Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 00:24

Una pérdida insustituible

Juan Carlos Azero Estívariz.
Juan Carlos Azero Estívariz.
Una pérdida insustituible

El psicoanalista Juan David Nasio en su libro ¨El dolor de amar¨ nos relata la siguiente experiencia clínica que tuvo con una paciente. Clémence tiene 38 años y sufre por ser estéril pero persevera en sus intentos de ser madre. Un día ella llega muy feliz al consultorio del psicoanalista al enterarse de que estaba embarazada de su marido. En los meses siguientes, ella y el psicoanalista dedican sesiones donde ella expresa la experiencia de transformarse de mujer en madre. Llegó el momento del parto y Clémence dio luz a un bello bebé llamado Laurent, ese mismo día telefoneó a su psicoanalista para comunicarle la feliz noticia. Tres días después le hizo un llamado telefónico con un contenido totalmente diferente. Ella le anunciaba que tristemente había perdido al bebé con el que tanto había soñado.

Durante algún tiempo Clémence no se comunicó con el psicoanalista. Él pensó que ella abandonaría el tratamiento, ya que el mismo estaba asociado a su lucha por la fecundación, al triunfo del embarazo y a la felicidad del nacimiento. Poco tiempo después de la tragedia, ella regreso a la consulta. Estaba abatida, sin fuerzas, sensible únicamente a las imágenes omnipresentes de su bebé en las escenas en las que aún estaba vivo. Ella se preguntaba: ¿Por qué y cómo murió? ¿Por qué a mí?

El dolor extremo por el que pasa la persona en duelo es la expresión de una defensa ante un sobresalto de la vida. El dolor psíquico es el afecto último de un yo desesperado que se contrae para no hundirse en la nada. La función del psicoanalista  debía ser la de aquel que por su sola presencia, aunque silenciosa, podía disipar el sufrimiento recibiendo sus irradiaciones. Por meses el psicoanalista acompañó a Clémence por medio de la escucha ante su desdicha, solo entonces pudo comenzar su trabajo de duelo. En una sesión en particular ella expresó que no soportaba las palabras de consuelo de forma natural de boca de sus parientes y amigos, ellos le decían que pronto volvería a quedar embarazada, que todavía tenía tiempo y que cuando tenga otro hijo vería cómo se olvidaría de este mal momento. Esas expresiones le sacaban de quicio, entonces ella dijo: “Perdí a mi hijo y sé que ya no volverá. Sé que ya no está vivo, pero continua viviendo en mí. ¡Y ustedes quieren que lo olvide! ¡Qué me muera por segunda vez!”. Clémence estaba tendida en el diván y le hablaba con el tono de quien acaba de recobrar el gusto por vivir. El psicoanalista estaba concentrado en la escucha y le pronunció las siguientes palabras: “…porque si nace un segundo hijo, quiero decir, el hermano o la hermana de Laurent […]”. Ella interrumpió y sorprendida exclamó: “¡Es la primera vez que oigo decir ‘el hermano o la hermana de Laurent’ ¡Siento que me hubieran quitado un enorme peso de encima¡”. Y el psicoanalista le comunicó: “Dondequiera que este Laurent en este momento, estoy seguro de que se sentiría feliz de saber que un día usted le dará un hermanito o una hermanita”.

Así, para Clémence, el futuro hijo que tal vez nazca nunca ocupará el lugar de su hermano mayor, hoy muerto. Tendrá su propio lugar, el que le reserven el deseo de sus padres y Laurent continuará siendo para siempre el irremplazable primogénito.

A manera de conclusión, cito las palabras de Sigmund Freud ante la pérdida de su hija Sophie que murió por la gripe española, él dijo: “Sabemos que el dolor agudo que sentimos después de una pérdida seguirá su curso, pero también permanecerá inconsolable y nunca encontraremos un sustituto. No importa lo que suceda, no importa lo que hagamos, el dolor siempre está ahí. Y así es como debería ser. Es la única forma de perpetuar un amor que no queremos abandonar”.