Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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El reencuentro con las almas, entre la dicha y la nostalgia

La pandemia del coronavirus impidió que las personas puedan visitar las  tumbas de sus seres queridos durante siete meses. Especialista recalca la importancia simbólica de ir al cementerio. 
El reencuentro con las almas, entre la dicha  y la nostalgia. DICO SOLÍS
El reencuentro con las almas, entre la dicha y la nostalgia. DICO SOLÍS
El reencuentro con las almas, entre la dicha y la nostalgia

Con el paso acelerado y unas rosas en la mano, Maggy Villarroel ingresa por la puerta del Cementerio General de Cochabamba. Los guardias le piden su cédula de identidad, pasa por una cámara de desinfección y toma el sendero que la lleva hasta la tumba de su mamá. Es una de las primeras en llegar, prefirió ir más temprano porque luego debe volver a su trabajo. Tiene una sonrisa que se disimula debajo del barbijo y los ojos vidriosos por la emoción. Así comienza afanosa a limpiar los floreros y devolverle el color al lugar.

Ella es una de las personas que pudo entrar al cementerio luego de más de siete meses, llegar a la tumba de su ser querido y decirle, de distintas formas, que no lo olvida. 

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Las medidas para controlar el avance de la pandemia del coronavirus COVID-19 derivó en el cierre de todos los lugares públicos, incluídos los camposantos, por lo que todo quedó vacío y se interrumpió el ritual de algunos de ir cada domingo. 

Debido al descenso de casos y al plan de retomar las principales actividades en el departamento, el martes se abrieron los cementerios, con horarios restringidos y el ingreso según número de cédula. Ese momento fue esperando durante mucho tiempo y, cuando por fin se dio, la asistencia fue concurrida. 

Villarroel fue a visitar a sus papás y a su suegra. “Yo venía todos los domingos. Fue una tristeza grande no poder venir a visitarlos desde que llegó la pandemia”, señala. 

Mientras llena de agua los floreros, su hermana limpia el nicho con la ayuda de una brocha. “Es una alegría estar aquí. He esperado este día con ansias. Estoy muy emocionada. Venir es diferente porque sabemos que sus restos están aquí, entonces es más emotivo”, cuenta. 

Además, explica que le dolió mucho encontrar el lugar lleno de polvo y con las flores secas. Sin embargo, la sensación de estar frente al nicho de su difunto le produjo una mezcla de nostalgia y dicha. 

Sobre el tema, el antropólogo José Antonio Rocha explica que los andinos tienen una relación muy cercana con la muerte a través de lo tangible, es decir, necesitan entregar cosas materiales —flores, comida, velas, etc.—, ver el lugar de descanso o elevar una plegaria para reforzar su conexión con su familiar. 

“Se objetiva esta interacción, por eso se expresa a través de elementos que los podemos ver o tocar porque es parte de la gente. La muerte es un rostro más de la existencia; esa existencia es infinita”, dice. 

Por ejemplo, uno de esos momentos claves en los que esta interacción se vuelve más significativa es durante la fiesta de Todos Santos, que coinicide con el ciclo agricola, lo que representa una nueva vida. “En septiembre u octubre estamos sembrando y ahora esas semillas tienen que dar origen a una planta, y será mejor la producción si también recibimos las bendiciones de nuestros muertos, que en este tiempo van a venir a visitarnos”, describe el antropólogo. 

Sin duda, para aquellos que tienen más marcada esta costumbre, el tiempo de cuarentena se hizo más difícil de sobrellevar ante la imposibiliad de cumplir la tradición. “Son momentos muy duros para las personas porque lo visible es parte esencial del ser humano, no podemos concebir no estar junto a nuestros muertos, tener sus nichos sin flores, sin velas. El dolor es no poder ir a visitar en estos tiempos porque todavía está vigente la pandemia”, explica. 

EL LAZO FAMILIAR 

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Para Susana Siles y su familia, la cuarentena significó un ruptura en su costumbre y les generó un dolor profundo. 

Desde que murió su papá se volvió tradición ir al camposanto a rezar y llevarle flores. Su mamá iba todos los domingos a la tumba y ella se intercalaba con sus hermanos para asistir; incluso, la matriarca de la familia tiene un florero propio que se encargaba de llenar cada semana, era una muestra de amor hacia el que fue su compañero de vida durante 53 años. 

“Yo no soy mucho de ir al cementerio sí o sí, pero he visto la necesidad para darle un poco de tranquilidad a mi mamá porque ella sufrió muchísimo desde el primer domingo que no pudo llevarle flores a mi papá. Ella pensaba que le estaba fallando”, cuenta Siles.

Para intentar sobrellevar la situación, en su casa siempre tenían un lugar con un retrato de su padre, con velas prendidas y algunas rosas. Sin embargo, como explica Rocha, llegar hasta la tuma tiene otro significado. “Mi mamá se puso a llorar mucho por el tema de que tenía mucha pena por no ir”, dice.

Siles explica que, desde la pérdida de su progenitor, su madre se deprimió mucho. Buscaban formas de que ella se pueda sentir mejor y sabían que solo pasaría eso cuando pueda llevarle flores a su esposo, entonces lo hicieron posible. 

La primera oportunidad fue en Semana Santa. Susana asegura que fue hasta el lugar y le rogó a los guardias para que la dejen entrar breves minutos, quienes, a tanta insistencia, accedieron. Como todo era improvisado, no había flores naturales, así que tuvo que comprar una artificiales para que duren más. 

“Entré al cementerio y qué cosa más tétrica, me ha dado mucha desesperación ver el abandono del lugar. Todo seco, sucio, lleno de telarañas, de barro”, describe Siles sobre la primera impresión que se llevó al ingresar luego de meses. Además, el nicho de su padre quedó en medio de fosas comunes y tumbas en la tierra para muertos de COVID-19. 

“Yo traté de no pasar por el crematorio hasta llegar donde mi papá. Era realmente un        desastre, todo sucio, horrible. Fui sola, limpié todo y puse esas flores pequeñas. Después de salir, lo primero que hice fue llamar a mi mamá para que se sienta tranquila, que sepa que, por lo menos, logré entrar”, cuenta. 

La segunda oportunidad fue el 27 de septiembre, día del cumpleaños de su padre. “Otra vez tuve que ir a rogar para entrar, pero esta vez ya me compré flores artificiales más bonitas. Hasta le mandé foto a mi mamá para que se sienta más tranquila. Ella sufre mucho por no ir al cementerio, piensa que es un lazo que no tiene que soltarlo con mi papá. Eran inseparables. El ir hasta ahí es una forma de que le diga ‘aquí estoy y no te estoy dejando’. Es muy importante para ella. Ahora le falta eso”, cuenta. 

Rocha asegura que hay que buscar modos de mediar esa falta que implica ir al camposanto. Por ejemplo, “poner flores y velas en su retrato, rezarles, darles un poco de comida, recordar cómo eran, qué hacían, las cosas buenas que nos dejaron. La persona ansia tener elementos de conexión, de vida, darle sentido a la existencia”. 

También refuerza la idea de que llevarlos en el corazón es una gran manera de tenerlos cerca.  “Mientras se lo recuerde, siempre estará presente. Solo cuando ya no hay memoria, ya no existe la otra persona que se ha ido”, enfatiza.

El armado de mesas, del 1 al 2 de noviembre, es una de esas ocasiones en las que se conecta con los seres queridos que ya no están, una tradición que Rocha describe como milenaria y de gran valor cultural. 

Justamente ese es el pedido de Ivonne Cabrera, una persona que también fue el primer día que se abrió el cementerio a reecontrarse con su esposo, quien falleció hace 10 meses. “Nosotros quisiéramos tanto armar mesas, que nos permitan, que nos pidan todo lo que se requiere, pero queremos hacerles algo. Es nuestra tradición de toda la vida”, dice acongojada porque es el primer año que pondrán la ofrenda y, según manda la tradición, es el más importante.  

Cabrera llegó acompañada de sus dos hijos. Fueron los primeros en visitar el lugar luego de tantos meses alejados. “Ha sido triste no poder entrar al cementerio. Cuando uno viene, por lo menos se desahoga, habla con ellos. Ahora estoy más tranquila, más feliz de dejarles estas flores, de todo corazón”, asevera. 

Las personas se reunen en torno a la fuente de agua, mientras limpian los floreros, conversan y cuentan a quién llegaron a visitar. La emoción embarga a la mayoría, es como si vivieran una experiencia única, ese deseo tan anhelado por fin hecho realidad. 

“Fue difícil no venir, nos dolía. En nuestra casa siempre tenemos flores en los retratos les rezamos y les pedimos disculpas por no poder venir a verlos. Es muy doloroso”, explica Rosa Lavayén, otra mujer que se dio cita para limpiar el mausoleo de su familia. 

Ella tenía la costumbre de ir seguido porque tiene a varios seres queridos en el lugar. Luego de meses, el mausoleo estaba lleno de telerañas, flores secas y polvo. Pero, pese a la tristeza de haber estado separados mucho tiempo, su rostro denotaba alegría por el reencuentro. “Estamos acomodando todo, es una obligación venir a ver a nuestros seres queridos, dejarles llenos de flores y que estén contentos. Que nos vengan a visitar también”, dice. 

Este año Todos Santos es distinto, al igual que todo desde que llegó la pandemia. Sin embargo, las personas se dan modos para recordar a sus difuntos y encontrarse con ellos mediante la ofrenda.

“El armado de las mesas, los urpus, las tantawas, las flores, las frutas o las bebidas están mediando nuestro encuentro, nos muestran esa relación de los seres que se han ido, pero es el mero convencimiento de que están ahí con nosotros, solamente que en una dimensión distinta”, afirma Rocha.

Cada persona concibe la vida y la muerte de forma distinta, pero algo que unifica ese sentir es el deseo de demostrar que no se olvida al ser querido, que el cariño está presente en cada flor o vela que se enciende. 

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