Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 16:06

El dinero



Es posible que cuatrocientos años antes de Jesucristo, perdieran las tierras su tradicional valor, ya que ellas habían sido hasta ese momento, la riqueza secular y estática, sagrada y heráldica, difícil de negociar sin los permisos religiosos o los drásticamente familiares. Y así, en cierto momento estelar de la historia fue sustituida por la moneda que apareció en el mundo con los resplandores de un estallido repentino y fulgurante y cuya expansión hirió las ambiciones del hombre, causando en su vida una nueva y alucinante vibración. El orgullo, el amor, el odio y todas las pasiones del género humano sufrieron el impacto de su estupendo poder. Ella era la representación simbólica de una riqueza cambiante, móvil y dinámica, que podía darle en pocos instantes, libertad al esclavo o esclavizar virtualmente al amo.

Con el vuelo de los siglos, el dinero, -emperador del nuevo ámbito universal- sin limitaciones ni fronteras hizo tambalear la fe de las religiones y pudo comprar el alma y el cuerpo de las personas. La sociedad, dueña de tan singular savia, emprende la conquista del mundo destruyendo toda otra riqueza que no fuera la del oro y absorbiendo las tierras al servicio de su voracidad. Y entonces, empieza la cruenta lucha de pobres y ricos que no finalizará nunca.

En los siglos en que vivimos, todo está supeditado al dinero. Las guerras, las revoluciones, las conquistas del espacio como las del átomo. Lo moral y lo material y hasta la vida y la muerte. El rico al pensar que tiene dinero es feliz y el pobre lo es, esperando serlo. El oro es pues el maestro moderno del crimen y el señor de las tentaciones, como también es de lo bello y de lo permanente.

¡Oh! el Dinero...

En servicio suyo aparecen y desaparecen, como secuencias cinematográficas, las grandes fortunas de largas familias y entonces por lógica inercia, nacen herencias y mayorazgos. Herencias y mayorazgos que no son más que graciosas concesiones de la casualidad consanguínea, recibidas por gentes que acaso -sin los atributos vitales para poseerlas- resultan dueñas universales de poder y dinero. El dinero es pues un Dios. Hace milagros o provoca tragedias. Es el moderno Becerro de Oro de las grandes zonas pobladas como de las pequeñas, donde se producen los fenómenos económicos de las riquezas y su cambiante fluctuación, convirtiendo a ricos en pobres y a estos en ricos...

Y AHORA LA ANÉCDOTA...

Su destino fue como el de un tormentoso mar que golpeara el acantilado de su existencia, con sus estallantes legiones de espumas. Así su vida pudo tener el brío de las olas pero solo albergó la modestia del manantial que se pierde consumido por la tierra reseca y sedienta. Joven, sensible, ingenuo y vivaz. Tremendamente infantil y exhibicionista hiperbólico, quedó huérfano a los diez y siete años y dueño de una herencia aproximada a los 300 mil dólares. Aquel día de 1919, se sintió tan solitario como un niño perdido en el altiplano, ya que los restos de su madre -bondadosa matrona de la sociedad cochabambina- se velaban esa noche. Acaso no comprendía el adolescente en toda su magnitud, la trágica significación de aquella muerte que lo dejaba solo y dueño de tan fabulosa fortuna. Con tanto dinero y tan pocos años, quedó a merced de las perfidias del mundo.

Se llamaba Enrique Quiroga de la Vega; cursaba el quinto año del Colegio "Sucre". Sus condiscípulos Juan Gumucio, Enrique Rivero, Juan Galindo y el "Challcu" Escalera -abuelos hoy- lo apodaban el "Curro" por su extraordinario parecido con un torero español que llegara a Cochabamba y fracasara en su primera corrida.

Ya fuera del colegio y adquirida su mayoría de edad, entregóse frenéticamente a gastar su fortuna; estimuló con el brillo de su oro el primer "strip tease" de livianas "cholitas" de la calle del "Diablo". Compraba caballos de carrera y automóviles caros. Guantes y sombreros por docenas. Ebrio, derrumbaba cristalerías enteras a bastonazos y firmaba el cheque por su valor, ante los asombrados ojos del tendero. Su vida era una vorágine sin fin. Nunca se casó, pero tuvo una hija a la que él llamaba con inconsciente y sardónica malicia "la Sin Ventura".

Y francachelas ruidosas de compadres y amigos, festivos y coloridos "diachacos" con dilatadas "corcovas" y bautizos, entronizaciones y confirmaciones, eran la vibración continua de su vida ante la atónita mirada de la sociedad cochabambina de entonces, mientras que los "amigos", esos "amigos" que aparecen frente a los panales de oro, libaban dulces porciones de su dinero con la misma actividad zumbadora de las abejas. El "Curro" no hizo ni un viaje al exterior. Ni tuvo una visión reveladora del mundo. Ni fue dueño de ninguna empresa, ni autor de una generosa obra social.

Y así, consumiéndose a sí mismo, acabóse su tesoro hereditario, como se termina el jabón en pompas de burbujeante y sutil lavaza. Ya pobre, sin un centavo y sin amigos, enfermo de dolorosa cirrosis y dipsomanías frecuentes, se fue a La Paz. Allí se lo vio unas veces de agente de Policía y otras de humilde cobrador, pero mostrando siempre acrisolada honradez. Y perdida su moral humana se embriagaba en sórdidos tugurios, quizá para olvidar sus penas o recordar su pasada grandeza.

Y una noche, mejor una madrugada triste y lluviosa de La Paz y más triste todavía con el ulular de los vientos montañeses, hallaron en un desmantelado "cuartucho" de la avenida Pando, el cadáver del hombre que había ingresado a la vida por la dorada puerta de la riqueza y se iba de ella por la dolorosa de la miseria.

Encontraron entre sus ropas, una vieja hoja de papel, con las trazas de un incomprensible testamento que decía: "Le dejo todo lo que tengo a mi hija Sin Ventura... "Nadie sabrá nunca lo que sintió el "Curro" al escribir tan fantástico y extraño mensaje...