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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Libros para ampliar el boom

Trece escritoras escogen 13 libros de autoras de los siglos XX y XXI para elaborar un nuevo canon de la literatura latinoamericana.
Libros para ampliar el boom

1. La amortajada (1938). María Luisa Bombal Conocí esta novela siendo estudiante, como parte de las lecturas obligatorias. En un contexto en el que se me enseñaba una literatura chilena exclusivamente escrita por hombres, con un registro muy realista, de pronto apareció una voz que jugaba con lo fantástico. Una muerta narraba su propio funeral y su historia desde el ataúd. El relato rompía las lógicas racionales y temporales de la causa y del efecto, cuestionando lo real, haciendo empeño por narrar el enigma, por enunciarlo, por tocar lo invisible. Ana María, la protagonista, es una mujer que debió responder a códigos femeninos estereotipados y conservadores. Como todas las heroínas de la Bombal, encarna matrimonios y maternidades mediocres, vidas llenas de frustración, escindidas entre lo que deben ser y lo que desean ser. Hay algo ingobernable en estas mujeres que no encaja con lo que se les exige socialmente. La grieta de lo fantástico, de lo onírico, de lo irreal, es una vía de escape para tratar de sobrevivir. Es como si esos cuerpos femeninos fuesen una especie de cárcel para esas mujeres fantasmagóricas de sus escritos. En La amortajada, Ana María parece decirnos que solo muerta, con su cuerpo a punto de ser enterrado, puede hacer una real reflexión de su vida. Como si antes hubiera estado secuestrada. Fuera de sí misma. La lectura de género es, sin duda, un punto de enfoque y de reactualización para leer esta gran novela. 

Por Nona Fernández (Chile)

2. Canción de la verdad sencilla (1939). Julia de Burgos Cuando tenía 14 años, mi maestra me puso este libro en las manos. No sabía yo que me iniciaba en la lectura de un libro que cambió de manera radical mi vida y los rumbos de la literatura escrita por mujeres en todo el hemisferio de las Américas. Publicado por Julia de Burgos (poeta, ensayista, 1914-1953) a los 25 años, el poemario causó revuelos en todo el Caribe. Primero, porque con dicho libro De Burgos se convirtió en la primera mujer puertorriqueña en ganar el Premio Nacional de Literatura. Segundo, porque los poemas que componían el libro eran y todavía son una exploración profunda e íntima de las luchas superpuestas que confronta una mujer que se aleja del proyecto “doméstico” para incursionar en la literatura y en “el mundo político”. En Canción de la verdad sencilla, le da voz a esta marginalidad yuxtapuesta en poemas tales como ‘Yo misma fui mi ruta’, ‘Ay, ay, ay de la grifa negra’ y ‘A Julia de Burgos’. En muchos de sus textos, Julia propone un discurso que se quiebra en un yo dividido entre la mujer social y la mujer “natural”, la mujer sexual, la racializada y la mujer política. También muestra el conflicto de cómo se da el amor en un mundo patriarcal, pero desde la cosmovisión, ética y estética de una mujer. Junto a Gabriela Mistral, quien fue su maestra mientras Julia de Burgos estudió en la Universidad de Puerto Rico, ambas poetas y sus obras abrieron las puertas para todas las otras escritoras de todos los géneros en Latinoamérica. Ciertamente, la abrió para mí. Canción de la verdad sencilla es lectura obligada para todos aquellos que quieren explorar a fondo cómo se arma bloque a bloque un canon de literatura latinoamericana inclusivo, justo. Y si quieren oírla cantada, busquen las musicalizaciones de muchos de los poemas de Julia que La Discreta ha hecho desde España. 

Por Mayra Santos-Febres  (Puerto Rico) 

3. La mujer desnuda (1950). Armonía Somers La mujer desnuda es una novela deslumbrante, no sólo por su exquisita y a la vez rara prosa, sino por su capacidad de conjugar lo fantástico con una perspectiva feminista y filosófica en torno al eros. Tenemos a una protagonista, Rebeca Linke, que se despierta en su cumpleaños número 30, se arranca la cabeza, se la vuelve a poner, y se interna desnuda en el bosque. Esta mujer irá encontrándose hombres, poblados, violencia, deseo, hambre, en una historia apoteósica, publicada en 1950, que roza el delirio. Muy adelantada a su tiempo, algunos la encontraron obscena, no tanto por su tratamiento de la sexualidad como por la rabiosa crítica social que se hace a través de los tabús. La escritura poética de Somers creó una atmósfera de exploración, miedo y emancipación. Rebeca se decapita para cortar con las ideas sobre sí misma y su cuerpo impuestas por otros, y se la coloca otra vez, pero asumiendo la dislocación y la cicatriz. Luego se desnuda para entrar en lo primitivo y original, para desprenderse del traje de la civilización, pero también de la vergüenza atávica por el cuerpo; para quitarse “el velo de gracia” y ver su desnudez no como un castigo, sino como una posibilidad de descubrimiento y reconocimiento: “Ven, toca, estoy desnuda. Tome mi libertad y sali. He dejado los códigos atrás, las zarzas me aranaron por eso. (…) Y yo quisiera saber cómo soy, como seriamos en ti las mujeres intactas que me habitan”. Somers es una de las grandes escritoras latinoamericanas del siglo XX que fueron pasadas por alto o, mejor dicho, ignoradas por el mundillo literario. Al final de su vida pudo encontrar lectores fieles y buenas críticas, pero recién ahora su obra está traduciéndose y valorándose por lo que realmente es: original, desafiante, experimental, poética y plástica. Hay que leerla. Lo digo sin miedo: es un clásico a descubrir. 

Por Mónica Ojeda (Ecuador)

4. Jardín (1951). Dulce María Loynaz Bárbara pegó su cara pálida a los barrotes de hierro y miró a través de ellos. Automóviles pintados de verde y amarillo, hombres afeitados y mujeres sonrientes, pasaban muy cerca, en un claro desfile cortado a iguales tramos por el entrecruzamiento de lanzas de la reja. Al fondo estaba el mar”. Jardín, la extraordinaria novela de Dulce María Loynaz, escrita entre 1928 y 1935 en su mansión de la calle Línea, El Vedado, describe lo que pocos han sabido narrar, los filosos y complejos contornos interiores, enrejados y silenciados de una Habana que este noviembre cumple 500 años. La casona de amplísimos patios con capilla familiar y las fuentes naturales humedeciendo el caluroso escenario de la novela, La Habana posando, siempre en segundo plano, haciéndonos quedar mal cuando contamos que algo de este luminoso Caribe nos duele o nos molesta. ¿Qué puede aquejar a esa Bárbara inadaptada que todo lo tiene? El paraíso visto como cárcel, una trama centrada en sucesos empalmados en la cabeza delirante de una mujer aislada, en un exilio interior que en ella duró toda la vida y en muchas autoras cubanas parecería eternizarse. El epistolario de amor entre Bárbara, Enrique de Quesada y Pablo Cañas, publicado por Ediciones Aguilar, España, en 1951 y en Cuba por Letras Cubanas, 1993, devela en clave de prosa poética la misteriosa intimidad de Dulce María Loynaz, quien solo salió de su jardín tres décadas más tarde, para recibir en Madrid el Premio Cervantes de Literatura de 1992. 

Por Wendy Guerra (Cuba)

5. Balún Canán (1957). Rosario Castellanos No es casualidad que Balún Canán haya sido reconocida por la crítica como una obra fundamental de la literatura latinoamericana, pues reúne todas las características que harían triunfar a otras novelas dentro de la corriente del boom latinoamericano. Sin embargo, publicada a finales de la década de los cincuenta, y además por una mujer, no corrió la misma suerte en el mercado editorial que las obras de García Márquez y Vargas Llosa. El hecho de haber debutado como poeta, y luego pasado a la narrativa con esta novela de tintes autobiográficos, le permitió a Rosario Castellanos crear una atmósfera colmada de metáforas, en la que confluyen elementos que no pierden vigencia: el poder, la muerte, la soledad, la culpa, entretejidos magistralmente con la cosmogonía indígena y los conflictos sociales, incluyendo el patriarcado. Balún Canán es una historia de opuestos: lo indígena y lo blanco, la infancia y la adultez, el sometimiento y la opresión, pero también es una historia de lo no dicho, lo silenciado, lo invisible, desde la protagonista misma, que a los ojos de los demás es “un grano de anís”. Creo firmemente que Balún Canán tiene mucha responsabilidad en que yo de niña haya comenzado a escribir historias. Porque leyéndola pude decir: “He conocido el viento”. Parte o no del boom, Rosario Castellanos logró con esta novela recuperar lo que en las primeras líneas el personaje de la nana refiere como despojo: “La palabra, que es el arca de la memoria”. 

Por María Eugenia Ramos (Honduras)

6. Los recuerdos del porvenir (1963). Elena Garro Casada antes de cumplir la mayoría de edad con un poeta egocéntrico, Elena Garro padeció muchas inseguridades y con frecuencia destruyó sus manuscritos. Debemos a la hermana de la autora, quien la rescató de las llamas, la gran suerte de poder leer Los recuerdos del porvenir. Dentro de los temas más interesantes que aborda esta novela (junto con el abuso de poder, la circularidad de la historia, la lucha entre el pueblo y el Estado) está la situación de las mujeres. La novela retrata con minuciosidad la desigualdad de género y la violencia doméstica, los feminicidios y la violación como forma de reprimir y humillar a toda una comunidad. Isabel Moncada, la protagonista de esta historia, es una mujer inconforme, que toda su vida deseó haber nacido varón para poder ser libre como sus hermanos, estudiar, trabajar y no tener que casarse. Le interesaban el teatro, la política y las luchas sociales. Sin embargo, esos anhelos se vieron muy pronto truncados por las costumbres de su pueblo y los valores de su familia. Los personajes masculinos luchan por convertir a las mujeres en objetos de su propiedad, por controlar sus acciones y sus pensamientos, pero ellas constantemente se liberan del yugo, aunque eso les cueste la vida. Garro fue feminista antes de asumirse como tal. Debido también a su identificación con los marginales, durante muchos años se le atribuyó una supuesta locura y se la trató con un desprecio infinito. Los recuerdos del porvenir, junto con Pedro Páramo, es probablemente la mejor novela mexicana escrita en el siglo XX. Sin embargo, la historia de la literatura no ha dado aún a la obra de Elena Garro el reconocimiento que le corresponde. Su brillo seguirá emergiendo como lo ha hecho hasta ahora, paulatinamente.

Por Guadalupe Nettel (México)

7. Eisejuaz (1971). Sara Gallardo Eisejuaz (1971) Es una novela escrita en estado de gracia. Sara Gallardo se instala en las fisuras del lenguaje para crear a Eisejuaz, uno de los personajes más enigmáticos e inolvidables de la literatura latinoamericana: un indio mataco (wichí) que escucha la voz de Dios en una lagartija y que renuncia a todo para seguir un llamado de consecuencias desastrosas para su comunidad. Es una novela fronteriza en más de un sentido: se sumerge en el paisaje del norte argentino y en el mundo indígena arrasado por el extractivismo, y evade los lugares comunes del regionalismo a través de la creación de una lengua fascinante y llena de alteraciones gramaticales (“No se comemos”, “nadie no me contestó”). Eisejuaz “barbariza” el cristianismo con su cosmovisión indígena en la que Dios tiene rostro animal; su yo es curiosamente descentrado y está compuesto por muchos otros, pues “un animal demasiado solitario se come a sí mismo”. Gallardo se inspiró en un viaje a Salta en 1967, al que partió buscando historias para su columna en un semanario. En un hotel de Embarcación —a un costado del río Bermejo— conoció al cacique wichí Lisandro Vega, con quien pasó horas conversando y que le sirvió de modelo para Eisejuaz. Resulta inexplicable que esta novela haya sido olvidada durante tantas décadas; afortunadamente, esa injusticia ha sido reparada en los últimos años a partir de la reedición de los libros de Gallardo y del renovado interés por su obra. Eisejuaz me impresionó de tal modo que fue el libro por el que me hice editora. 

Por Liliana Colanzi (Bolivia)

8. Papeles de Pandora (1976). Rosario Ferré Cuando la puertorriqueña Rosario Ferré escribió Papeles de Pandora, pensó un subtítulo provisional para la obra: Puta y señora. La primera edición de su obra, sin embargo, se quedó sin ese sonoro apellido al aparecer publicada en 1976 gracias a una editorial de México. Si lo pensamos bien, el subtítulo es lo de menos, la obra ya es transgresora de por sí en cuanto a fondo y forma. Aunque puede leerse como novela — una esencialmente sobre las hipocresías de la clase burguesa—, también es una antología de poemas, de cuentos o de relatos más extensos, escritos con desparpajo, con humor, con ira, y, hay que decirlo, con una lengua un poco cabrona. Quiero pensar que a Ferré no le importaría que yo la llame cabrona. A lo que me refiero es a su inteligencia: a su capacidad de burlarse de quienes a menudo machacan a las clases obreras, a su manera de señalar los comportamientos misóginos de la sociedad en la que creció, y también a su ritmo delirante a la hora de trabajar el lenguaje, rompiendo también el español, quizá en su gesto más transgresor. En España, por cierto, hemos tenido que esperar hasta 2018 para que una de las obras más interesantes de la literatura latinoamericana llegara a nuestras librerías de la mano de La Navaja Suiza. Diría eso de que “la espera ha valido la pena”, pero no quiero que nadie piense que la deliberada misoginia con la que se había ocultado a Ferré del canon merece ovación. 

Por Luna Miguel (España)

9. Noches de adrenalina (1981). Carmen Ollé Quizá inventara el existencial femenino (o feminista) a base de soltar ante el espejo abyecciones sobre sus orgasmos, sus vaciados uterinos y el movimiento de sus intestinos, mientras se empeñaba en retorcer la tradición, la vanguardia, la hegemonía, la norma sexual y moral, y en flagelar a un puñado de contemporáneos, teóricos del ser y la nada, para fundar una lengua maldita como se funda una habitación propia, o el nuevo mundo: “Algunos sufren su phatos lo acarician lubrican con él / ¿El amoniaco de los pañales no es la lírica del orín?”. Cuando un libro lo trasciende todo, lo transgrede todo, las que vendrán, las que leerán, se habrán salvado, por lo menos, de la trivialidad. Eso fue/es Noches de adrenalina (1981) para una generación de mujeres en Perú, la rebeldía de la desnudez absoluta, la posibilidad del discurso y del poder: “¿Por qué el psicoanálisis olvida el problema del ser o no ser gorda / pequeña / imberbe / velluda / transparente / raquítica / ojerosa…?”. La poeta sudaca Carmen Ollé había limpiado demasiado baños parisienses para cuando encontró que podía meter palabras como se mete la carne en una picadora. La carne era su cuerpo y en esa consciencia desmenuzada, en esa identidad naciente, brota la mística y la política del yo íntimo en su radical impureza. Como chutes de adrenalina, hormona y neurotransmisor que alerta del peligro, las noches de escritura son ejercicios indudables para la autodefensa. Porque en esos lugares donde “todo se confabula para que otros hablen de nuestro deseo”, ya no íbamos a ser más las “inválidas”, “presas fáciles” o “encantadoras hadas”. Estaba hace mucho declarada la guerra a las que se miran, a las que hablan de sí mismas, pero quedan todavía otros tantos campos minados por delante que solo podremos sortear con la adrenalina de Ollé recorriéndonos enteras.

Por Gabriela Wiener (Perú)

10. La frontera (1987). Gloria Anzaldúa A menudo se nos olvida que Latinoamérica empieza no en el río Bravo, sino por ahí donde los bosques de Nuevo Hampshire, y que Estados Unidos es en número de hablantes del español el segundo país del mundo; en él viven más de 60 millones de hispanoparlantes. La mayoría de esos hispanos son bilingües, y quizá trilingües, si consideramos la convergencia del español y del inglés como el principio quizá de una nueva derivación de la lengua. ¿A qué idioma pertenece la frase “Se frizó la wata” (Se congeló el agua) o las palabras clecha, chorra, hyna, güacha, yonka, safo? Sobre esa lengua y desde esa lengua escribe la poeta y ensayista chicana Gloria Anzaldúa, cuyo obra Borderlands / La frontera (1987, publicado en 2016 por Capitán Swing) es un libro poco leído en español, aunque mucho más rico y complejo que, por ejemplo, El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, que habla también de la identidad híbrida de los mexicanos que viven “del otro lado”. Borderlands / La frontera es un ensayo híbrido, compuesto de pedacería: poemas, citas y una prosa a ratos llena de rabia, a ratos nostálgica, a ratos llena de humor.

Por Valeria Luiselli (México)

11. Vivir entre lenguas (2016). Sylvia Molloy Qué es escribir si no esa disrupción de la experiencia, ese ir y venir entre lenguas, esos cortes en el tiempo. Qué es escribir si no ese dar cuenta musicalmente de la experiencia del destierro, de la experiencia de la infancia, de la experiencia del deseo. Molloy escribe ese sujeto imposible con esa identidad imposible que portamos todos como el saco de un condenado. Vivir entre lenguas, relato autobiográfico escrito no en español sino desde el español, no rinde culto al plurilingüismo, ni es condescendiente con los plurihablantes y el cosmopolitismo, este libro no adopta la pose que conviene al ojo de la época aunque parezca un libro muy contemporáneo. Vivir entre lenguas habita los desvíos lingüísticos, los efectos catastróficos y paliativos de quien vive varias lenguas a la vez desde la intimidad, porque escribir es siempre algo vergonzante (¿honteux diría Molloy?). Este libro y toda la obra de Molloy me parece fundamental porque da cuenta de la elección radical y definitiva que tiene que hacer todo escritor: en qué lengua va a escribir, allí donde hierve toda la verdad y toda la falsedad de la que es capaz, ahí donde sella su destino. Este libro, como si desarmara un piano en medio de una sonata para ver qué misterio hay ahí dentro, interroga cómo puede ser que algo como las palabras y los fonemas, cómo puede ser que las estructuras gramaticales y los neologismos nos permitan traer de nuevo a los muertos y tener otra vez siete años.

Por Ariana Harwicz (Argentina)

12. Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Mariana Enriquez Me parece la autora contemporánea más original y sólida. Mariana leyó todo lo que hay que leer para ser una maestra de ese género en el que se mueve con solvencia, pero que, en su caso, no es estrictamente el terror ni lo fantástico, sino el horror tan característico de esta parte del mundo que — llevado a un borde que a veces es imperceptible— desemboca en un territorio que se le escapa al raciocinio y entonces se lo llama “sobrenatural”. En este libro hay historias, escenarios, personajes que puedo reconocer incluso cuando tocan ese borde difuso. Para mí Mariana es una escritora supremamente realista que se vale de un género y un lenguaje que domina a la perfección para hablar de temas que le son muy cercanos. Una de las virtudes que más respeto en un escritor es la de usar su oficio para dar cuenta del tiempo que transita, y Mariana hace eso fabulosamente. Sin atajos, sin exagerar, con sofisticación y simpleza nos habla de su tiempo, o mejor todavía: nos habla del estado mental de su tiempo. Por eso (y por tanto más) merece un lugar privilegiado en el canon de la literatura latinoamericana actual, y en el de cualquier otra literatura.

Por Margarita García Robayo (Colombia)

13. Mandíbula (2018). Mónica Ojeda Dice Brecht que “el que se ríe no ha escuchado todavía las terribles noticias”, y por eso en la novela Mandíbula, de Mónica Ojeda, nadie se ríe o, al menos, nadie lo hace sin mostrar dientes canallas que brillan de amenazas. Ojeda tiene colmillos en los ojos. No se explica de otro modo una forma de ver el mundo —y escribirlo— tan cargada de intimidación. Los personajes de Mandíbula, larvas violentas de mujeres violentas, tienen una capacidad de espeluznar que radica precisamente en que son humanas y no monstruos (ah, el monstruo humano, señor de las criaturas dañadas y dañinas). Ojeda tiene colmillos en las manos. No se explica de otro modo que agarre a dentelladas lo más terrorífico de la poesía: la sugerencia, bruma blanca que esconde todas las perversidades, y lo mezcle con una narrativa que, de Mary Shelley a Lovecraft, pasando por Mariana Enríquez y Stephen King, ya ha demostrado que apuñala donde hay que apuñalar. Lo que se entrevé da más miedo que lo que se ve y las fronteras siempre son más espeluznantes que los centros. Ojeda tiene colmillos en la boca y los usa con brillantez. Roe poco a poco para que no nos demos cuenta de que de la epidermis ya pasó al músculo y ha llegado al hueso, al tuétano del hueso, a lo blando de lo impenetrable: su historia de jovencitas de un colegio de élite haciendo y haciéndose daño en honor al Dios Blanco marca la carne como un mordisco. Ese culto que inventan las niñas, digo, y que termina siendo terror sadomasoquista (secuestro a profesora incluido, guiño a Misery), pasará a la historia de la literatura latinoamericana como una de sus mejores novelas de terror.

Por María Fernanda Ampuero  (Ecuador)