Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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El Chaco



Corría el mes de noviembre del año 1932. En junio del mismo año se había declarado la Guerra del Chaco y en aquel momento fuertes contingentes paraguayos cercaban el fortín "Boquerón", que después había de ser la gloria del pueblo boliviano, por la heroica defensa y el tradicional valor de sus soldados.

En Cochabamba, aquella noche antes de la partida de un nuevo destacamento, había llovido sin cesar. La ciudad mostrábase como después de un baño. Grandes charcos de agua, cual espejos rotos, devolvían al cielo el reflejo claro del amanecer...

Bajo su luz todavía difusa, marchaban los soldados del nuevo contingente hacia la estación ferrocarrilera de "San Sebastián" en medio de una gemebunda multitud que les hacía calle. Eran familiares y amigos que despedían con los ojos húmedos a los seres amados que marchaban...

¡Cuántos para no volver más!...



En una escuadra se ve a un soldado llevando con mano firme a su pequeño hijo, como aferrándose a la vida por medio de ese vínculo que pronto tendrá que dejar...

En otra parte, una mujer joven aún, corre desesperada detrás de un muchacho de ojos claros y melancólicos. José Froilán Peralta se llama y es oriundo de una provincia cochabambina. La tropa llega a la estación y el resplandor solar, saltando sus pinceladas de luz...

Y en el andén, como un monstruo brotado de alguna leyenda, acecha la locomotora, envuelta en vapores calientes, como atacada por extraña tos de sus émbolos y calderas...

Casi todos los soldados están ebrios, vociferantes o silenciosos. Solo José Froilán Peralta se mantiene sereno, pero con los claros ojos nublados por la pesadumbre...

Una banda de músicos hiende el aire desde la dorada boca de sus cornetas con vibraciones penosas y la muchedumbre eleva el diapasón de su algarabía dolorosa, cuando la tropa se ubica en los vagones de un tren que lleva desde ese momento carne joven y fresca para alimentar a los cañones de los campos de batalla... Entonces, hay voces femeninas desesperadas que claman:

-Apolinar, Apolinar, ¿dónde estás hijo mío?... Cuidado mi amor. Que Dios te proteja...

Un punzante pitazo corta como bisturí el edema formado por el dolor de la multitud. Y entonces, por un instante, se produce el solemne silencio del estupor, la consternación y la muerte...

Es la guerra, esa horrible criatura alimentada de pólvora y de plomo. Es la guerra siniestra, tumba de la paz y alborotado mundo de buitres y de cuervos. Feria de sangre y fiesta del dolor. La guerra es el olvido de los sentimientos fraternales, de lo generoso y de lo bueno. Es el hombre convertido en lobo y cuyo destino solo dependerá de una ardiente abejita de acero llamada bala que lo alcance o de una bomba que lo integre a la atmósfera...

Y AHORA LA ANÉCDOTA...

Ese José Froilán Peralta de nuestra historia parecía recoger con el acopio de sus veinte años, el desconsuelo infinito de su joven madre, viuda de su padre muerto durante una refriega política de Catavi. Hijo y madre se habían compenetrado desde entonces, como las partículas vivientes de las células...

-Mamita, mamita- le decía a la madre. He de volver pronto. Espérame siempre... siempre...

-Froilancito, criatura de mi vida, le pediré a Dios que vuelvas porque eres mi carne y mi sangre...

Con ruido de cadenas y de ruedas el convoy inicia pesadamente su movimiento, arrastrado por una máquina, esta vez envuelta en humo negro, como una bandera de presagios. Froilán ya sobre el estribo, siente que la mano de su madre se crispa en la suya, hasta que la velocidad las separa, como rompiendo así la dorada cadena de sus infinitas ternuras...

El tren se pierde en las lejanas colinas y aquella madre entre la sollozante multitud. Cuando se disemina la muchedumbre, hay sobre el andén un cuerpo tendido. Es la madre de José Froilán Peralta, cuyo corazón no pudo seguir latiendo. Y allí murió...

José Froilán llegó al frente desconociendo la tragedia. Y cayó prisionero durante una operación del enemigo. Y nunca más se supo de él...

El destino eliminó sus vidas cortando el eslabón que las unía y como con piedad, privóles de saber cuál fue el final de sus existencias. Acaso en una estrella se encuentren alguna vez y allí cumplan su juramento de no separarse más...

El vuelo

Volar como las hojas batidas por los vientos de otoño o volar como las nubes o esas aladas criaturas que son los pájaros, fue siempre la ambición suprema del hombre. Acaso soñaba este gusano de la tierra, convertirse en crisálida y luego en mariposa de vuelo juguetón. Sueños de aquellas edades porque la biología del organismo humano mostró siempre que ni brazos, ni piernas exhibían la fuerza suficiente como para remontarlo por los aires...

Cuenta la poética mitología griega, que Ícaro, un semidios ingenioso, pegóse con cera a los brazos dos inmensas alas y se elevó rumbo al sol. Pero cerca del astro, ellas se derritieron, originando la caída del semidios...

Enfrascados ya dentro de la realidad histórica podemos decir que genios como Da Vinci, Bacón o Borelli, fueron los precursores intelectuales de la aviación moderna. Y hombres surgidos de las muchedumbres incultas pero vibrantes de la Edad Media que tratando de conquistar el espacio perdían la vida al estrellarse desde las almenadas torres, porque alas o quitasoles, inventados entonces, resultaban imperfectos...

Y así, la ansiedad del hombre, se estancó varias centurias hasta que en los siglos XVIII y XIX se insinuaron los primeros globos aerostáticos, y las primeras máquinas voladoras con motores más pesados que el aire. Los hermanos Mongolfiere fueron los héroes de la aerostática, como lo fueron Hanse, Maxim y Richet de los motores...

Al comienzo de nuestro siglo los Dumond, los Wright, los Bleriot, lograron volar distancias apreciables al atravesar el Canal de la Mancha en vuelos ininterrumpidos y luego Lindberg, Franco, Italo Balbo que cruzan el océano...

Y desde aquellos días la aviación protagoniza un estupendo salto de gigante. Se construyen aviones a "chorro", que alcanzan velocidades escalofriantes y rasgando el campo de la balística, las máquinas del aire se convierten en cohetes que son virtualmente balas del espacio que llegan a la luna y lo harán a otros planetas...

En 1917 arriba a Cochabamba, un joven aviador chileno llamado Page que realiza espectaculares vuelos sobre las desecadas llanuras de Alalay. Poco después Juan Mendoza, entonces intrépido adolescente y hoy viejo patricio boliviano, surca los cielos de nuestros valles en cierta débil y temblorosa avioneta de frágiles y sutiles alas. Sus vuelos son legendarios cuando se eleva sobre las accidentadas pampas de Jaihuaycu, acompañado unas veces de la hermosa y valiente joven Adela Ettiene y otras de don Luis Castel Quiroga, años más tarde buen Alcalde de Cochabamba...

Jaihuaycu, fue el sitio escogido por Mendoza como pista debido a sus duras y arcillosos suelos aunque adhesivos cuando húmedos. La zona era entonces región donde se fabricaban tejas y ladrillos, con excavaciones profundas en busca de sus tierras. Excavaciones que durante la época de lluvias conformaban hondos y profundos pozos de agua hasta de veinte o más metros de diámetro...

Y AHORA LA ANÉCDOTA...

Rodolfo Torrico Zamudio, era el bohemio de los caminos, de los cerros y de las selvas. Peregrino de los plácidos cuadros de la Naturaleza, el "Tunari" fue su montaña heráldica y el "Chapare" su callado y solemne refugio. Por su andar incesante se le llamaba el "Turista". Pionero de la aventura era el caballero andante de los entuertos y el drama, la primera figura de toda inundación, incendio, accidente o revolución. Acaso porque en su alma había una reserva de profunda curiosidad por aquello que rompiera la rutina diaria de su vida...

Una clara mañana, habíanse reunido cientos de personas en Jaihuaycu para ver volar a Mendoza en su frágil navecilla, llevando como pasajera a la bella Adela Ettiene...

Luego de sobrevolar el campo ante la admiración del público y en alternativa forzada de aterrizaje, tocó tierra, pero en su carreteo violento sumergióse repentinamente en el charco más grande de la zona. Y allí quedó inmóvil cual una gaviota herida...

Entre el público, testigo del accidente, encontrábase Rodolfo Torrico Zamudio, el singular "Turista", quien veloz y pleno de generosa intención de salvar a los tripulantes de la avioneta, llega al lugar y por medio de un portentoso saltó de atleta, trata de salvar la distancia desde la orilla hasta una de las alas del aparato. Pero con el peso de su juventud perfórala y la atraviesa cual una bala y desaparece tragado por las aguas turbias y barrosas, en cuyo fondo parecería que sus pies quedaran presos por la pegajosa greda...

Y solo unas burbujas gigantescas denuncian el sitio en que el valeroso "Turista" quedó sumergido...

Cuenta la tradición que haciendo gala otra vez de su valor, Adela Ettiene que estaba ilesa junto a Mendoza, se arroja al agua y extrae al extraño náufrago, salvando de tal manera a su salvador...