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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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TELEVISIÓN

Los cinco caminos de Pinkman

Pocas series televisivas han merecido una aclamación tan unánime como la que ostenta Breaking Bad.
Rhys Cooper.
Rhys Cooper.
Los cinco caminos de Pinkman

‘Bitch’

En Breaking Bad podemos encontrar disfrazados y/o modificados algunos de los tópicos narrativos recurrentes de la literatura occidental. En la primera parte de la serie, el descenso a los infiernos, la transformación de Walter White en Heisenberg, para velar por el bienestar de su familia, hasta cierto punto recuerda a los viajes de Orfeo o de Dante. Aunque después se nos revelará que más bien es una heterogénea forma de bildungsroman, una historia de aprendizaje, de perversa realización personal, en la transformación White/Heisenberg en el “Rey de reyes”, en el más grande, en Ozymandias. No lo olvidemos, el personaje aceptam, al final de su aventura, que su imperio de la metanfetamina azul fue construido para una sola persona: él mismo. Con sus aciertos y con sus limitaciones, la serie remite a la tradición grecolatina y a uno de sus más brillantes herederos: William Shakespeare. Su reflexión sobre el poder puede recordar al Rey Lear, su tratamiento de la amistad y de la lealtad a Julio César y su retrato de la ambición a Ricardo III.

En el caso de Jesse Pinkman dos elementos definen al personaje para mí. El primero es su condición de desamparo, un tipo que de principio a fin está abandonado, arrojado en el mundo. Un chico que seguramente se dedica a “cocinar” porque esta actividad viene acompañada de una figura paterna. Nociva, pero paterna al fin. El segundo rasgo que lo define es su casi incontenible impulso por decir la palabra “bitch”. Evidentemente, los guionistas de la serie utilizaron este recurso para mostrar a Jesse como un marginal, un callejero, para esbozar el cliché del “whigga”, es decir, de esa juventud blanca que busca imitar a los jóvenes negros urbanos. Ese recurso que debía funcionar como un mero dispositivo cómico, con no poca carga clasista, debía causar gracia como lo hace que un niño diga una mala palabra, desde mi perspectiva revela la condición trágica de Pinkman. Esa palabra que formalmente se usa para referirse a la hembra de un perro, de un zorro o de un lobo, desde el siglo XV es un término peyorativo para nominar a la mujer, con frecuencia se usa como sinónimo de prostituta. Sin duda, es una expresión cargada de misoginia. Pero me permito resignificarla, relacionarla con la otra característica del personaje Jesse Pinkman: su abandono. Pensando en la etimología de la palabra y su repetición, pienso en la loba palatina, en Luperca, que amamantó a Rómulo y Remo, a la madre sin condición, al gesto maternal desinteresado, al cuidado y a la protección. Cada vez que Jesse dice “Bitch”, decenas de veces por capítulo, en contextos y entonaciones distintas, veo a un tipo quebrado, que seguramente no intencionalmente está llamando a esa madre voluntariamente ausente. Ese dispositivo de comedia facilona es, a la vez, una explicación del origen y el destino de Pinkman: la soledad, el abandono y el desamparo. Walter White es un (anti)héroe de corte clásico. Jesse es el perpetuo perdedor del imaginario contemporáneo en el que nos reconocemos. 

Andrés Laguna Tapia

 

‘Problem Dog’

En este capítulo vemos a un Jesse totalmente destrozado por un asesinato que fue obligado a cometer, siendo consciente de que es simplemente una pieza de ajedrez en medio de una guerra. Luego de semanas de acudir a reuniones de narcóticos anónimos solo para vender su producto, finalmente decide abrirse, contando la historia del asesinato que cometió, remplazando a su víctima real por un perro (dándole nombre al capítulo).

Después de ser provocado un poco, suelta un discurso sobre lo difícil que es “auto-aceptarse”, refiriéndose a que existen pecados tan grandes que incluso uno mismo jamás se podría llegar a perdonar. En esta escena, Aaron Paul nos da la que sigo considerando la mejor interpretación de toda su carrera, y no dudo ni temo en no ser el único en escoger esta escena.

Estos pequeños momentos que exponían el tremendo sentido de culpa que aquejaba a Jesse por pecados que eran muy ajenos a él son los que acabaron por convertirlo en un personaje mártir. Por supuesto también protagonizó los mejores momentos de comedia en la serie, pero si me dan a elegir, prefiero aplaudir al Jesse sumergido en el lado oscuro de la fuerza.

Luis Romero

 

‘El Principio del Fin’

Cuando lo ve por primera vez, Walter White, futuro Heisenberg, lo ve semidesnudo, despeinado, escapando por la ventana del segundo piso de la casa de la vecina que, con los senos al aire, la rubia despampanante le bota sus ropas que Jesse Pinkman agarra como puede, pierde el balance y cae al suelo. Se levanta y se sonríe. La historia de su vida de aquí en adelante, ligero de equipaje y la caída, siempre la caída, la sonrisa.

En la noche Mister White, su profesor de química en la secundaria, le dice “estaba pensando que quizás tú y yo podríamos asociarnos”. Jesse, la sonrisa de por medio, incrédulo, “¿usted quiere cocinar cristales de metanfemina? ¿Usted? ¿Usted y yo?”. “Exactamente –responde el profesor– o bien eso o te entrego a las autoridades? Este es el principio de Pinkman como el esclavo, el que cae siempre, habrá que recordar que en el fin de la serie él termina literalmente esclavizado por traficantes que lo hacen cocinar. Su papel en la serie Breaking Bad, así visto, sería una lástima, un cliché del joven inexperto y bandolero.

Pero Pinkman es joven, brioso, un dude con agallas y con sentimientos y con una moral hecha por él y válida para él: cuestionar siempre las leyes de un mundo de mayores violentos, enfermos y desesperados. Pinkman en la serie no puede ser otro, no puede ser el que se salva o el que aprende su lección, el personaje que evoluciona, siempre será el elemento impuro en la ecuación química que son Heisenberg y Jesse. El elemento impuro, como aquel sobre el que reflexionaba Primo Levi en su libro La tabla periódica y decía: “las impurezas son las que favorecen las reacciones químicas”.  Pinkman, la sonrisa, de principio a fin logró que la reacción química en la cocina de metanfetaminas, en la vida de Walt, en el espectador, en Breaking Bad funcione y sea siempre bad.

Alba Balderrama

 

‘Cancer man’/‘Pekaboo’

La inocencia de Jesse Pinkman no tiene límites, eso lo sabemos. Me imagino que cada que Jesse era víctima de alguna estupidez que él mismo había cometido (admitámoslo, fueron varias), se activaba una desaprobación inmensa en cada uno de nosotros. Esa inocencia no solo nos mostró lo ingenuo que podía ser este personaje, sino también el gran corazón que tenía, muy a pesar de todo. Como en el episodio Cancer man, cuando Jesse necesita un lugar para esconderse después del asesinato de Krazy-8. Decide ir a la casa de sus padres y, como era de esperarse, estos no están muy a la labor de tener a su hijo traficante con ellos. Cuando encuentran algo de hierba, lo echan de la casa para siempre. La droga, sin embargo, pertenece a Jake, su sobresaliente hermano menor. Jesse nunca se defiende o vende a Jake, más bien le da una segunda oportunidad a su pequeño consanguíneo y echa su vida a la suerte en la calle con los Walter Whites del mundo. Breaking Bad era emocionante porque nos hacía testigos del ascenso de Walter y Jesse en la escalera del mundo de las drogas, pero también por momentos como el anterior, llenos de humanidad, llenos de costos humanos severos. Gracias a episodios como Pekaboo, la serie nunca pierde esto de vista. En ese capítulo, Jesse recibe la dirección de algunos adictos a la metanfetamina que estafaron a Skinny Pete y este se dirige a su casa para enfrentarlos. No están allí, pero su hijo pequeño descuidado sí. Jesse pasa el día con el niño, mirando de primera mano los restos humanos que ha ayudado a forjar. Cuando la pareja regresa a casa, intentan abrir un cajero automático robado, que resulta en la mujer matando a su esposo, Spooge, haciendo caer el cajero automático sobre la cabeza de su pareja. Jesse llama a la Policía, esperando que el niño tenga una vida mejor en algún lugar, de alguna manera. Aún en los peores escenarios, el corazón de Jesse era inmenso. 

Andrés Rodríguez R.

 

‘Caballo sin nombre’

Su nombre lo delata. Jesse, como Jesse James: un forajido justiciero y melancólico. Pinkman: el hombre rosa (en una torpe traducción literal). Yonqui, frágil, ingenuo, depresivo y bocón, Jesse es un bandido que, en principio, se nos antoja insufrible, pero que, de a poco, se revela como el huerfanito al que uno adoptaría de ser adicto a las metanfetaminas. Un Oliver Twist fronterizo, de Albuquerque, Nuevo México. Un Huckleberry Finn del desierto, con pistola y bajo influencia.

Difícil quedarse con un solo Jesse Pinkman. El del inicio, siempre tocado por un gorro de lana, cocinando y tomando metanfetaminas casi en partes iguales. El que se enamora de Jane y desnuda su cabeza rapada como su corazón. El que sale de la rehabilitación, limpio de sustancias y de pelo en el rostro, casi un quinceañero. El matón resignado y armado de Gus Fring. El dealer rabioso que quiere vengarse de Heisenberg. El indigente esclavizado por Todd y sus secuaces, el del final de Breaking Bad y El Camino. Todos los Jesses, el Pinkman.

Pero, si hay una condición que define a Pinkman es, precisamente, la orfandad. Alejado de sus padres, que solo lo quieren lejos por su afición a las drogas, a consumirlas, hacerlas y venderlas, vive solo en la casa de su tía muerta, lo más parecido que tuvo a una madre. De esa orfandad se aprovecha Walter White, su exmaestro de química, que lo recluta para hacerlo su socio, para adoptarlo, para hacerle creer que es su hijo, cuando lo que le importa es que le enseñe y le ayude a hacer y vender droga.

Eso no lo intuye Jesse, al menos, no de inicio. Aún confía en la posibilidad de volver a ser el hijo de sus padres biológicos, al tiempo que se procura el cariño de su padre adoptivo, Mr. White. Y de ambos se desencanta, de ambos se emancipa, de ambos se venga. O lo intenta. De su papá y mamá lo hace cuando, sin que lo sepan, les compra la casa que era de su tía, en la que él vivía y de la que lo echaron al enterarse de que en su sótano fabricaba drogas. Les cierra la puerta en la cara. Los humilla, como tantas veces lo han humillado ellos a él. Renuncia a su familia, a su sangre. Es el episodio dos de la tercera temporada: Caballo sin nombre (una nada inocente traducción de la canción de America que se escucha al inicio).

En emanciparse de Walt tarda algo más. Algunos dirán que solo lo consigue al final de la serie, cuando no aprieta el gatillo y tira el arma que Heisenberg le ha dado, pero yo creo que lo hace un poco antes, en el decimoprimer capítulo de la quinta temporada: Confessions. Ocurre en pleno desierto, “siempre el desierto”, dirá Saul, que ha llevado a Jesse hasta ese páramo en el que ha de encontrarse con Walter para tratar de limpiar la “rain of caca” (otra genialidad de la afilada lengua Goodman) que ha dejado el muchacho. Es el reencuentro de esos dos pistoleros que conquistaron el oeste, pues Breaking Bad siempre fue y será –algo que confirma aún más El camino– una relectura en clave narco del western; esos dos pistoleros que ahora están peleados.

Ya han sido descubiertos por el sheriff Hank. Walt le pide a Jesse que se vaya, que desaparezca, que cambie de nombre, de identidad, pero él le pide que deje de manipularlo, que por una vez diga la verdad, que le diga que lo quiere lejos, que nunca le ha importado una mierda. Lo dice con bronca y entre sollozos. Y Walt solo atina a abrazarlo, pero Jesse no le corresponde, solo llora. Ha perdido a su padre, y no al de sangre, al de “anfetas”. Ha vuelto a quedar huérfano. Es su segunda orfandad. La segunda orfandad de Jesse Pinkman. Ya nada volverá a ser lo mismo. Cada cual deberá irse por su lado: Walter a cumplir su destino/condena como Heisenberg; Jesse a encontrarse con lo que siempre fue, un “caballo sin nombre”. 

Santiago Espinoza A.