Las voces de la esquizofrenia americana

La carrera de Paul Schrader (Gran Rapids, Michigan, 1946) ha sobrevivido injustamente a la sombra de los adalides del Nuevo Cine Americano. Su colaboración con Scorsese en los guiones de Taxi Driver (1976), Raging Bull (1980) o La última tentación de Cristo (1988) lo concedió un nombre de segunda fila en la filmografía del italoamericano, pese a que el imaginario temático de aquellas cintas es más propio del escritor que del director. Por fortuna, Schrader no ha dejado de dirigir sus propios proyectos, aun sin despertar la atención de sus contemporáneos. Y el reconocimiento de la cinefilia y la crítica finalmente le está llegando, cuando está próximo a cumplir 80 años.
El contador de cartas (The card counter, 2021) es una película que habla de su actual romance con la cinefilia institucionalizada, esa que habita en festivales, revistas y rankings. Fue estrenada el año pasado con alta expectativa, en virtud del entusiasmo que había despertado su predecesora, First Reformed (2017), de la que su director la declaró heredera de pleno derecho. Llegó a afirmar que era la segunda entrega de una trilogía sobre la redención, que inauguró la obra protagonizada por Ethan Hawke y que en este 2022 se habría completado con Master Gardener, lanzada en festivales europeos. Lo digo condicionalmente, porque ya he leído por ahí que la trilogía podría mutar en tetralogía en vista de un nuevo proyecto de Schrader.
Incorporada en días pasados a la grilla de HBO Max, El contador de cartas es un filme que, en efecto, retoma gestos y temas trabajados en First Reformed. Gestos y temas que, en muchos casos, atraviesan la filmografía de Schrader, incluida la que ha firmado solo como guionista. Como en otros tantos filmes suyos, el de 2021 tiene en el centro de su historia un hombre de mediana edad solitario y dañado, que intenta –sin éxito– encontrar su lugar en la “tierra de las oportunidades”. Se trata de William Tell (un Oscar Isaac que, por su compostura e intensidad, recuerda al mejor Al Pacino), un veterano de la guerra en Irak que se gana la vida sumando modestos botines de sus incursiones en casinos donde juega a las cartas.
Entrenado como interrogador y torturador en prisiones militares, el hombre viaja de ciudad en ciudad escapando de su pasado y reprimiendo sus demonios. No lo atormenta tanto su paso por la cárcel militar, donde estuvo recluido por ocho años, como los hechos que lo llevaron a ella: las torturas infligidas a presos de guerra en Abu Ghraib y otros recintos del mismo estilo, cuyas fotos lo condenaron. Su rutina se rompe cuando conoce a Cirk (Tye Sheridan) y a La Linda (Tiffany Haddish): él, un joven huérfano de otro veterano de la guerra en Irak; ella, una reclutadora de jugadores de póquer con capacidad para hacer dinero útil a sus patrocinadores. Al chico lo une un enemigo común, John Gordo (Willem Dafoe, un imprescindible en la obra de Schrader), un exmilitar que entrenó a William y al padre de Cirk en técnicas de tortura para luego dejarlos como culpables de los abusos cometidos en las prisiones. A ella lo une la errancia solitaria por esos templos del vicio regulado que son los casinos dispersos por todo el territorio gringo. A ambos les coge cariño y los hace parte de una improbable familia de rotos y cosidos que viaja a través de autopistas desangeladas, come en bares de casinos, pasea por parques caleidoscópicos y duerme en hoteles nada glamurosos. El clima de vacación familiar se resquebraja pronto. Cirk quiere vengarse de Gordo: secuestrarlo, torturarlo, matarlo. Le pide a William que lo ayude a castigar al hombre al que culpa del suicidio de su padre. El contador de cartas pretende disuadir al chico, desanimarlo de sus sueños de violencia y reencaminarlo para que vuelva a estudiar y busque a su madre.
Schrader cifra la complejidad psicológica de su protagonista mediante un recurso que, a estas alturas, es una seña de estilo en su narrativa: el desdoblamiento de voces. Como el taxista Travis Bickle o el pastor Toller, el jugador William Tell guarda más de una voz adentro suyo. La que emplea para hablar no es la única ni la más determinante. De hecho, apenas le sirve para resolver cuestiones prácticas. Más esencial es la voz (en off) con la que define las circunstancias en que se ve envuelto, la cual unas veces se desprende del diario personal que escribe y otras responde a sus pensamientos más espontáneos. Mientras las palabras escritas revelan una meditación honda, las que asaltan su cabeza resultan más viscerales. Con una vive/juega, con otra piensa y con la tercera siente. Todas esas voces conviven en su cabeza, no siempre en armonía ni libres de contaminaciones recíprocas. La voz con que habla procura ser pragmática, pero a veces se tiñe de violencia. La que vuelca sobre el papel busca aquietar el infierno que le habita desde el ejercicio reflexivo. Y la que importuna sus pensamientos con emociones en estado puro, no pocas veces, se hace cerebral.
El encuentro con Cirk y La Linda altera la organización interna de las voces de William. Las desestabiliza y las confunde hasta conducir al veterano a un estado de esquizofrenia. No siendo capaz de separarlas ni de aplacarlas, se deja llevar por las más pesada de ellas. El pragmatismo y la reflexión ceden a la emoción. El contador de cartas deja de contar cartas, acaso su actividad más racional, esa gimnasia mental cultivada durante años de cautiverio. Reaprende a desear, pero también a herir. Puede amar y matar.
Por más que Schrader la presente como parte de su trilogía sobre la redención, El contador de cartas funciona como un testimonio sobre la imposibilidad de la redención. O si se quiere: sobre la imposibilidad de la redención total. O más aún: sobre la perversión de la redención. Con una educación religiosa (calvinista) que exuda sobre su obra desde sus primeros trabajos, el también director de American Gigolo (1980) vuelve a explorar en los recovecos de los cultos no confesionales, esos que son tan caros a la postmodernidad. Si en First Reformed denunciaba los resortes dogmáticos de los activismos (como el ecologismo), en The card counter constata las formas místicas de los juegos de apuesta. Su puesta en escena configura los casinos cual si fueran templos. Su cámara los recorre con refinados travellings que descubren una arcana arquitectura espiritual. No menos escrupulosa es la radiografía de la ritualidad que convocan los torneos de cartas: hombres y mujeres que se sobreproducen para participar de las ceremonias en que desafían al azar con sus mejores armas. El propio William es una suerte de peregrino que recorre pueblo tras pueblo, consumando su particular prédica en torno al destino. Es el asceta de los casinos. Y siendo el dinero su objeto de culto, el suyo y el de los cientos de feligreses que se reúnen a venerar la acumulación de cartas, fichas y dólares, su evangelio no persigue absolución alguna. La redención está lejos de ser una de sus prioridades. Solo la asume cuando conoce a Cirk y a La Linda. Quiere salvar al chico de la autodestrucción. Y quiere aferrarse a la vida en el cuerpo de la mujer. Sin embargo, las cosas no salen como las planea.
El deseo de redención capitula ante la esquizofrenia de un inconsciente aún infectado de culpa y de odio. Las voces de desbocan y sobreviene la violencia, contra el otro y contra sí mismo. Es la esquizofrenia de William, pero también la de una nación entera: los Estados Unidos post 11/S. El ascetismo del contador cartas no tiene cabida en la pesadilla americana. Hay que mantenerlo fuera de combate, encadenado hasta la próxima guerra. Todo parece perdido, salvo por un detalle: el contacto humano. Frente al fracaso moral de la redención se impone la resistencia de los cuerpos en comunión.