Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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CINE

Joker y Ad Astra, coreografías del caos

Dos de las películas más esperadas del año están en cartelera local.
Fotogramas de las películas.
Fotogramas de las películas.
Joker y Ad Astra, coreografías del caos

No ocurre con frecuencia, pero ocurre. Que dos de las películas más esperadas del año coincidan en cartelera local. Ocurre y no necesariamente es una buena noticia. O no lo es del todo. Como en este caso. Mientras Ad Astra, la odisea espacial de James Gray, se estrenó en otras partes del mundo ya en septiembre, a Bolivia llegó a principios de octubre, la misma semana en que las salas comerciales de este país y del mundo mundial se rindieron sin resistencia alguna a la invasión bárbara del Joker, la obra consagrada al villano por antonomasia de Batman, que dirigió Todd Phillips, aunque, para ser justos, es una obra de actor, en la que el director acaba siendo una anécdota y poco más. Con esto no quiero decir que el filme de Gray estaba encaminado a romper la taquilla local, pero bien pudo merecer algo más de espacio, tiempo y atención, teniéndose en cuenta que está protagonizado por Brad Pitt, el incombustible galán de los noventa que este 2019 se ha ganado una nueva ración de 15 minutos de fama, atribuible, en gran medida, a la visibilidad que le ha dado su aparición en Once upon a time… in Hollywood (Quentin Tarantino), otra de las películas –más esperadas– del año. Pero, ni el rompecorazones Pitt es capaz de hacerle frente al Guasón y a ese actor en constante alza que lo encarna, Joaquin Phoenix.

Como era previsible, Joker está llevando hordas de espectadores a los cines, donde se agolpan en filas por boletos de versiones en su mayoría dobladas (¿?); mientras que Ad Astra convoca a pocos, aunque, al parecer, los suficientes para meterse con estoicismo a una segunda semana en sala (del Prime Cinemas), aun en una sola función y, lo que es más felizmente sorpresivo, en copia subtitulada. No ocurre con frecuencia, pero ocurre. 

Este pequeño milagro de la cartelera explica el forzado ejercicio relacional entre Ad Astra y Joker que ocupa estas líneas, ideado, con indisimulada torpeza, para que algún incauto espectador, que ande aburrido de las películas basadas en cómics o –algo más probable– que no alcance a comprar su boleto para la “peli” del “Risas”,  se anime a acompañar al astronauta Roy McBride (Pitt) en su solitario viaje sideral. De más está decir que el Guasón no necesita convocatoria, rogativa o amenaza alguna para seguir llevando a salas más gente que la que congregan los cabildos. 

Si de buscar coincidencias se trata, empecemos por lo obvio. Los dos filmes fueron estrenados en competencia oficial del pasado Festival de Venecia, de donde el dirigido por Phillips se marchó con el León de Oro y el de Gray con el consuelo de las ovaciones y el fervor de la crítica. (Un paréntesis: aunque a muchos sorprendió que el premio mayor de uno de los festivales más prestigiosos del mundo fuera a parar a una cinta de cómics, lo cierto es que Venecia se ha vuelto, de un tiempo a esta parte, en un certamen más próximo al universo “oscarístico” que a los certámenes de cine autoral, al menos si se lo mide por su palmarés. Hace dos años lo ganó La forma del agua, de Guillermo del Toro, y el año pasado, Roma, de Alfonso Cuarón, así que a nadie le sorprenda que Joker se cuele –o gane– en la próxima pelea por los eunucos dorados.) 

Algo menos obvio y más anecdótico: aunque esta vez separados, Phoenix y Gray fueron por más de una década una de las duplas más alabadas del cine estadounidense de proyección festivalera: el actor de origen puertorriqueño protagonizó cuatro de los siete largos del realizador neoyorquino (The yards, We own the night, Two lovers y The inmigrant), en los que le (nos) regaló algunas de sus mejores interpretaciones. Lo que, tratándose de Phoenix, no es poco.

Algo aún menos obvio y digno de un análisis aparte y pendiente: a los personajes principales de los dos largos los obsesiona y mueve, en mayor o menor medida, la búsqueda obstinada del padre, una figura ausente, con cuyos abandono e invisibilidad cabe asociar algunas de las disfunciones sociales que sufren y desperdigan. 

Otra coincidencia bastante obvia, pero que se presta a algo más que lo anecdótico: Ad Astra y Joker están consagrados al lucimiento casi excluyente de sus respectivos protagonistas. Por su puesta en escena son ejercicios prácticamente unipersonales, en los que los restantes actores que intervienen funcionan como elementos escenográficos. Y no es que nombres como los de Robert De Niro, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland o Ruth Negga sean de relleno ni mucho menos. Es que su presencia está al servicio de las interpretaciones de Phoenix y de Pitt. No son rivales ni contrapeso, tampoco generan complicidad o contrapunto; son complementos, accesorios o, si nos ponemos “hitchcockianos”, variaciones animadas del Macguffin. Tommy Lee Jones, llamado a ser el Coronel Kurtz de Ad Astra, no tiene el aura de Marlon Brando ni la intención de robarle el espectáculo a Pitt. Y lo de Bobby De Niro en Joker está más cerca del cameo o del guiño al universo Scorsese que de un papel a la altura de su leyenda.

La vocación unipersonal de las dos cintas supone que buena parte de su potencia dramática descanse en los cuerpos y rostros de sus actores. Cada cual a su manera se entrega a una exploración arqueológica de la fisicidad de sus personajes, recorriendo con escrúpulo su vastedad y deteniéndose en aquellas regiones que revelan sus heridas y cicatrices.  Del McBride de Pitt, la cámara de Hoyte van Hoytema (Interestelar) retiene su rostro cansado y melancólico, en cuyas arrugas y ojos llorosos descubre el dolor impotente de la ausencia del padre, salvo cuando debe rendir cuentas de su estabilidad emocional ante la máquina de turno. Del resto de su cuerpo, impoluto y de infranqueable apostura, le importa más su pequeñez y fragilidad ante el infinito manto estelar que lo cobija y subyuga.

En cambio, del Arthur Fleck bordado por Phoenix, la foto de Lawrence Sher (habitual colaborador de Phillips en la saga The hangover y en cintas menos cómicas como War dogs) captura su total falta de apostura: la columna encorvada con las vértebras como protuberancias y las costillas en acordeón devorándose su abdomen. No parece un cuerpo humano, sino el de un monstruo. Un alien enfermo y martirizado, de cuya piel se hace imposible establecer su color original, estando como está cubierta de maquillaje payasesco y manchado de moretones por todas las palizas recibidas. Como con McBride, la cámara se detiene no pocas veces en el rostro de Fleck, en primeros y primerísimos primeros plano, sobre todo cuando estalla en carcajadas desaforadas que, lejos de aportarle humanidad, lo hacen aún más monstruoso.

Ya para terminar, una coincidencia nada obvia y acaso forzada, pero que, al menos a mí, me interpela: la composición coreográfica del caos. Ad Astra y Joker son, también a su manera, dos ejercicios cinematográficos que se ocupan de crear formas y diseñar movimientos para (des)cifrar el caos desatado por sus propios protagonistas. 

En la película del Guasón esta lectura resulta más potable, pues la danza es, literalmente, uno de los gestos más recurrentes y jubilosos del personaje creado por Phoenix. Ya sea cumpliendo una rutina para niños disfrazado de payaso, haciendo bailar a su madre somnolienta o –en una de sus secuencias más celebradas– descendiendo con cadencia e imponencia unas escalinatas interminables, el Joker va componiendo su propia coreografía para enfrentar la hostilidad de su entorno, responderle con una violencia aún más brutal y, aun sin proponérselo, convertirse en un guía/gurú que enseña a cientos, miles de parias los pasos para poner a bailar a Gotham la danza del caos. Si en principio la de Arthur Fleck es una coreografía que apenas intuye y practica en absoluta soledad, a medida que va tomando –o perdiendo– control de su cuerpo, se impone como el baile de la resistencia y la subversión, ese que siguen los enemigos de los Wayne, ese que mueve a los menos privilegiados, que, en rigor, son los más.

La partitura coreográfica de Ad Astra es menos perceptible, cuando no inexistente. Se desprende, si se quiere, de su condición genérica. Al ser una épica espacial, la película de Gray se inscribe en una larga y muy rica tradición cinematográfica que se remonta a los mismos inicios del cine. La historia oficial cuenta que el hombre llegó a la Luna en 1969, hace 50 años. Me niego a creerlo. Y no es que comulgue con las teorías de la conspiración que predican que todo fue un montaje de la industria del entretenimiento gringa. No. Mi versión es que el hombre llegó a la Luna mucho más antes y no en los pies de Neil Armstrong. La Luna fue conquistada en 1902 por Georges Méliès. El mago y cineasta francés llegó antes que todos al satélite. Acaso solo precedido por Verne o los mitos cósmicos, Méliès fue el primero en alunizar, el primero que consumó el Viaje a la Luna. Porque, hemos de convenir que la conquista del espacio exterior es, sobre todo, un invento del cine. Puede que antes lo imaginaran la literatura o las mitologías y que después lo materializaran los astronautas de la NASA, pero, si asumimos que el viaje a la Luna es, en esencia, una puesta en escena solo verosímil como espectáculo visible y masivo, no puede caber duda de que el satélite, como todo el cosmos, es una conquista y una verdad eminentemente cinemática. Una conquista que fue de Méliès, pero también de Kubrick, de Tarkovsky y de Lucas, y en el último tiempo, de otros menos dotados como Cuarón, Nolan o Scott. (Otro paréntesis: no resulta tan descabellado pensar la experiencia cinematográfica del espectador como un viaje interestelar: el ascenso, desde unas butacas cada vez más equipadas para volar y por un túnel oscuro sin tiempo, hacia el infinito al que solo podemos mirar de frente y con la cabeza inclinada hacia arriba.)  

Esta nueva conquista de las estrellas, comandada por James Gray, se impone como una coreografía, esto es, una ocupación creativa del espacio, una manera estética y estetizante de enfrentar el caos imperante en el cosmos. Eso sí, a diferencia de la coreografía de Arthur Fleck, que nace solitaria y acaba colectiva, la de Roy McBride tiende a ser cada vez más íntima e interior. Si en principio involucra a otros pocos como él, astronautas o habitantes de otros planetas, a la larga es una danza que solo puede componer e interpretar el personaje de Pitt, con su cuerpo y con su voz (su etérea voz en off). Y otra diferencia con el payaso: el baile del astronauta no pretende instaurar el caos; al contrario, su misión es desmontarlo y dejarlo ir, como la figura del padre enloquecido que ha desatado ese caos.

Soy de los que creen que no hay coreografía más perfecta que la que ejecutan las aves. El vuelo como danza total. Las alas en movimiento como belleza inaprehensible. Y ya que a los seres humanos se nos ha privado de ese arte, salvo mediante armatostes sin gracia solo aptos para transporte, acaso nos queda el premio consuelo de flotar en el espacio exterior. Un “invento” que, como el viaje a la Luna, no necesita de cohetes ni trajes espaciales, sino solo de una sala oscura que dirija nuestra mirada hacia arriba y nos conduzca al infinito y más allá.

Periodista – [email protected]