Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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‘Utama’: el último descenso del cóndor

Una reseña de la película boliviana, dirigida por Alejandro Loayza, que acaba de alzarse con el Premio del Jurado de la sección internacional del Festival de Cine de Sundance (EEUU), donde tuvo su estreno internacional.
‘Utama’: el último descenso del cóndor

“Todo era tan lento. Creía firmemente que yo estaba allí para observarlos”. La travesía a lo largo de la cordillera andina supuso un punto de inflexión para la concepción del tiempo del fotógrafo Sebastião Salgado. Cuando entró en contacto con los saraguros (una de las familias del pueblo quechua), quedó impresionado no tanto por la elevación del paisaje, que rozaba la morada de los dioses, sino por el ritmo pausado que presidía las vidas de su gente. Poco después viajaría hasta el Cuerno de África, donde las hambrunas se habían propuesto diezmar a la población por completo. Lo desconcertante es que, a pesar de la avasalladora sequía, los coptos etíopes mantuvieron intactos sus ritos funerarios, consistentes en un lavado minucioso del cadáver para su purificación. Luego entendió que la única esperanza que alberga una existencia miserable pasa por una confianza ciega en las promesas escatológicas. Utama (2022), la redonda ópera prima de Alejandro Loayza Grisi presentada en el Festival de Sundance, traduce el fotoperiodismo estático del brasileño al dinamismo cinematográfico. El pasar de los días de Virginio y Sisa, un anciano matrimonio de pastores quechua, parece afectado por el mismo sopor que sacudía a los saraguros ecuatorianos. En otra escena, la sangre de una llama sacrificada se mezcla con agua –escasísima tras más de un año de sequía– para, paradójicamente, propiciar la lluvia. De igual modo que las series fotográficas de Sebastião Salgado, aquí tan influyentes, Utama plasma la relación procústica entre un entorno ingobernable y sus pobladores al tiempo que eleva un interrogante: ¿qué es la tierra que pisamos, si no polvo?

El filme se sitúa en el altiplano boliviano, una meseta ahora baldía y prácticamente deshabitada. Las costras salpicadas por su suelo dibujan una suerte de puzle árido hasta perderse en el horizonte, donde la Fata Morgana nos hace creer que en la distante falda de montañas y volcanes se esconde, ojalá, un oasis de fertilidad. Cuando ni siquiera la ilusión de espejismos alegra la vista en semejante yermo, el calor que desprende el sedimento basta para deformar la parte inferior de la imagen. A medida que la noche reclama su puesto, torbellinos de arena danzan en el páramo como los genios de Las mil y una noches lo hacían en los desiertos de Arabia. Todo ello queda capturado por los grandes planos generales de Bárbara Álvarez (La mujer sin cabeza, 2008). Aunque Utama es un debut más que meritorio, la mitad de su valía se debe al ojo de la cinefotógrafa uruguaya. Es por medio de ingeniosos juegos elípticos que Álvarez establece los puentes necesarios entre el altiplano y el dúo protagonista. En uno de ellos, Sisa (Luisa Quispe) otea el firmamento bajo el sol flameante de un día despejado. Leemos en su mirada que sigue rezando por una gota de lluvia. El primer plano se ve sustituido por uno panorámico del cielo –hoy tampoco lloverá– antes de pasar a otro plano general de Virginio (José Calcina), que conduce su cabaña de llamas a través de la planicie.

Virginio y Sisa se enfrentan a un dilema difícil de resolver: renunciar a su hogar y al de sus ancestros, o sucumbir a las asperezas del malpaís. La choza donde radican recuerda a las fantasías de Tim Burton: completamente aislada, allá donde Cristo dio las tres voces, y cobijada a la sombra de una roca. Nada tienen salvo dos construcciones precarias, un árbol seco y un corral de ganado. El pueblo más cercano está a media jornada a pie, si bien la mayoría de los lugareños se replegaron a la ciudad, y la bomba de agua, agostada, apenas hace ya honor a su nombre. Por si fuera poco, la salud de Virginio se deteriora en paralelo a la del territorio. Sabe que le queda poco de vida, pero sus ojos aún brillan como dos pozos sin fondo llenos de sueños y esperanzas. A veces, en sus salidas matinales, se topa con alguna piedra extrañamente redonda, o particularmente bonita; entonces la guarda en su saquito para, al regresar a casa, regalársela a su esposa. Son esquejes de los que se desprende la tierra cuando ya han satisfecho su propósito geológico. Sisa, por su parte, se encarga de acudir al río cada mañana con el resto de las mujeres de la zona. La llegada de su nieto, Clever (Santos Choque), disrumpe una rutina que se ha mantenido inalterable durante décadas. No solo eso, sino que viene para convencerlos de que le acompañen a la ciudad. Para él –y volviendo al interrogante original– la tierra es polvo desprovisto de significado, ni qué decir uno sacro. Su urbanismo, moderno y profano, no conoce de raíces ni dioses.

La religión tiene un papel destacado en Utama (“nuestro hogar” en quechua). Mientras superan sus diferencias –asimismo idiomáticas–, abuelo y nieto observan los contrastes del paisaje. Virginio, por lo general parco en palabras, le habla a Clever acerca del cóndor, un animal venerado por su pueblo en tanto que responsable de los ciclos solares y protector de las montañas. Cuando la muerte llama a la puerta, el ave andina recoge sus alas y se deja caer contra el fondo del abismo. Los mitos que rodean al animal funcionan como metáfora del propio Virginio, cuyo último viaje también se acerca. No sorprende que el cóndor se encuentre además en peligro de extinción, siendo el cambio climático uno de los temas subyacentes a la obra de Loayza Grisi. ¿Acaso no son los vecinos del altiplano ejemplos vivientes del refugiado climático? El enfoque de la película posee, de hecho, ecos etnográficos del cine de Ciro Guerra, especialmente en lo referente a Pájaros de verano (2018). La sequedad de la puna no difiere en mucho de los parajes de La Guajira colombiana, y el aislamiento cultural de los quechuas se antoja similar a aquel de los indígenas wayuu. Los parecidos son notables en el apartado visual, aunque el boliviano opta por un acertado enfoque naturalista frente a la espectacularidad de Guerra. Lo que interesa en Utama es la vida de los individuos, habitualmente ignorados, que la pueblan; la manera en que la transformación que esa vida está sufriendo la aboca, al igual que al cóndor, a la extinción irremediable.