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Los chimanes de Maraca’tunsi, tras su Loma Santa arrebatada

Este es un fragmento de la crónica “Los chimanes de Maraca’tunsi, tras su Loma Santa arrebatada”, publicada con el apoyo del Rainforest Journalism Fund, en asociación con el Pulitzer Center.

Los chimanes de Maraca’tunsi, tras su Loma Santa arrebatada

—¿Cuánto mide la pista?, —pregunta Casimiro Canchi Tamo, comunario chimán. —Unos 700 metros de largo— contesta Santos Canchi, su primo, mientras camina por medio de un gran espacio deforestado en medio del bosque, a poco más de media hora de Maraca’tunsi, una comunidad Tsimané de San Ignacio de Moxos, Beni.

—¿Cada cuánto llegaban las avionetas?, —pregunta Canchi. 

—Una por mes, traía sus víveres”, —contesta Santos. 

—¿Hasta qué año venían? 

—2010.

Explica Santos, el corregidor de Maraca’tunsi, sobre las avionetas del aserradero San Ambrosio, que llegó en la década de 1990 a explotar la riqueza forestal del lugar y para hacer más fácil el traslado de alimentos, personal e insumos habilitó una pista de aterrizaje cerca a la maderera que erigió en medio de la Amazonía beniana.

Son las cuatro y media de la tarde de un martes de septiembre de 2019 y caminamos por la pista aérea que aún se mantiene bien conservada. Está a unos 30 minutos de otrora Cujma’tunsi, lugar de nacimiento de Santos y Casimiro y donde se instaló la maderera.

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Santos —28 años, piel clara, ojos achinados, cuerpo menudo y visera de jean— es uno de los pocos comunarios de Maraca’tunsi que habla español fluido, la mayoría de estos, como el resto de los más de 8.500 chimanes quienes habitan el Beni, preservan su idioma nativo.

Atrás de nosotros viene una pareja de chimanes con su hijo a cuestas, que aprovechará nuestra visita al aserradero para cosechar naranjas de los árboles aledaños; no es un lugar al que les guste ir a menudo.

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EXPLOTACIÓN DE LA MADERA

El arribo de la empresa se dio a raíz de que el Estado boliviano habilitó a finales de los 80 las concesiones de estos espacios territoriales habitados por comunidades indígenas hace siglos.

Eso sucedió porque en 1986 el Estado emitió un Decreto Supremo en el que levantaba el estatus de Reserva Forestal de Inmovilización, de 1979, que protegía un área de 1.2 millones de hectáreas del sur de la Amazonía beniana, conocido como el Bosque de Chimanes, que incluye lo que ahora es el Territorio Indígena Multiétnico (TIM), donde está Maraca’tunsi, y el Territorio Indígena de Chimanes (TICH), explica Fátima Monasterios, investigadora del Centro de Estudios Jurídicos e Investigación Social (CEJIS).

“A pesar de que se conocía la existencia de numerosas comunidades indígenas en bosque de Chimanes, en este proceso de adjudicación de concesiones, no se consideraron los problemas que las empresas ocasionarían a los pueblos que vivían en este espacio territorial”, cuenta Monasterios.

En esa época se concesionó a siete empresas, muchas de las cuales ya estaban ilegalmente desde antes explotando los árboles de maras, que tienen una de las maderas de mejor calidad.

Lo que más recuerda Manuel Canchi, abuelo de Santos, es que estas arrasaron con los   árboles más grandes en varios lugares del  territorio.

La presencia de las empresas forestales y los avasallamientos continuos en la Amazonía beniana fueron los principales factores para que el 15 de septiembre de 1990 inicie la emblemática primera Marcha Indígena Por el Territorio y la Dignidad. 

“La marcha del 90 es mito fundacional. Es el primer momento en que el Estado se da cuenta de que los pueblos indígenas existían”, explica Martín Torrico, del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA).

Tras 35 días de caminata de la ciudad beniana de Trinidad a La Paz, la marcha logró la aprobación de cuatro decretos supremos en beneficio de los pueblos originarios. Uno de ellos fue el DS 22611, que declaró a la región de chimanes como área indígena. Estableció la creación del TICH y del TIM, reconociendo a este último 352.000 hectáreas pertenecientes a los pueblos indígenas mojeño trinitario, mojeño ignaciano, movima, yuracaré y chimán.

Además, entre otras, creó el Área de Aprovechamiento Forestal, que establecía que las madereras debían suscribir contratos durante 20 años y luego de ese plazo esas tierras pasarían a propiedad de los indígenas.

Así llegó el aserradero San Ambrosio —que pertenece a la empresa Hervel que ya explotaba en otros puntos del territorio— y se estableció a mediados de la década del 90 a unos metros de Cujma’tunsi, que albergaba a al menos 12 familias chimanes, pero ello no le detuvo porque ese lugar era rico en árboles de mara y almendrillos o cujmas, en chiman; de este último proviene el nombre de la comunidad y del río de la zona.

Su presencia cambió drásticamente la vida de los comunarios. Santos cuenta que desde que llegó, incluso, el río y la comunidad fueron renombrados como San Ambrosio.

PAZ DESPOJADA

El aserradero que construyeron invadió la tranquilidad de Cujma’tunsi.

—Las empresas sacaban madera, los tumbaban y llevaban como troncas con grandes máquinas que hacían ruido— recordaba don Manuel, en el patio de su casa en Maraca’tunsi, adonde fue a refugiarse poco tiempo después de la llegada de San Ambrosio.

Manuel tiene unos 90 años, es el único comunario nonagenario en Maraca’tunsi que significa “lugar donde hay naranja” y que también se lo conoce como Naranjal.

Fue uno de los primeros pobladores de Cujma’tunsi. Llegó a sus 18 años a fines de la década del 40, desde el otro lado del Bosque de Chimanes, a la altura del río Maniqui, de San Borja. Él, su esposa y otros comunarios caminaron más de 140 kilómetros en búsqueda de la Loma Santa.

La Loma Santa es ese lugar que fue concebido por los indígenas de tierras bajas, principalmente por los mojeños, debido a que desde finales del siglo XVII los habitantes ancestrales de lo que era el Gran Mojos fueron reducidos por distintos actores, lo que provocó una “fuga al monte”, mientras sus pueblos eran ocupados, en los siguientes siglos, por criollos y mestizos.

“El alejamiento de los centros poblados hacia el bosque fue una constante, sobre todo del pueblo Chimán”, dice Monasterios.

Por eso, los pueblos chimanes —al igual que los mojeños, yuracaré y movimas— tenían bastante movilidad poblacional, es decir, iban en búsqueda de nuevos espacios que les brindaban las condiciones naturales y sociales adecuadas. Esa búsqueda era una suerte de reapropiación de sus tierras.

“Mis abuelos vinieron buscando la Loma Santa, para que vivan bien, para que no peleen. Mi abuelo me contó que han chaqueado lo necesario para producir y tener su chicha y su comida”, relata Santos.

Su abuelo Manuel ya no ve, ni escucha y se le dificulta caminar solo, pero aún su memoria retiene los años de la invasión de San Ambrosio.

—¿Qué es lo que más te acuerdas cuando llegaron las concesiones madereras?— le preguntó Santos en chimán.

—Tumbaban las maderas y no pagaban nada. Saqueaban la madera, — dijo, mientras se limpiaba tembloroso las lágrimas de sus ojos ciegos.

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—Todo lo saquearon. Ahora necesito una madera grande para mi casco (canoa) para el tiempo de agua, pero no hay. Todo lo saquearon no dejaron nada en recompensa, ni una posta de salud, ni una señal de teléfono, nada, lamentóSantos.

Cuando él tenía ocho años, las familias de Cujma’tunsi decidieron abandonar el lugar. Fabio Garbari, sacerdote de la Parroquia de San Ignacio, dice que fue una expulsión indirecta causada por la maderera.

“Resonaba más la empresa que la comunidad, tanto que los ha expulsado; toditos están en Naranjal. Prácticamente ha habido una expulsión; el Chimán se retira, no es guerrero”, dice Garbari, quien acompaña la lucha indígena de San Ignacio de Moxos, desde 2013.

Así Manuel y el resto de las familias llegaron a Maraca’tunsi, donde actualmente residen.

Desde allá caminamos poco más de una hora entre los senderos que une ambos lugares y solo se puede transitar a pie; parte del camino que habilitó la empresa desde Cujma’tunsi a San José, por donde sacaba la producción hacia San Ignacio, se cerró en estos nueve años.

A unos 1.000 metros del final de la pista de aterrizaje, Santos escucha un ruido lejano que lo asusta, alza un palo del suelo e inmediatamente se oye más fuerte los feroces ladridos de cuatro perros.

Son los animales del cuidador que vigila las maquinarias que San Ambrosio dejó en 2010, 20 años después de que se firmara o reactualizara las concesiones.

Los perros se acercan con violencia pero son frenados por Casimiro, Evaristo, otro comunario, y el profesor, un guaraní que llegó la anterior semana.

A Santos le asusta venir acá, por eso siempre que puede lo hace acompañado de varias personas.

—Quieto, quieto, —le dice Mucheiro, el sereno, a uno de los perros, y luego se dirige a nosotros —Buenas tardes—.

Todos contestamos el saludo, mientras llegamos a la entrada del aserradero.

—Hemos venido a que conozcan el lugar los hermanos, —le dice Santos.

—Sigan nomás, —responde y se para a un lado a hablar con el profesor y Evaristo.

Una gran construcción de maderas y techos de calamina amarilla aún alberga la maquinaria pesada.

—Con esto cortaban madera, —dice Santos que ve con detenimiento el estado de las máquinas, dejadas cuando la empresa cerró hace nueve años.

También hay un motor de luz de alta potencia y fardos listos de madera que no fueron despachados.

Hay una gran tronca de almendrillo sobre los rieles que servían para trasladar material.

—¿Y estas máquinas servirán?, —pregunta Manuel Seoane, el fotógrafo con quien llegamos desde La Paz.

—Deben servir, pero hay que cambiar algunas piezas, —responde Casimiro, quien era el anterior corregidor de Naranjal.

Santos cree que la empresa dejó todo el aserradero listo porque en estos nueve años tenía la intención de volver a operar.

“Pero nosotros no queremos ya que saquen madera. No dejan nada bueno y la comunidad y el territorio no gana nada”, dice.

La expectativa de la empresa se dio porque después de 2011, cuando se suponía que las tierras concesionadas a las empresas retornarían a manos de los indígenas, el Estado —administrado por el Gobierno de Evo Morales— decidió, a través de una Resolución Administrativa del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), que estas serían áreas fiscales y disponer de ellas.

“Se prohíbe asentamientos, ocupación de hecho de personas individuales y colectivas en tierras de propiedad del Estado”, reza un letrero a unos metros del aserradero, que aún permanece, aunque este lugar ya no sea tierra fiscal desde agosto de 2019.

A cinco minutos del aserradero está donde Santos nació. Nos lleva allí a Manuel y a mí, a modo de alejarse de los perros.

En el lugar ve con detenimiento los matorrales y árboles de lima, naranja y otras especies que cubrieron la huella de su casa, de la que no queda ningún rastro. El éxodo de Cujma’tunsi incluyó a las viviendas, que fueron trasladadas en partes —durante una semana— hasta Maraca’tunsi.

—Allá hicimos otra casa, pero vamos a volver aquí. Voy hacer mi casa nueva. No quiero abandonar mi comunidad Cujma’tunsi.

—¿Cuándo?

—Que se lleven las máquinas.

—¿Por qué?

—Es que sería más mejor así, —dice, mientras se dirige adonde estaba la casa de su abuelo y levanta algunas ramas— “Hay que limpiar harto”.

—¿Por qué no han botado a las madereras en vez de irse ustedes?”

—Porque mis abuelos no tenían las fuerzas para botar a las empresas, pero ahorita nos hemos reunido con los otros pueblos, por eso tenemos fuerza para botarlas porque no queremos que saquen madera, —dice, mientras comienza caminar.

De retorno, nos lleva por otro camino, así evita pasar por los perros y el aserradero, que es el símbolo del despojo y que aún le significa una amenaza.

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LA FIESTA EN MARACA’TUNSI

Dos petardos son detonados al aire. Una melodía aguda de la flauta de Casimiro y ritmo lento y persistente del tambor de otro comunario llenan el espacio de música amazónica. Son las cero horas del domingo 15 de septiembre de 2019 y así inicia oficialmente la fiesta en Maraca’tunsi.

Los músicos están en una esquina del cabildo, una construcción con pilares de palos de almendrillo y paredes y techo de jatata. En los más de 15 metros de largo por cinco de ancho, unos 30 chimanes están sentados en las bancas. Son los que aguantaron al velorio, como le dicen por acá a la víspera de las fiestas; varias mujeres, niños y adolescentes se fueron a dormir hace una hora.

Los asistentes escuchan atentos la tonada de los músicos, quienes tocan muy cómodos ante la cámara del fotógrafo.

“Toque, toque”, anima a los músicos Santos.

Hay un ambiente festivo en el espacio, aunque los chimanes lo celebran de forma silenciosa casi ceremoniosa; de rato en rato cruzan palabras pero después simplemente disfrutan el momento.

Esta fiesta se celebra desde 1992, aunque hasta algunos años se realizaba el 2 de abril, pero a causa de que esa fecha cae en época de lluvia se trasladó al 15 de septiembre, para que los visitantes de otras comunidades puedan llegar a pie en medio del bosque.

Desde la mañana del sábado 14 de septiembre del año pasado comenzaron a llegar familias enteras de chimanes de Jorori, Chirisi, San Salvador, Piñal y otros lugares cercanos; también vinieron unos comunarios mojeño-trinitarios que habitan algunas de esas comunidades. 

La cotidianeidad apacible de la vida de los chimanes se vio alterada por los preparativos de la fiesta. Hace más de una semana no hubo familia de las 40 que habitan Maraca’tunsi que no haya estado en el ajetreo.

Sentadas en el suelo al pie de las puertas de sus casas, las mujeres y las niñas mascaban una y otra vez la yuca y la escupían en los baldes de plástico que de a poco se iban llenando de chicha. Esta labor, dependiendo de la cantidad, les demandaba unas tres o cinco horas de masticado.

En otras casas, las abuelas aplastaban el plátano frito en el mortero para preparar el masaco y lo vaciaban en una gran olla, en la que luego mezclaban los pedazos de carnes silvestres charqueadas. Los adolescentes también ayudaban, en muchos casos eran los encargados de preparar el payuje, que es un fresco de plátano macho molido. 

Los hombres cruzaban la cancha con sus flechas y escopetas por la noche para adentrarse en lo profundo del bosque y por la mañana del día siguiente retornaban cargados de jochi, tropero, venado u otro animal salvaje.

Casi todos los comunarios se empeñaron en alistar todo para la fiesta, porque la celebración de 2019 ha sido doblemente especial. Fue la primera vez que se celebró luego de que el TIM recibiera oficialmente los títulos ejecutoriales de 183.722 hectáreas del territorio, esas mismas hectáreas que hasta 2011 las concesiones madereras disponían de su riqueza forestal

Después de casi 10 años de lucha, se reconoce como dueños de estos parajes a los cinco pueblos indígenas que habitan ancestralmente esta parte del sur de la Amazonía beniana.

“Ahora sí tenemos el título como dueños legítimos que somos”, me dijo Santos hace un momento mientras recordaba que hasta el 15 de agosto de 2019 el Estado boliviano no los reconocía como tal.

El ritmo del tambor es intermitente y algo lento mientras que el de la flauta es continuo y el que más envuelve el espacio. Casimiro —unos 50 años, delgado— luce su destreza con la flauta que toca con su mano izquierda y muñón derecho. 

Durante los dos días de fiesta, todos los comunarios bailaron música nativa, pero también colombiana, como se acostumbra a escuchar en Beni, y música cristiana traducida al chimán.l