Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Al señor de las mareas

Al señor de las mareas

De repente un  silencio gélido  traspasa muros y distancias, se apodera de uno todo, contados son apenas instantes que enmudecen los trinos de las aves, las flores se mustian y la desazón y la tristeza aprietan en todos los rincones y partes del propio ser; recién luego, como un vendaval, sin truenos ni relámpagos anunciado, un dolor extraño, intenso y angustioso aprisiona la existencia ; es la muerte que galopante hace su presencia y azota, como triunfante, tu humanidad toda. 

Como por sortilegio inexplicable viene, casi de manera sacramental o acto de fe, surgen nítidos los versos de Hernández: temprano levantó la muerte el velo/temprano madrugó la madrugada /temprano estás rodando el suelo. Es el tiempo del luto.

Mi hermano mayor dejó de vivir en este mundo, embarcó sin ayes lastimeros, como quien dice adiós con un imperceptible guiño, hacia al infinito, al más allá, lugar donde  moran las almas bondadosas: los ancestros que nos precedieron. No fue la pandemia universal, millonaria sepultadora de seres humanos, la causante de la desventura familiar, fueron padecimientos antiguos que se encargaron de minar su cuerpo, sin socavar un ápice su alma, su señorío. El señor de las mareas, el buscador de ilusiones, el mochilero  que cargaba ilusiones practicando a su paso malabares y prestidigitación, se fue hacer coronas de estrellas y sorprender a  los ángeles, negándole a la muerte su victoria.

El clan familiar al que perteneció, no pudo, por la cuarentena en la que nos hallamos, darle el adiós conjunto, no hubo el himno de despedida, el abrazo doliente que presagia el seguro reencuentro futuro; no le fue dado a sus deudos, estar presentes en su velorio y menos aún, acompañar con paso funerario a lo que algunos llaman: última morada. La familia, salvando geografías y tiempos horarios, mediante el internet, se agrupó, sosegadamente, en torno de la memoria del viajero que anticipó su partida a horizontes sin cadenas, quedando solo el íntimo convencimiento y la certeza, que la verdadera residencia final se halla en el corazón de los que quedan, allí se  anidan los amores y los recuerdos, las venturas y la certeza esperanza del recuentro en el infinito.

Este es mi obituario debido a mi hermano Hernán Jordán Quiroga, hombre leal y valiente. Mis disculpas debidas al periódico  Opinión y sus lectores, por ocupar mi columna para una situación personal e íntima.

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