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Tony Soprano y los tiempos de la soledad

Una remembranza a la serie Los Soprano, que tuvo su última emisión el 10 de junio de 2007, y a su personaje principal, interpretado por el fallecido actor James Gandolfini
Una imagen promocional de la serie con Tony Soprano (derecha), interpretado por James Gandolfini.    HBO
Una imagen promocional de la serie con Tony Soprano (derecha), interpretado por James Gandolfini. HBO
Tony Soprano y los tiempos de la soledad

Al final del segundo episodio de la última temporada de Los Soprano, Tony Soprano -protagonista absoluto de la serie- se halla sentado en la cama de una habitación, en el piso elevado de algún inexistente hotel, presumiblemente en el centro de una irrelevante y onírica metrópoli. Desgastado por el trajín de un día en el que en realidad nunca se levantó de la cama, se sacude la pesadez y camina por la pieza hasta coger con la mano el teléfono en el otro extremo del cuarto. Como fondo sonoro de la escena, comienza en ese momento a circular la imperdible “When It’s Cold I’d Like to Die” de Moby, impregnando el relato de una pesada nostalgia. Lo que ocurrirá en ese momento es central para el resto de la toma. Tony parece advertir con decepción que su acto -el llamar, el extender la mano, el comunicarse- carece de sentido y devuelve el aparato inalámbrico a su posición original. Retorna a la cama y, con una tristeza medular que solo James Gandolfini (el actor que da vida al personaje) sabía imprimir, reconoce la profunda soledad de su vida en aquel momento. El actor mira entonces por la ventana en la que, al fondo del paisaje de luces nocturnas de la ciudad, se anuncia una extraña columna que arroja espasmos de luz en derredor. Se trata de un faro, un monumento de lumbre giratoria cuya explicación en esa geografía es tan inexistente como innecesaria. La coherencia de lo “real” es aquí dispensable, ya que en el momento relatado el personaje se encuentra en realidad en coma, sumido en la cama de un hospital después de haber recibido un disparo que lo ha puesto en línea con la muerte. El capítulo concluirá abruptamente en ese instante, cuando Tony devuelva su mirada desde la ventana hacia el suelo, ingresando en una especie de cavilación resignada.

Parece un despropósito hablar a estas alturas de una serie tan galardonada, sedimentada y almacenada como Los Soprano. Sin embargo, creo que es importante puntualizar que hay, hoy en día, una experiencia de la serie que es posibilidad exclusiva de las audiencias actuales y que no pudo haber sido parte de la experiencia de aquella envidiable generación que hace dos décadas tuvo los nuevos episodios como una parte central de su rutina semanal. Para “nosotros”, cada escena de Tony Soprano puede aparecer como la exhalación menguante, como el manso declive, como el eco cada vez más difuso de la vida abruptamente interrumpida de James Gandolfini, muerto en 2013 de un paro cardiaco. No está demás, en este sentido, recordar que nuestros recuerdos son una singular y dinámica relación con el pasado y que cada nuevo acontecer del presente reformula el modo, el color y el significado de las cosas que rememoramos. Aquellas viejas fotos familiares, que nos conducen tan rápidamente a la vivencia de mesas y fiestas pasadas, pueden ser cada vez más intensas, más etéreas o menos ingenuas cuando, poco a poco, cada uno de sus protagonistas va desapareciendo del presente, deshojado en la ceniza o el mármol. 

En todo caso, para el tema que nos ocupa es importante advertir que, a pesar de que los valores originales de la serie sigan intactos, hay ahora un aura de finitud añadida sobre la figura de su protagonista, un tono nostálgico que rodea las febriles explosiones actorales del jefe Soprano. De seguro sigue tratándose de una obra magistral que, desde el relato de las vicisitudes del principal mafioso de Nueva Jersey, arroja luz sobre las diferentes dimensiones de la vida norteamericana, mostrando con enorme ingenio la “contracara” moral de una sociedad que nunca ha dejado de sentir una atracción carnal por los caudillos del crimen organizado. En su exposición de las fibras familiares, étnicas, sexuales, raciales y económicas de un país que, a comienzos de siglo, todavia hacía de la diversidad su patrimonio y maldición más esencial, Los Soprano continúa siendo una radiografía excepcional que combina entretenimiento con verdad. 

Sin embargo, creo que aquella escena final del segundo episodio de la última temporada debió haber pasado casi desapercibida al momento de su estreno e incluso por varios años después. Se trataba de un momento de la serie que, a pesar de su excelente escenografía o su música fundamental, solo expresaba la consabida idea de que siempre es el más tirano el que muere más solo, el que menos tendrá, en su momento más extremo, a quien llamar. Para “nosotros”, por otro lado, es imposible no prever en dicha escena el incienso mortuorio del buen Gandolfini, fenecido igualmente solo en alguna lúgubre habitación de hotel. 

Por ello, la soledad de Tony no es en nuestros ojos la de un jefe implacable, sino aquella, más última y más esencial, en la que estaremos todos al momento de encarar el portazo final. ¿Cuál será en aquel momento nuestro faro?