Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Los tiranos tienen quien les escriba

La aparición de la última novela de Fernando Vallejo, ‘Memorias de un hijueputa’, es un buen motivo para repasar la larga tradición de novelas con dictadores.
García Márquez y Vargas Llosa. PALECH
García Márquez y Vargas Llosa. PALECH
Los tiranos tienen quien les escriba

Desde El otoño del patriarca hasta La fiesta del chivo, novelistas de la América hispana le sacaron jugo literario al paradigma del gobernante personalista y dictatorial que, valga la aclaración, no ha sido exclusividad de la región.

Con rasgos específicos frente a sus análogos africanos, europeos u orientales (los hay de todas latitudes y colores, pese a que suela renegarse de ellos como un mal esencialmente regional), los tiranos de marras, a veces de uniforme, pero también sin él, desnudaron en esta parte del globo una patología del poder interesante.

Los déspotas exhibieron ribetes tan dramáticos como absurdos (se integraron bien al reputado “realismo mágico”), en una tierra llena de muy buenos observadores que supieron convertir esa fertilidad simbólica en literatura. Al hacerlo, además de metáforas detonaron cuestiones clave acerca de la conexión pasional del líder con la sociedad donde se afianzó su crecimiento.

La literatura los adoró y abordó en su cumbre y en su ocaso, en su eventual talento y en su brutalidad. Pero no solo Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa aportaron frescos personalísimos, con las novelas mencionadas al comienzo. Miguel Ángel Asturias abrió antes camino en el subgénero “novela del dictador” (que de hecho existe con ese nombre como categoría) con El señor presidente, quizás el primer déspota delineado por un autor de América latina del siglo XX.

Asturias publicó esas páginas que había empezado a escribir, según dicen, en 1920, apenas derrocado (y declarado “incompetente mental”) su inspirador, el guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, un hombre trágico de por sí, y merecedor de mucha literatura, según consta en la pluma del poeta peruano Santos Chocano o del mexicano Federico Gamboa Iglesias, entre otros.

El antecedente, sin embargo, podría ubicarse incluso más atrás y en nuestra propia tierra, con el Facundo, de Domingo F. Sarmiento, y la biografía de Juan Manuel de Rosas (otro destinatario de mucha tinta), de Manuel Gálvez.

Más allá del potencial debate en cuanto a qué se ajusta al género y quiénes fueron sus precursores, los ejemplos novelísticos son muchos y dieron frutos maravillosos. Tirano Banderas, el personaje ficticio pero verosímil de Ramón del Valle Inclán; El recurso del método, de Alejo Carpentier; Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, sobre el doctor De Francia en Paraguay, integran una nutrida lista que, se diría, viene a saciar una comprensible necesidad colectiva en los lectores latinoamericanos: descifrar la historia reciente, o quizá, yendo más al fondo de la cuestión, descifrar una idiosincrasia sin la cual ciertas formas de autoridad no prosperarían entre nosotros.

Lo que no puede dejar de decirse es que el propio concepto de autoridad, atravesado por la gauchesca (escrita por eruditos, no por gauchos) presenta aristas complejas. ¿Quién detenta el poder en el relato fundacional del cuento argentino? ¿De qué sangre se alimenta realmente El matadero de Echeverría? ¿Son autoridad esos zaparrastrosos analfabetos, por más crueldad y burla que esgriman? ¿Y qué decir del matón Juan Moreira (personaje real que cuchilleó alternativamente para mazorqueros y unitarios) rescrito por Eduardo Gutiérrez? ¿Acaso alguno tuvo poder? Ninguno, pero, a su modo, sí estrella. La figura es épica y se renueva; el arte la recoge.

Desde antiguo hay algo heroico en la revancha que el pobre, el desamparado, proyecta en su caudillo. Y –aun cuando Echeverría sintiera desde su particular circunstancia, ser víctima de la bestial turba– esa revancha no es contra otro frente que el de la autoridad. La verdadera. En cualquier caso, además de grandes plumas, lo cierto es que los títulos referidos contaron a su vez con lectores multitudinarios.

¿Qué motiva ese interés? El fenómeno temático se ha consolidado con la misma fuerza, valga la paradoja, que el de los superhéroes, con dos salvedades: aquí, los protagonistas tienen una reincidente vigencia en la plena realidad. Y, lejos de procurar el bien común, suelen encarnar el más común de los males.