Warmi kewiñas: las mujeres que siembran sus sueños mientras reforestan bosques en Cocapata
Betty Durán e Irma Vicente son dos jóvenes guardianas de kewiñas que viven en Chiaraje, comunidad de Cocapata. Ambas cultivaron 100 mil plantines, junto con la fundación Faunagua, a través de un proyecto que busca revalorizar plantas nativas en Sudamérica.

Luego de 10 meses de espera, los plantines de kewiña están listos para mudarse a su nuevo hogar. Los pobladores de Chiaraje, una comunidad de Cocapata a 3.800 metros sobre el nivel del mar, se visten de fiesta y se reúnen alrededor del vivero comunitario para ser parte del ritual: ayudados con picotas, comienzan a romper la tierra y extraer las plantas a raíz desnuda, mientras las aglomeran sobre aguayos. Al terminar, se cuelgan los tejidos en la espalda, como wawas (bebés), y comienzan la romería por las laderas de la montaña hasta llegar a la cima. En toda la ceremonia, dos mujeres guían con esmero al resto de las personas. Sus rostros no pueden ocultar la felicidad que les da ver el fruto de su trabajo, como tampoco el nerviosismo de mantener todo bajo control. Cuidan a sus ‘hijos’ como guardianas del bosque. Ellas son las warmi kewiñas.

Bertha Durán e Irma Vicente no solo comparten la ‘maternidad’ del vivero de kewiñas de Chiaraje, sino también parte de su historia: nacieron en Cocapata, migraron a Marquina, a dos horas de su comunidad, para estudiar la colegiatura y volvieron a su pueblo cuando se convirtieron en madres. En medio, una trabajó en un vivero donde aprendió a cuidar las plantas y la otra fue cantante de mariachi. Además de su complicidad juvenil, a sus 24 años las dos tienen algo claro: quieren cumplir sus sueños.
A 3 grados centígrados, en medio de viento y una lluvia que no termina de caer, los pobladores de Chiaraje comienzan el acto oficial de reforestación del proyecto “Restauración de los bosques de Polylepis (kewiña) en las cuencas de Misicuni y Altamachi (Bolivia)” ejecutado por la organización Faunagua. Las autoridades municipales y comunales junto con representantes de la institución se reúnen en un área común para ser parte del ritual. Todo es una fiesta.

Betty, como conocen a Bertha, es una de las primeras en compartir palabras frente a los invitados. Enfundada en una blusa roja, con pollera verde, chompa amarilla y sombrero negro, comienza su exposición. Mientras explica cómo cumplió con su labor de viverista, mueve las manos, como si estuviera recitando un poema, y se arregla el sombrero a la vez que sonríe.
La fila de autoridades, con el Alcalde de Cocapata al centro, tiene un florero adornado con plantines de kewiñas sobre la mesa, algo poco habitual, pero representativo para la ocasión.
Algunos dirigentes después, es el turno de Irma. De estatura baja como Betty, es más tímida en su discurso. Vestida con blusa azul floreada, pollera roja, chompa beige y sombrero con cinta de colores, explica su labor al principio del proyecto, desde la plantación de los primeros esquejes hasta la cosecha de los plantines adultos.
Eliza Choque es otra warmi kewiña. Es ingeniera forestal y responsable técnica del vivero desde diciembre del año pasado, trabajo que la condiciona a viajar dos veces al mes desde Punata, donde vive, hasta Cocapata. “Al ver a las kewiñas, da ganas de cuidarlas, están creciendo, se siguen desarrollando gracias a los cuidados que nosotras realizamos”, describe.
Después de terminar las palabras en conmemoración al acto, las autoridades dan los primeros golpes con picota a la tierra y sacan los plantines de kewiñas. Irma y Betty les guían, observan cuidadosamente los movimientos de los invitados y ordenan el procedimiento. Finalmente, se arman sus propios aguayos y se los cuelgan para dar inicio a la romería, mientras un grupo de pobladores toca música con flautas hechas con restos de cañerías de plástico.

La lluvia comienza a caer suavemente y la temperatura desciende. Los pobladores y autoridades de Chiaraje se unen en una marcha por la ladera de la montaña hasta que, luego de unos 10 minutos de caminata, llegan a la cima e inicia la verdadera fiesta. Tomados de las manos, forman una ronda y comienzan a bailar, a modo de calentar el cuerpo ante una lluvia más persistente.
Irma y Betty asumen, nuevamente, el rol de guías y cuidadoras. Reciben la lluvia como buen augurio para la plantación y se encargan de poner en tierra hasta la última kewiña recolectada. “Yo me siento satisfecha viendo a las kewiñas, que yo las vi crecer. (Ahora) ya están en los cerros”, dice Betty.
La experiencia de Durán con las plantas hizo que recibiera la confianza de su comunidad y de Faunagua para hacerse cargo del vivero. Su interés desde que llegó el proyecto a Chiaraje fue evidente. Betty asistía a todas las reuniones de coordinación y ayudó en el inicio de la plantación.
Su relación con las plantas se afianzó en la adolescencia, cuando trabajaba en una florería de Marquina haciendo injertos.
“Son como mías (las kewiñas), porque yo las he visto de pequeñitas, las he cuidado, las he desyerbado. Son mis hijas porque junto conmigo han ido creciendo. Les hablaba para que estén bien. Cuando les daba más cariño, yo las veía crecer más”, sostiene Durán.
La joven volvió a Cocapata luego de casarse. Es mamá de dos niñas, una de siete años y otra de nueve meses. Con la última en brazos va todos los días al vivero. Dice que es una bebé tranquila y puede realizar su labor sin mayor problema. Además, junto con su esposo se dedican al cultivo de papa.
Recuerda la primera planta que puso en la tierra, en medio de una ch’alla rindiendo tributo a la Pachamama. En aquella ocasión le pidieron a Dios que cuide su plantación y permita el éxito de la reforestación.
La maternidad también es un rol que comparte con Irma. A diferencia de ella, Vicente tiene dos varones, uno de cinco años y el otro de tres meses. Entre risas, dicen que la tierra de Chiaraje es bastante fértil, lo que toman como buena señal para las kewiñas.
Betty se encarga del cuidado actual del vivero, mientras que Irma ayudó a construir los cimientos y fue parte de las primeras plantaciones cuando aún estaba embarazada de su último hijo.
Pero la vida de Irma no siempre estuvo ligada al trabajo con la tierra. En otros tiempos, fue cantante de mariachi, en homenaje a su voz le decían Vicente Fernández, viajaba por Brasil y Argentina y soñaba con dedicarse a la música.
Cuando cuenta su historia, la nostalgia la embarga. Su familia tenía un grupo de mariachis al que se unió siendo una niña. Como ya se había mudado de Cocapata a Marquina, estaba más cerca de la ciudad. Comenzó a tomar cursos de canto y los viajes se volvieron recurrentes. Sin embargo, todo cambió cuando conoció a su esposo y volvió a Chiaraje para dedicarse a la siembra de papa.
El trabajo con las plantas tampoco era ajeno para ella. Mientras era adolescente trabajaba en una florería desyerbando las plantas. Así que cuando llegó Faunagua con el proyecto de reforestación fue de las primeras en sumarse.
Aunque ahora no es responsable directa de los plantines, visita seguido a su amiga. Cargada de su bebé, va al vivero y lleva coca para masticar junto con Betty, mientras sacan las yerbas, riegan la tierra o le hablan a las kewiñas para darles cariño.
“Es como si les estuviera acariciando, queriendo. Les veo crecer cada vez más. Chiquititos eran cuando llegaron y ahora son grandes”, dice Betty.
EL PROYECTO

El proyecto que despertó el liderazgo de las dos warmi kewiñas, “Restauración de los bosques de Polylepis (kewiña) en las cuencas de Misicuni y Altamachi (Bolivia)”, es llevado adelante por Faunagua, una organización que es parte de la iniciativa de Acción Andina con el soporte de Ecoan y Global Forest Generation.
A través de este proyecto, que busca reforestar los bosques de Sudamérica con especies nativas, se incluyó a Chiaraje como una de las comunidades ideales para albergar bosques de kewiñas.
Faunagua se encarga de la producción de 100 mil plantines de Polylepis a raíz desnuda utilizando esquejes y brinzales.
Víctor Cáceres, jefe de proyectos de Faunagua, explica que emplean ambas técnicas por un tema de tiempo. Cuando se siembra desde la semilla, la planta tarda en germinar un mes y, en nueve meses, apenas crece 4 centímetros de altura.
Los plantines que lograron producir estos 10 meses miden entre 25 y 30 centímetros. La plantación se realiza en esta época del año para aprovechar las lluvias estacionales. El objetivo es producir 100 mil kewiñas anuales.
Eliza Choque afirma que utilizan abono orgánico hecho con sustratos de tierra negra, tierra vegetal y arenilla, además de restos de kewiñas.
Esta planta es tan antigua como la cultura de la zona. Según Cáceres, los incas utilizaban la kewiña para almacenar agua en sus bosques; desde esa época se destaca por sus beneficios hídricos. Cada árbol puede vivir hasta los 150 años y mide más de 3 metros. “La kewiña es considerada un árbol milenario porque atrae la lluvia”, añade Víctor.
Para implementar este proyecto se realizó un estudio que evidencia cuál es la relación entre los comunarios y la kewiña. Los pobladores más antiguos, entre los 70 y 80 años, crecieron viendo estos árboles frondosos, los utilizaban para extraer leña, además de hacer preparaciones medicinales. Nunca pensaron que les faltarían o que tenían que plantar más. Sin embargo, con el tiempo, vieron cómo sus bosques fueron cambiando su composición.
“Con el proyecto queremos reponer todo eso, porque es la planta con la que se identifican”, sostiene Cáceres.
Como parte del plan, los pobladores donaron el terreno de 1.300 metros cuadrados donde se construyó el vivero y se comprometieron al cuidado de todos los plantines hasta que sean árboles. “No podemos decirles que no usen (la kewiña), ellos han usado tradicionalmente. Pero están comprometidos a cuidarlos, hacerlos crecer y protegerlos de cualquier daño”.
APRENDIENDO A LEER

Como impacto secundario del proyecto, se comenzó a hacer la alfabetización a los pobladores, sobre todo enfocado en adultas mayores.
Era común que las mujeres que no sabían leer prefieran no participar en las actividades de intervención por la vergüenza. Les pedían a sus hijas que llenen los formularios con sus nombres o simplemente elegían no integrarse.
Sin embargo, una de las responsables del proyecto se encargó de enseñarles poco a poco. Les daba tareas para que hagan en sus casas. En principio, algunas estaban reacias a recibir información, pero fueron apropiándose del conocimiento.
“Yo no entré a la escuela, no sabía leer ni escribir. Entonces estoy aprendiendo ahora. Ya sé escribir mi nombre”, dice la comunaria Leonisa Gabriel, de 60 años.
Entre sus tareas está repetir su nombre y crear su firmar. Junto con otras señoras de su edad se dedica a hacer sus deberes para presentar a su profesora. “Me siento bien porque no sabía escribir nada”, asegura.
Algo similar sucedió con los varones, quienes recibieron capacitación de la Gobernación para atender incendios forestales, aunque también hay mujeres bomberas.
Luego de terminar el ritual de reforestación de kewiñas, todos los comunarios bajan del cerro y vuelven al punto de encuentro. La lluvia desaparece y el sol resplandece con fuerza. La comida está lista: carne de llama, papa y plátanos cocidos bajo tierra y con piedras calientes, técnica conocida como huatia.
Mientras todos comparten el momento de alegría, Betty e Irma rememoran cada uno de sus sueños. La primera quiere abrir su propio vivero especializado en plantas nativas para emplear toda la experiencia que adquirió hasta ahora y seguir rodeada de árboles.
En cambio, Irma anhela volver a su vida pasada. Afirma que aún no es tarde. Quiere migrar, cruzar el océano y llegar a España para estudiar y recuperar su carrera como mariachi.
Ellas quieren florecer como las kewiñas.
