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  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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El arte de usar cámara analógica en Bolivia y crear fotografías imperfectas

El fotógrafo Diego Echevers alberga una amplia colección de cámaras antiguas que datan de hace más de 100 años y que utiliza para su trabajo profesional actual. 

Echevers, junto a la cámara Candelaria, sostiene una fotografía analógica.
El fotógrafo Diego Echevers, junto a la cámara Candelaria, sostiene una fotografía analógica.
El arte de usar cámara analógica en Bolivia y crear fotografías imperfectas

En una de las paredes de ese laboratorio de alquimia se visualiza papel para imprimir, químicos, rollos, reveladores, frascos de ámbar, fijadores, colores y libros de hace más de 100 años. Al frente, ampliadoras, de distintas épocas, pero con casi la misma función. Y, distribuidas en toda la habitación están las predilectas, las protagonistas, cada una con nombre propio: las cámaras análogas, varias centenarias, que usa Diego para hacer arte o, como él dice, la fotografía imperfecta. 

Una caja oscura y un rayo de luz, con más o menos elementos, es lo que se necesita para lograr capturar un momento o espacio en un papel para siempre. Y, pese a que el color le pueda dar vida a una foto, el blanco y negro es poesía y en su sencillez está la memoria, al menos así lo concibe Diego Echevers Torrez, un arquitecto y   fotógrafo documental que aprendió empíricamente, observando y estudiando fervientemente a los autores de siglos pasados. Hoy, tiene una envidiable colección de cámaras análogas, algunas con más de 100 años de antigüedad, en funcionamiento, que le han servido para hacer un trabajo artístico “imperfecto” y le dieron la oportunidad de traspasar fronteras con su talento.  

Como uno de los pocos investigadores y hacedores de este tipo de fotografía en Bolivia, Diego fue abriendo espacios e impulsando el uso de la cámara análoga, tanto así que creó una made in Cochabamba, de costo accesible y con gran impacto en el exterior. 

Su estudio fotográfico tiene tres áreas: el de recuperación, en el que rescata materiales y equipos antiguos para darles vida otra vez; el área de restauración se encarga de recibir material fotográfico y recobrar color, memoria y conocimiento; y, finalmente, en el área de producción se toma todo el anterior para convertirlo en una propuesta. “Hacemos fotografía a la antigua, mi interés es aprender del pasado, darle vida y mantener el saber y la memoria vivos”, sostiene Echevers. 

Al ser un empedernido buscador, recuperador e investigador su decisión de hacer fotografía a la antigua lo llevó a rastrear todo tipo de cámaras análogas que, además de tener un historia singular —porque todas llegan con una— , le permitan hacer el tipo de trabajo que eligió como profesión. 

CÁMARAS CENTENARIAS Y LA INEVITALE CONEXIÓN 

La predilecta de Diego es Candelaria, una cámara que llegó a su vida el 2 de febrero, día de la Virgen del Socavón, lo que para él supuso algo especial porque proviene de una familia orureña creyente en las tradiciones religiosas y culturales. “Es la virgen de la luz. En mi opinión, debería ser la virgen de los fotógrafos porque es la que te da luz en los momentos de oscuridad”, afirma. 

Cande, como le dice de cariño Diego, fue a parar a su estudio en 2019; sin embargo, el aparato data de 1905 y fue hecha en Suiza. Según pudo rastrear, llegó a Bolivia desde Valparaíso, Chile, donde estaba ubicada la importadora de uno de los precursores de la fotografía en Sudamérica, Hans Frey. 

En un cuadro bien enmarcado guarda una publicidad de esta cámara de finales del siglo XIX, lo que da una idea de su antigüedad.

Según cuenta Echevers, encontró a Candelaria en un centro minero de Huanuni y, probablemente, el dueño original era el fotógrafo orureño Carlos Portillo —uno de los primeros y más reconocidos de Bolivia—, ya que la cámara llegó con negativos del Carnaval de Oruro de 1945, aproximadamente, que Diego se encargó de recuperar y revelar. 

Después de estar en manos de Portillo, la cámara pasó a un fotógrafo de Huanuni llamado Nicolás Claros, que la tuvo por más de 50 años hasta un último dueño con quien negoció Echevers. El precio del equipo era alto, bastante cotizado por revendedores y anticuaristas, pero al final se quedó con él, por 7.500 bolivianos,   porque el propietario sabía que le daría uso. 

Otro de sus tesoros es Flora, una cámara que él mismo construyó emulando a las cámaras de cajón que se usaban en las plazas en el siglo pasado. La particularidad de este aparato es que es un laboratorio en sí ya que permite desde capturar el momento hasta entregar la foto lista.

Diego cuenta que decidió construirla porque la mayoría de aquella época está en mal estado. Su inspiración fue una cámara de plaza de los años 50 que encontró en Huanuni y que está hecha de una caja de explosivos. El proceso comenzó durante la pandemia y le abrió las puertas para integrar la Red Latinoamericana de Fotógrafos de Plaza. 

De igual manera, tiene una cámara de galería hecha para estudio, de los años 20, llamada Natividad, porque llegó en plena Navidad. Es de origen coreano, lo que le dificultó conseguir referencia del equipo, pero sí cuenta con varias características que mejoran su trabajo.

También tiene a Luz, una cámara de riel, que es una de las que más usa para sus trabajos profesionales, ya que le permite hacer buenas panorámicas y basculación. La tiene desde hace cuatro años y llegó desde Estados Unidos, después de ser encontrada en un venta de garaje, y, aunque data de los años 80, era nueva. 

DEJAR LO PERFECTO POR LA ANTIFOTOGRAFÍA 

La fotografía análoga se introdujo en el corazón de Echevers casi sin darse cuenta, cuando era niño y se quedaba, durante horas, observando fotos en su casa. “Había una fotografía que amaba con locura, era la foto de mi abuelo vestido de oso”, cuenta y añade: “Desde que tengo uso de razón, mi pasatiempo era ver fotos  viejas. Me encanta el blanco y negro. De hecho, tengo un televisor viejo, en blanco y negro, que lo sigo usando porque me encanta”.

Pero, lo que finalmente lo terminó convenciendo de que había encontrado su pasión  absoluta fue que, entre los negativos que llegaron junto con Candelaria encontró las fotografías de su abuelo y otras más. “Ella llegó por menos precio, por una serie de recovecos y además trajo eso, entonces yo sabía que teníamos que estar juntos”, sostiene. 

A ese primer encuentro le siguieron años de preparación para comprender a plenitud lo que implica la fotografía analógica. “Hay cierto romance en esto, que me gusta porque además es poesía, es artesanía, es incertidumbre. Gracias a ello yo entendí que la fotografía no debe ser perfecta. Me enamoré de la imperfección como un recurso y eso me llevó a investigar un poco más y más”, describe. 

En 2015, Echevers publicó el libro “El Carnaval de Oruro, la fiesta de los sentidos”, que, desde una estética documental etnográfica, recoge 20 años de historia del Carnaval. Sin embargo, eso no lo satisfacía. “Yo sentí que no me llenaba, porque quería algo más propio. Cada vez que tenía que hacer una impresión en un foto estudio pasaba que las fotos nunca se veían igual, yo dependía del estado de ánimo de la gente, de la máquina que iba a imprimir, y no me gustaba. Después, decidí comprarme una impresora e imprimir digital; tampoco me llenaba, yo quería algo más mío”, recuerda. 

En medio de esa insatisfacción, aprendió a hacer cianotipia con una profesora de Argentina. Este proceso fotográfico del siglo XIX trabaja con sales de hierro y produce imágenes azules por la oxidación. “Me encantó porque es la primera técnica que se ha usado para la producción de libros ilustrados del mundo en el siglo XIX”, explica. 

A ese primer acercamiento le siguieron cuatro años de mucho estudio para entender el arte de sacar fotografía analógica y aplicarlo en esta época. Sin embargo, para lograr su objetivo final tuvo que ir buscando materiales alternativos, muchos caseros. Descubrió el proceso de revelar fotografías utilizando, por ejemplo, nitrato de plata, papel salado, café, té y vitamina C, entre otros materiales con los que juega y pueda cambiar y combinar colores. 

“No es que la fotografía digital no me guste, pero acá (cámara analógica) puedes ser tú. Siendo lo mismo, puedes hacer algo distinto. Esta fotografía te obliga a que seas más riguroso con el proceso, que pienses más, que trabajes en otro ámbito más que el de la cámara”. 

Y para complementar todo el proceso, en una mesa del “santuario” de Diego están las ampliadoras, unos equipos que le permiten modificar los tamaños de las fotografías para luego revelarlas en el papel. En su colección tiene una checa, de 1940 y otras de origen italiano, americano y alemán. 

URURI, LA ESTRELLA DE LA MAÑANA

Siendo un conocedor absoluto de la fotografía analógica y ya teniendo experiencias previas en la elaboración de estos equipos, Echevers se animó a crear su propia cámara made in Cochabamba: Ururi, que significa “la estrella de la mañana”, “Venus” y “Virgen del Socavón”, como dice su creador. Se inspiró en Oruro, que, a su vez, es “donde nace la luz”. Por eso, el nombre estaba acorde al concepto que quería transmitir con su trabajo. 

Esta pequeña cámara, de 9 centímetros, está hecha de madera. Tuvo un proceso de tres meses que contempló desde la idea hasta la fabricación final. Inicialmente, se empleó madera ambará pero terminó utilizando roble por su firmeza. “El objetivo es que esta cámara le dé a la gente la oportunidad de hacer antifotografía. De entender que esta imperfección no es mala”, asegura. 

La Ururi se vende en dos colores: el tono miel, que es “la dulzura del día”, y el tono apí, que es “la profundidad de las sombras”. Todo está hecho a mano y el estenopo, ese pequeño orificio por donde pasa la luz, es de cobre boliviano. Ya vendió cuatro series, algunas de ellas al exterior, como Alemania y Londres. El costo inicial fue de 200 bolivianos y actualmente cuesta 350. La recepción fue tan buena que se agotó rápidamente. 

Como parte del reconocimiento a su trabajo es parte del staff de fotógrafos de la Galería de Arte Albumen Print en Londres, desde donde forma parte de exposiciones itinerantes y permanentes en toda Europa, lo que lo ayudó a posicionar su obra entre diversos coleccionistas de Alemania, Dinamarca y Holanda, entre otros. 

De hecho, su arte se verá en la Foto Londres 2022, considerada la feria más grande de fotografía de Europa, con la exposición “Cocani”, que es una serie de fotografías que cuenta la historia de la comunidad cocani en la morenada y la marginación que sufrió. 

Antes, Diego ya vendió varios de sus trabajos en Londres y Dinamarca, a 1.200 euros cada fotografía, y otras más pequeñas en 680 libras esterlinas, que equivale a 750 dólares. 

Volver al pasado, al origen del hacer, al arte primigenio es parte de la antifotografía y el redescubrir que lo imperfecto también es correcto es un elemento que genera libertad. En Cochabamba, y Bolivia, se puede y se logra desde la pasión.