valido madre. Era obvio que no los pagaba yo. Pero como alude el lugar común: siempre hay una primera vez. Me encontraba en Guadalajara. La fiesta había estado tan intensa en la Feria Internacional del Libro que perdí el avión a Monterrey. Me quería trepar a las paredes: Morrissey se presentaría al día siguiente en Regiolandia.

Como un émulo de Raoul Duke, llegué al mostrador de Aeroméxico, pedísimo, sin dormir, después de sobrevivir a salvajes noches de cocaína y a otras tantas de tachas. Llegué como la promesa malograda en la que me he convertido. Injurié hasta el escándalo a la señorita de la aerolínea porque no había lugares disponibles en los vuelos del día siguiente. Se ofrecía a ponerme en lista de espera, pero no podía asegurarme que me fuera a trepar en aquel avión. No podía arriesgarme. No mientras mi papacito Moz estaba en la tierra del cabrito. Drogado, como andaba, agarré todas mis chingaderas (30 kilos de libros, la compu y dos maletas con garras; no entiendo por qué siempre me sucede lo mismo: cargo con un madrazo de prendas, pero siempre me pongo la misma pinche sudadera y mis eternos Levi’s) y me lancé a la central de camiones.

Al final no resultó tan mala idea el camionazo. Me subí a uno de línea ejecutiva (en aquellos asientotes se podía filmar una película porno), me metí dos tafiles con una Tecate caliente, me puse mis audífonos y me desmayé las doce horas que duraba el viaje.

La primera vez que vi a Morrissey en vivo fue con la gira del álbum You’re the Quarry. También en Monterriegues. Recuerdo que toda la banda salió de tacuche, blanco, y Moz de negro. Qué conciertazo. No solo estaba presenciando a uno de mis héroes de juventud (insisto: taras, producto de haber sido adolescente en los 90), sino que además tenía frente a mí el regreso más espectacular del mundo de la música. La vida en LA destruye, y el ex vocal de los Smiths se había clavado gacho en la Biblia, hasta que decidió ponerse las pilas, le metió durísimo a la dieta South Beach (desayuno: jugo de verduras V8, dos huevos revueltos con pico de gallo y café con leche descremada; media mañana: frutos secos; comida: salmón con guarnición de verduras; merienda: rollitos de jamón con queso; y cena: rollos de atún con hoja nori) y volvió con un disco que le valió el Grammy.

Llegué a Monterrey a las siete de la mañana. Los tafiles me habían metido tal derechazo que no desperté pese al pestazo que se desprendía del baño; el chofer tuvo que sacudirme violentamente para que reaccionara. Apenas abrí los ojos sentí el patadón proveniente del retrete. Había estado en coma todo el viaje, pero podía adivinar lo sucedido en el trayecto: por culpa de la peste todos los pasajeros se arrecholaron en la parte delantera del camión, y, atrás, yo solo: roncando a mis anchas, pedorréandome sin pudor y con una erección. Recordé cuando bajaba del bus que había estado soñando con la vagina de Serena Williams.

Pensaba que mi aspecto me hacía lucir huraño, pero no, parecía un psicópata. Los lentes oscuros me defendían del sol, pero no disimulaban mi aspecto. Una línea de baba amarillenta y pestilente atravesaba mi rostro. Trastabillé por la calle hasta internarme en el metro. Quería botar todas mis pertenencias y meterme en cualquier cantina. Quería coca. Quería un travesti. Pero me conformé con llegar hasta la casa de Nuestro GG y tirarme sobre un sofá.

Desperté por la tarde con una facha peor, con cara de maniático sexual reprimido, y había soñado ahora con la vagina de Venus Williams. Buenos días, querubín, me saludó Nuestro GG. Me metí a tallarme la dona y le tumbé el chocolate. Hacía más de 48 horas que no me bañaba. Creo que olía más culero yo que la letrina del autobús. Más ojete deben apestar las vaginas de las Williams después de un partido, me dije. Salí de la ducha revitalizado. Ansiaba inyectarme. Coca o lo que fuera. Fe o religión. Quería un subidón. Pero Nuestro GG se cortó. Era metalero. Quien me acompañaría sería mi compa Óscar David López, una estilista o, como él se autonombraba, “peluquera”, torcida y gorda a causa de la cortisona.

Faltaba todavía un par de horas para el show, así que la Óscara y yo nos fuimos a rendirle tributo a Morrissey: nos lanzamos a comer al Rey del Cabrito: el lugar más naco del mundo, templo de lo kitsch. El interior está decorado con puras fotos enmarcadas del dueño con artistas: Luis Miguel, Thalía; no hay estrella de la farándula que no adorne las paredes; y, como cereza del pastel, hay varios animales disecados, entre ellos un león. En honor al veganismo, el de Moz, pedimos machitos, mollejas y pierna. Entre eructos y cervezas celebramos que nuestro héroe hubiera renunciado a introducirse carne por la boca, era fuerte de espíritu; a nosotros aún nos dominaban las pasiones. Sabíamos que en el espectáculo no se iban a vender hot dogs ni pizzas, nada de carnuca. Por eso salimos embarazados de vísceras. Fue un verdadero atracón. Dos Glorias más, el postre que te ofrecen en ese restaurante, y habría sufrido una congestión alimenticia. Touché.

Después de deambular por ahí un rato con el predicamento “mi cago y mi gomito”, por fin entramos a la Arena Monterrey. Cuánto joto hay en San Luisito, me dije. Y, bueno, estarán de acuerdo que anunciar a Morrissey es convocar a una convención de gays. Si un día realizaran una convención de gays y una de soldados al mismo tiempo, en la segunda no habría nadie, porque todos estarían en la primera. Después de pensarlo bien llegué a la conclusión de que había más locas en mi terruño: Torreón. Apenas si alcanzábamos el millón de habitantes y el ochenta por ciento se la papeaba, y el veinte restante estaba camino a. ¿Cómo pueden existir tantos jotitos en una ciudad?

Escritor