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‘Taipi: un edén caníbal’

Una reseña al primer libro del escritor estadounidense Herman Melville. Fue publicado primero en Londres y luego en Nueva York el año 1846.
Portada de la obra del escritor estadounidense.    INTERNET
Portada de la obra del escritor estadounidense. INTERNET
‘Taipi: un edén caníbal’

Taipi: un edén caníbal es el primer libro de Herman Melville, el autor norteamericano cuyo nombre quedaría consagrado en la posteridad literaria en virtud de la celebración (más que todo póstuma) que recibiría su opus magnum, Moby Dick. Publicado en 1846, el texto narra las experiencias de Melville en el mundo de una tribu polinesia falsamente famosa por su canibalismo. Pero ¿cómo puede advertirse la belleza singular de un texto que no está entre los más representativos de un escritor? Muchas veces es ineludible, cuando una obra marca de modo tan evidente la carrera de un artista, sentirse tentado a interpretar todo momento previo o posterior de su trabajo a partir de aquello que se consideró después el punto más alto de una trayectoria vital completada. En tal sentido, uno podría caer en la tendencia a pensar “Taipi” como una suerte de experiencia propedéutica, esto es, como una práctica narrativa incipiente que encontraría su cúspide y clave singular en la extraña y sublime “disposición” desde la que se describe el pulso vital posterior del pesquero “Pequod”. 

El brillo a veces ensordecedor de Moby Dick, sin embargo, no debe hacernos perder el tacto de una verdad elemental: la literatura de Melville es tan polifónica como la propia incandescencia del individuo que -podemos pensar- fue Herman. A él sí podría llamársele Ismael, si con ello se quiere significar la errancia que surge en un humano luego de la anulación del destino que “la Historia” le había prefijado. Melville es una sensibilidad errante, un prisma que va modificando su estructura refractaria en sintonía con las luces de las que bebe (y que lo legitiman). No se puede entender de otra manera la diversidad que, a través de Moby Dick, Benito Cereno o Bartleby, parece deshojar las fibras externas de un alma en perpetua metamorfosis. Por esto debe entenderse que nuestro autor es uno y múltiple, conteniendo potencialidades impensables en cada etapa de su obra.

Taipi es, en este registro, una pieza en la que se conjugan reflexiones sobre lo civilizatorio, admiración por la inocencia humana, miedo a la radicalidad de lo primitivo y una acumulación de impresiones, previsiones y evasiones psicológicas en la que los tres anteriores elementos sufren una permanente recombinación siempre insospechada. Los diferentes trazos de este mundo pre-civilizado se irán desplegando bajo la forma de una crónica en la que el autor parece avanzar solo a condición de retroalimentar su infraestructura discursiva. En uno de los momentos más significativos de la obra, el escritor dirá que en el universo Taipi “la crónica de un día era la crónica de la vida”. Con tal sencilla apreciación, Melville pretenderá tomar nota de la singular experiencia temporal (profundamente cíclica) que caracterizaba a una cultura apegada en sus maneras a los modos recurrentes de una naturaleza incultivada. 

Es notable, sin embargo, que, a esta capacidad tan notable de adecuación narrativa a lo experienciado, el autor de Taipi adjunte una fuerte dosis de “sentido común” civilizado. Este, tironea permanentemente sus descripciones más idílicas sobre la vida salvaje y lo hace desde el afán de seguridad y recato que caracteriza el ethos decimonónico occidental. Melville parece tener, por ello, dos impulsos disimiles que se equilibran arrítmicamente en su vivencia: una fuerza centrípeta que lo contiene y le permite estar a gusto con lo convencional y una fuerza centrifuga que le impone itinerarios insaciables en su aspiración. 

No es, sin embargo, lo ético frente a lo erótico lo que así se localiza como contradicción en el alma del autor. Es más bien la doble marca de la errancia, aquella que brota de la condición más trágica implícita en la búsqueda de un destino: la sensación móvil de que el único futuro posible es el reposo y la convicción estática de que solo puede hallarse un fin a través del movimiento. Solo en la dialéctica de tales emociones puede hacerse patente la riqueza más propia de la primera obra de un tal Melville.