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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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Tintín en la hoguera

La literatura no es un programa político, sino un testimonio que refleja la perspectiva de una época. Quemar libros nunca será un gesto de reconciliación
Un fragmento de ‘Tintín en América’.     HERGÉ
Un fragmento de ‘Tintín en América’. HERGÉ
Tintín en la hoguera

Un consejo de escuelas católicas de la provincia de Ontario ha enviado a la hoguera cinco mil libros y cómics que supuestamente propagaban “estereotipos negativos sobre los aborígenes”. Entre los títulos seleccionados se encuentran obras de Tintín, Astérix, Lucky Luke y Disney. “Es un gesto de reconciliación con las Primeras Naciones, y un gesto de apertura hacia las otras comunidades presentes en la escuela y en nuestra sociedad”, ha declarado Lyne Cossette, portavoz del Consejo Escolar Católico Providence. La noticia puede interpretarse como un triunfo de la oleada de estupidez que barre el planeta bajo la bandera de la corrección política. Una nueva inquisición prospera disfrazada de adalid del progreso y la integración. Imagino que el siguiente paso será arrojar al fuego a Homero, Dante, Cervantes y Shakespeare, pues todos ellos incurren en el mismo pecado. Se olvida que la literatura no es un programa político, siempre atento a complacer a los posibles votantes, sino un testimonio que refleja la perspectiva de una época.

Para los griegos, el mundo se dividía en “civilizados” y “bárbaros”. Por supuesto, la civilización solo comprendía los territorios de la Hélade. Todo lo que se situaba más allá pertenecía al mundo oscuro y primitivo de los pueblos salvajes. En la Ilíada, se presuponía la superioridad de los que hoy llamamos griegos y que por entonces solo eran un conjunto de ciudades o poleis, a veces simples campamentos con una organización muy elemental. Su derecho a conquistar y someter al resto de los pueblos se consideraba un principio indiscutible. En la Grecia arcaica, los valores se acuñaban en el campo de batalla. La guerra se exaltaba como la actividad más noble que cabía imaginar, y la piedad, lejos de concebirse como una virtud, se juzgaba como un gesto de debilidad. Cuando algún guerrero suplicaba por su vida en el cerco de Troya, la compasión se despachaba como una reacción vergonzosa. La areté (virtud, excelencia) ordenaba atravesar con la espalda o la lanza al enemigo derrotado. Paul Valéry se escandalizaba con esas conductas, sin comprender que la ética posee una historia y, en aquella etapa, aún no habían irrumpido valores como la libertad, la paz y la solidaridad. La Ilíada no es inmoral. Simplemente, expresa la moralidad de otro tiempo.

Si nos desplazamos hasta el siglo XII, descubrimos que la imaginación de Dante aventuró unos castigos inhumanos para conductas que hoy nos parecen legítimas. En el séptimo círculo del Infierno de su Comedia, los sodomitas deambulan por un desierto que soporta una lluvia de fuego. Eso sí, sus endecasílabos no son tan feroces con ellos como con los suicidas, los blasfemos o Mahoma, al que sitúan en el octavo círculo, horriblemente mutilado. ¿Es la Comedia, declarada ‘Divina’ por Boccaccio y la posteridad, un alegato contra el Islam y la diversidad sexual? ¿Debería arder, como los álbumes de Tintín, Astérix y Lucky Luke? Si utilizamos los razonamientos que han condenado a las llamas a los personajes de Hergé y Gosciny, no será posible absolver al poeta florentino. El caso de Cervantes es similar. En La gitanilla, escribe: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”. En Los baños de Argel, Cervantes no se muestra más amable con los judíos, a los que acusa de “mezquinos”. En El amante liberal, añade que son “codiciosos” y, en la segunda parte del Quijote, Sancho Panza esgrime como mérito ser “enemigo mortal” de los judíos. Dante y Cervantes comparten los prejuicios de su tiempo y los vierten en su escritura. Sería absurdo exigirles que razonaran como intelectuales educados en la resaca del Mayo del 68, dispuestos a batir el cobre por un mundo más igualitario e inclusivo.

William Shakespeare no escatimó desdén al judío Shylock, el usurero de El mercader de Venecia. Shylock presta a Bassano, un noble empobrecido, tres mil ducados para seducir a la rica heredera Porcia, imponiendo como condición la entrega de una libra de su propia carne, si no devuelve el dinero en la fecha acordada. Al igual que Cervantes, es probable que Shakespeare no llegara a mantener ningún contacto con los judíos, pues fueron expulsados de Inglaterra el 18 de julio de 1290 y Oliver Cromwell no autorizó su regreso hasta 1656, cuarenta años después de la muerte del dramaturgo. El mercader de Venecia solo se hace eco de una hostilidad generalizada hacia un pueblo al que se responsabilizaba de un deicidio. El antisemitismo era un sentimiento tristemente generalizado en la Europa cristiana hasta que la Shoah obligó a recapacitar y cambiar de perspectiva.

En La fierecilla domada, Shakespeare incurre en otro prejuicio de su época: el machismo. La indómita Catalina Minola será sometida por Petruchio, que aplacara su furia con una mezcla de ingenio y brutalidad. Blanca, hermana pequeña de Catalina, encarna en cambio las virtudes que se exigen a las mujeres: dulzura, sumisión, paciencia infinita. Shakespeare, considerado por Harold Bloom el autor más completo de todos los tiempos, acumula cargos gravísimos, si enjuiciamos sus obras con la mentalidad de nuestros días. Sus obras no se librarían de las hogueras donde hoy se chamuscan personajes tan entrañables como el capitán Haddock, Silvestre Tornasol y Obélix. Por cierto, los amantes de los animales, entre los que me incluyo, tal vez deberíamos alzar la voz por Jolly Jumper, Milú o Ran Tan Plan, que comparten hoguera con sus amigos humanos.

Desde niño, leo con fervor las aventuras de Tintín, Astérix y Lucky Luke. Ese hábito, que conservo, no me ha convertido en simpatizante del Ku Klux Klan. Conviene aclarar que el reportero del mechón pelirrojo no es racista. De hecho, se indigna cuando en Estados Unidos las compañías petroleras se apoderan del territorio de los Pies Negros para explotar sus yacimientos. No se enfada menos cuando descubre los abusos que cometen los occidentales en Shanghái contra la población local. Cuando un blanco golpea a un chino, sale en su defensa. En Perú, se comportará de igual modo protegiendo a Zorrino, un niño quechua al que maltrataban unos adultos. Es cierto que en el Congo no parecerá incómodo con el colonialismo, pero no olvidemos que en esas fechas Hergé era un joven de veintitrés años bajo la influencia del padre Wallez, un sacerdote ultraconservador que simpatizaba con Mussolini. Más adelante, se arrepentiría de haber enviado a Tintín a la colonia belga, pero no está de más recordar que en esos años casi nadie cuestionaba el derecho de Europa a poseer territorios en otros continentes.

Astérix y Lucky Luke no incurrirán en esos pecados de juventud. Astérix siempre apoyará a los pueblos que luchan contra la dominación romana y Lucky Luke mantendrá un trato amistoso con los pieles rojas, los chinos y los negros. Tintín, Astérix y Lucky Luke no merecen arder en una pira para borrar agravios cuya responsabilidad corresponde al poder político y a los prejuicios ideológicos y sociales. Sus aventuras no son ofensivas para los pueblos esclavizados y explotados por los blancos. Quemarlas es un acto de odio y majadería que solo contribuye a exacerbar los conflictos y malentendidos. 

¿Está el arte al margen de la moral? Pienso que no. Las películas de Leni Riefenstahl o El nacimiento de una nación, de David W. Griffith, siempre estarán contaminadas por su exaltación del racismo y la violencia. No expresan la moral de su tiempo, sino el odio y la intransigencia de los sectores opuestos a las libertades democráticas y los derechos humanos. En cambio, la Ilíada no es la obra de una minoría que se resiste a los cambios, sino de un pueblo que está configurando su identidad en un período donde la guerra aún se consideraba un recurso legítimo. Pese a sus rasgos de crueldad, también hay momentos de grandeza y compasión. Aquiles se apiada Príamo y le permite recuperar el cadáver de su hijo Héctor, al que ha matado en el campo de batalla, para honrarlo con las ceremonias fúnebres que corresponden a un guerrero.

Podríamos decir lo mismo de Dante, Cervantes y Shakespeare. Participan de los prejuicios de su época, pero sus obras albergan belleza, compasión y ternura. Quemar libros nunca será un gesto de reconciliación. No sé si en esta ocasión procede aplicar la reflexión de Heine, según el cual las hogueras que reducen los libros a cenizas siempre acaban haciendo lo mismo con los seres humanos, pero no creo que salga nada humano ni digno de arrojar al fuego a Tintín. Yo he sentido que ardía una parte de mi vida y he recordado al capitán de los bomberos de Fahrenheit 451, la terrorífica distopía de Ray Bradbury, afirmando: “No aflijamos a los hombres con recuerdos. Que olviden. Quememos, quemémoslo todo. El fuego es brillante y limpio. […] No les des materias resbaladizas, como filosofía o psicología, que engendran hombres melancólicos. El que pueda instalar en su casa una pared de TV, y hoy está al alcance de cualquiera, es más feliz que aquel que pretende medir el universo o reducirlo a una ecuación”.