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Siete casas vacías de Samanta Schweblin

Siete casas vacías es el más reciente libro de cuentos de la escritora argentina Samanta Schweblin. Recibió el premio de Narrativa Breve Ribera del Duero, ha sido traducido a veinte idiomas, lo que confirma su prosa cuidada y perso
Siete casas vacías de Samanta Schweblin



¿Vacías de qué están esas siete casas?

¿Qué es lo que ya no está en esas casas vacías del libro de cuentos de Samanta Schweblin (Argentina, 1978) Siete casas vacías?

Si están llenas de todo, de cajas, de memorias, de muebles, de azucareros, de ropa del hijo muerto, de tazas de lavandina, de toallas, de chocolatada, de ropa regada en el piso. Pero, a la vez, están vacías de normalidad, de salud, de vida y de cordura.

El libro más reciente de la escritora argentina Samanta Schweblin, Siete casas vacías (2015), está hecho de siete cuentos: “Nada de todo esto”, “Mis padres y mis hijos”, “Pasa siempre en esta casa”, “La respiración cavernaria”, “Cuarenta centímetros cuadrados”, “Un hombre sin suerte” (inquietante cuento que obtuvo el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012) y “Salir”, y todos ocurren en alguna casa común y corriente de Argentina. Situaciones comunes a todos, se podría decir, hasta que algo nos hace querer soltar la página y revisar si no hemos leído mal. Nos muerde el cuello una extrañeza que ya es un sello de la escritura de esta consagrada escritora.

En cada casa asoma esa extrañeza, ya sea en forma de miedo, de algo inquietante, sórdido o terrorífico. Como cuando, en “Un hombre sin suerte”, una pequeña se encuentra en la sala de espera del hospital con un desconocido que la llama darling y la lleva a la tienda para comprarle unas bombachas negras con corazoncitos blancos por su cumpleaños.

O cuando Lola, la anciana que quiere morir de una vez, en el cuento “La respiración cavernaria”, no se da cuenta de que el joven hijo de la vecina ha muerto porque ella no lo ayudó, porque ni siquiera recuerda el episodio, no recuerda que no recuerda, que se anota todo en listas, que eso del joven muerto no lo anotó. ¿Hay algo más extraño que eso? ¿Ser una vieja egoísta, cerrada, desear la muerte y no acordarse ser así?

Ese extrañamiento, que se respira en las historias de Siete casas vacías, puede que tenga que ver todo con Berlín.

Bullente, dinámica, energética. Berlín es una ciudad descrita así y es, además, extraña. El barrio de Kreuzberg, donde vive desde hace cuatro años Samanta Schweblin, está ubicado en el centro de Berlín. Estuvo rodeado, en tres de sus lados, cuando había muro, por el Muro de Berlín, y se volvió burbuja. Se llamaba en ese entonces SO36 y ahí apareció una cultura propia alternativa.

Schweblin hizo de esa burbuja carismática y rebelde de Kreuzberg su casa. Allí llegó el 2013 gracias a una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico DAAD, porque le ofrecieron, los del Instituto Cervantes, dar talleres literarios en español allí donde todos hablan alemán, porque podía escribir todo el día, porque su pareja abrió un restaurante ahí y porque Berlín, dice ella, “es un buen lugar para los escritores porque tienes la libertad, el dinero, el espacio y la energía también”. La energía del lugar.

La casa.

El techo de todo, pues.

Berlín ha aportado a que la escritura de Schweblin se acerque más a eso por lo que ella siente tanta fascinación, la extrañeza, el desconcierto. En ese barrio que muestra su naturaleza con grafitis en las paredes, callejuelas angostas propensas a lo ilícito y bares despiertos hasta la salida del sol se cocinaron los dos últimos, más leídos y traducidos libros de Schweblin: Distancia de rescate (2014) y Siete casas vacías.

En Siete casas vacías Schweblin nos lleva por corredores, salas, dormitorios y jardines donde todo ha empezado a cambiar, sin que los personajes puedan hacer nada sobre eso, ni sepan cuándo empezó o empezará a cambiar todo. Las historias del libro nos inquietan a los adultos, a los que tenemos que hacernos cargo de una casa, de una vida, de nosotros mismos. Los únicos que no se preocupan o no tienen problemas que resolver son los niños y los muy jóvenes. Y los hay por lo menos uno en cada cuento, los nietos que se desnudan como lo hacen sus abuelos seniles y locos y corren por el jardín con ellos en “Mis padres y mis hijos”, el hijo adolescente que recoge la ropa del hijo muerto de la vecina para botarla a la basura en “Para siempre en esta casa” o la niña que no se hace problema de irse con un desconocido que le compra ropa interior en “Un hombre sin suerte”.

Schweblin habla de las formas de habitar las casas hoy en día, de cómo cada uno es su propia casa independientemente de las estructuras que nos rodean que están cambiando constantemente, sobre todo las estructuras familiares. Pasa eso ya sean en casas familiares, en departamentos, en “cuarenta centímetros cuadrados”, en casas robadas, invadidas, en casas en otros países. El sinónimo de casa ya no es hogar. El sinónimo de normalidad ya no es cordura.

La propia escritora, cuando decidió quedarse a vivir y escribir en Berlín, cambió de techo, pero en esa energía ajena y de extranjería, de extrañamiento, ha desarrollado una voz muy personal y única.

Y no es casual, ya que el mejor lugar para la extrañeza es Alemania. No hay que olvidar que es allí donde el dramaturgo Bertolt Brecht acuñó el término “Verfremdungseffeckt”, en 1936, que traducido quiere decir “efecto de extrañamiento”. Este concepto estaba aplicado a las artes escénicas con el objetivo de evitar la alienación y adormecimiento del público al meterse en la trama y el argumento e identificarse con los personajes; este identificarse provocaba la evasión de las preocupaciones diarias haciendo del arte un mero pasatiempo, no un lugar de reflexión. El “efecto de extrañamiento” consistía en incluir en la narración, formal o ideológicamente, elementos que sacaran al espectador de la obra con el fin de hacerlo pensar y crear su propio criterio sobre lo que estaba siendo representado.

Ese efecto de extrañamiento se ha colado en los cuentos de Samanta Schweblin, ese efecto provoca con sus cuentos, nos mete en ese mundo fantástico de la locura, lo fuera de lo normal. Es imposible de identificarnos con sus personajes o la historia. Los comprendemos, los seguimos, pero la autora nos deja parados en el borde, nos lleva a ese límite donde con los pies mojados -como Lola, la anciana, que lleva las pantuflas mojadas cuando sale a reclamar a su vecina que su hijo, ya muerto, vive al fondo de su casa o como la novia de Mariano que sale a la farmacia a comprar medicina para su suegra y tiene las sandalias mojadas por la lluvia–, en un instante, comprendemos que bastaría un cable suelto en el piso para morir electrocutados.

Productora y gestora cultural - [email protected]