Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
  • Actualizado 00:00

Algunas conjeturas sobre El lugar del cuerpo

La ópera prima de Rodrigo Hasbún será lanzada en Cochabamba esta semana, en conmemoración de su décimo aniversario. Esta nueva edición en Bolivia está a cargo del El Cuervo.
Algunas conjeturas sobre El lugar del cuerpo



Un resumen posible de la novela debut de Rodrigo Hasbún podría ser: una niña sufre abusos sexuales por parte de su hermano. Ella no denuncia al agresor. Mientras, a su alrededor, la vida discurre normalmente. La niña concluye el colegio, deja su país, acaba por ser escritora. Tras una sucesión de romances y dos matrimonios, regresa a su país a morir, ya anciana.

Es un resumen posible. Marcar así El lugar del cuerpo, resumir de esta forma la anécdota de la narración, es, desde el vamos, marcar un lugar de lectura. Desde allí es que señalaré algunas características de estructura que me serán necesarias para desarrollar un par de hipótesis. La novela (breve, se diría –sin que ello comporte, de ninguna manera, un juicio: es un simple dato empírico) se divide en cuatro partes.

Es una novela de pocos personajes. Predominan la voz de un narrador omnisciente (sin identificar) y la de la protagonista: Elena. Incidentalmente, se oyen otras voces. Voces efímeras, accidentes, que se agotan en su enunciación. Flatus vocis. Una marca central del texto son las entradas, destacadas/separadas en cursiva, del narrador. De hecho, El lugar del cuerpo se abre de esta manera. La particularidad excluyente de estas entradas del narrador es que su voz tiende a fundirse con la de la protagonista.

No estamos ante un narrador frío, distante, indiferente, no. No es una cámara de video. Hasta se diría que es un narrador empático,que siente piedad por esa criatura a la que sabe condenada a la derrota desde antes de haber empezado la lucha: un narrador que quiere entender a Elena, la niña eterna, y que está restringido a acompañarla de lejos, sin poder intervenir. Testigo pasivo, inane (uno de esos unidimensionales angelotes de Wenders, pongamos por caso). De ahí, tal vez, el detalle ya mencionado: en cada aparición en cursiva, ambas voces tienden a fusionarse. Aparece una voz, sigue la otra y a menudo se crean zonas de indeterminación en que el lector no puede saber cuál de los dos hablantes ha tomado el texto.

Da lo mismo quién hable, El lugar del cuerpo no cae en confusiones chambonas: ése es, simplemente, su principio de organización. “La infancia es el desorden, unas pocas sensaciones, el origen del dolor”. Por lo demás, esta estrategia narrativa cruza la novela de tapa a tapa: el relato viaja de “ella” (voz del narrador) al “yo” (voz de Elena) sin solución de continuidad. La novela, en un sentido, es el registro de las peripecias de ese simbiótico desplazamiento entre un polo y el otro. Hay un truco en esta travesía, claro. Pero mejor no me adelanto.

El contrapunto a la distancia narrativa no es, sin embargo, la voz de la protagonista. Está en otro lado y no podía ser más drástico: entradas de diario, la ficción del yo escrita para consumo del yo, la exasperación de la intimidad. Si el narrador habla para el lector (el otro), el diario convierte al lector en voyeur, intruso: lo revela en su perversión esencial. Vale decir que el afuera absoluto que se hace texto en la voz del narrador está contrabalanceado por el adentro absoluto que surge del diálogo de Elena consigo misma, traducido en su diario. Curiosa acrobacia (recordar que, además, ambas voces, ambos lugares, a menudo se funden, se entrecruzan, intercambian máscaras. Larvatus prodeo podría ser, perfectamente, el lema de estas criaturas).

En/desde esa tensión, irresuelta, inconciliable, se narra El lugar del cuerpo. Esa irresolución entre adentro y afuera es el síntoma que habilita la novela, que define la vida de Elena, que demarca el cuerpo de esa niña eterna como un lugar de equilibrio inestable, sometido a demandas inconciliables.

Antes de continuar, vuelvo a la división en cuatro partes. Nótese la longitud de cada una de ellas. La “parte cero” (un título que le doy yo) narra el mito fundacional: la constitución del trauma. Una niña de 8 años (“quizás sólo de 7 años”, el narrador vacila, no lo sabe bien) es abusada por su hermano: “Un minuto después se quedó quieta. Lloró sólo cuando lo vio irse”. La parte uno describe la ficción ideológica de la infancia burguesa. Vida familiar (asignación de roles), atenciones de criada, escuela, travesías narcisistas, primeras incursiones en lo prohibido, entrenamiento en el uso de los placeres, dominio de la escritura, elección de objeto. No hay especificaciones temporales. Tan solo vagas referencias (Elena empieza a fumar a escondidas, por ejemplo). Es interesante que la única escena escolar se detenga en una clase de Biología (en la parte en que se narra el adiós a la infancia) y que al cierre de esta escena los chicos apelen al apócope “Biolo”.

Elena, a quien han comunicado que la adelantarán de curso en razón de su precoz aprendizaje (ella es(tá) “más avanzada” que sus compañeras), ha salido al patio de la escuela y ve, por primera vez, a su hermano abrazando a una chica. “Quizás a partir de ahora (él) dejaría de entrar” a la habitación de Elena, al cuerpo de Elena: los lugares de Elena, sin saber quién pronuncia esta frase mutilada (si el Narrador o Elena), alguien interrumpe el ensimismamiento de la protagonista diciendo, “al principio de la clase nos dijeron que ya no estarías en el curso” (el cuerpo social de Elena cambia de lugar: es un cambio anómalo, dictado desde afuera, por las autoridades del colegio, impuesto). “¿El de Biolo?”, responde Elena, que sigue mirando a su hermano, el que la violó. Fonéticamente son palabras muy semejantes, la traducción a escritura -la caída del habla en escritura- viola, en parte, esa semejanza). “Sí, ¿cómo sabías?”, pregunta la amiga. “Porque hoy nos tocaba Biolo”, repite Elena, que sigue mirando a su hermano (leamos otra vez: “hoy nos tocaba”.

Lo dice la niña violada observando a lo lejos a su violador: habla desde la inmanencia, el presente eterno del trauma, el pasado siempre es hoy, el evento siempre está ocurriendo ahora. Si el hermano, para Elena, es “una mano guardando los gritos inútiles, otra acariciando nalgas, metiendo dedos”, con sólo verlo abrazar a una chica ella reactualiza el trauma, es reenviada a la escena traumática, y así los toqueteos de ayer se traducen en ese “hoy nos tocaba”. Ese nosotros lo forman la Elena de la escena fundacional y la Elena que recuerda, que es devuelta a esa escena al observar a su violador abrazando a otra chica.

Hasbún prescinde de los pronombres, esos marcadores de lugares de enunciación. Una pista: usar pronombres introduciría un corte, una distancia, justamente allí donde se trata de construir continuidad). Así concluye la primera parte. Es decir, la infancia/adolescencia de Elena se cierra con una modesta fantasía de revancha (mirar sin que el mirado lo sepa: una forma de violación de la privacidad, una invasión del cuerpo del otro, que es lo que hace el lector al leer las entradas del diario). Esta parte es la más extensa de todas. Necesariamente. Aquí está toda la novela (neurótica de Elena).

La segunda parte nos muestra a la protagonista viviendo sola, en el exterior. Describe las turbulencias del pasaje iniciático en la escritura y en las relaciones de pareja, los rituales y desencuentros amorosos: exploraciones del cuerpo y del lenguaje, al dictado del deseo del “Otro”. Planes de varias novelas, escenas de lesbianismo, excesos, intensificación de la escritura del diario -notar el doble movimiento: mientras más sale al mundo, al afuera sexual, paralelamente, más se encierra en sí misma (el diario)-.

“No podía dejar de pensar en la vida allá, al otro lado”. “Los sueños siempre sucedían en la ciudad natal” . Entrar en la madurez es ir al encuentro de un “Otro”. Elena hace el viaje literalmente: se va a otro país. Quiere ser otra, refundarse: “¿Nunca sentiste la necesidad de empezar de cero en un lugar donde nadie te conoce?”, le pregunta ella al primer hombre con el que convive. En todo relato de iniciación siempre hay agua y el héroe tiene fantasías de inmolación que no son suicidas sino expresiones del deseo de transformación. Elena se va a vivir a una ciudad a orillas del mar. “Se quedaba mirando las olas durante horas. Imaginando maneras poco dolorosas de matarse”. Arquetípicamente, los espacios acuáticos son lugares donde se gesta el renacimiento, el cambio: fons et origo de toda potencialidad.

La parte tres narra la entrada en la formalidad burguesa, la producción, el trabajo (pero no hay reproducción: Elena ha tenido varios abortos -leímos en el introito- pero no tiene hijos). Más planes para libros futuros. “Se ha propuesto escribir un libro de memorias, el libro de la desaparición”. Amoríos erráticos. Enfermedad terminal. Proliferan entradas de diario que ahora aparecen fechadas. “Este diario como comprobación de que vivo, como constatación de que hago lo que digo que hago”. Así como proliferan las escenas de lectura del diario. “Releyó fragmentos de su diario, cuadernos sueltos, uno de cuando tenía veintidós años, otro de cuando tenía cuarenta (ahora copia pedazos de ése), otro de cuando tenía cincuenta y cinco. Escriben distinto pero piensan igual. Idéntico a como pensaba ya la niña de siete, la de nueve o doce”. Es decir, el tiempo comienza a hacerse real, deja de ser una inmensidad compacta y empieza a ser experimentado físicamente como sucesión (en la infancia el tiempo no existe).

El siguiente segmento describe el regreso a la semilla (el país, la casa, la familia, la lengua) y la muerte. El imposible/ineludible regreso. “You can always come back, but you cannot come back all the way”, como canta Bob Dylan. Ha pasado demasiado tiempo (30 años). “Detesta mostrarse vulnerable, débil. Detesta sentirse así. Algún día escribirá sobre todo eso y ése es su único alivio. La vida para escribir la vida”. La parte final enumera los despojos. Al menos eso parece. Desde afuera.

Al interior de cada uno de estos capítulos, sin embargo, de lo descrito antes, las escisiones no son tan drásticas. Están permeadas por las irrupciones del narrador. Irrupciones que básicamente tienen la misión de recrear, reflotar, reactualizar la escena fundacional: así como la voz narrativa se desplaza constante y casi imperceptiblemente de “ella” al “yo”, el relato se desplaza de la escena del abuso sexual infantil a la escena de la Elena anciana, una “vieja repugnante”, escribiendo sus memorias: el relato se estanca en ese vaivén entre dos escenas únicas.

En su afán de entrar en el mundo de Elena, el relato nos compele a reflotar la escena que Elena revive una y otra vez, por diversas vías. Y lo hace sin miramientos: casi con las mismas palabras. No añade detalles. No relativiza el asalto, no deja caer comentario alguno, no juzga. Lo recuerda tal cual. En un sentido fuerte, El lugar del cuerpo es la novela de la persistencia del trauma: “lo único que se repite es lo irrepetible”. La tentación de ceñirse a una lectura freudiana cerrada es, por tanto, muy marcada. Trataré, en lo posible, de evitarla.

En El lugar del cuerpo, la violencia intrínseca al íncipit novelesco se practica como una ablación: extirpando del cuerpo de la novela la narración de la escena traumática. El incipit de El lugar del cuerpo es y no es parte de la novela. Define el “afuera”. Lo que no se puede integrar al relato (como no puede Elena integrar el incidente fundacional a la textura de sus conflictos emocionales: siempre será sobrepasada por ese fantasma). Y es, a la vez, lo que echa a andar, hace posible, da lugar al relato. El introito es lo que no tiene lugar, porque excede todo cuerpo, todo marco. Este “punto cero” precede al “inicio” en sí de la novela, se presenta en cursiva y relata la profanación del cuerpo de la niña: su violenta expulsión del lugar de la inocencia. Más violento aún porque ella elige el silencio: así, lo que espera por Elena en el más allá del trauma, es aquello de lo que no se puede hablar: nuevas infancias, cíclicas, idénticas (in-fans, etimológicamente, es lo que no habla). Para salir de allí, Elena intentará fugarse por la escritura, desdoblándose en su diario, su ficción privada, y los libros, su ficción pública).

Escritor