Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Sirena, los pasos perdidos y los gruñidos del conjuro

La película boliviana, ópera prima de Carlos Piñeiro, continúa en cartelera del país. En Cochabamba puede verse en salas del Sky Box Cinema y el Cine Center.
Una imagen promocional del filme boliviano ‘Sirena’.   BF Distribution
Una imagen promocional del filme boliviano ‘Sirena’. BF Distribution
Sirena, los pasos perdidos y los gruñidos del conjuro

No estamos como para alentar a que la gente se arriesgue a salir de sus casas. Pero si de todas formas va a hacerlo, que sea por buenas razones. Yo lo hice, no sin miedo y culpa, para ver en sala Sirena, el primer largo de Carlos Piñeiro, una película que merece verse y escucharse en pantalla grande. Fui a verla en un horario que -sabía- llevaría pocos espectadores y no me arrepiento. Aunque la había visto en red, por su cuidado visual y sonoro intuía que valía el riesgo torear al virus, meterme en una sala oscura y pasar 75 minutos casi a solas con ella. Su visionado en grande es una experiencia mística, como la que narra el filme coescrito por Juan Pablo Piñeiro y Diego Loayza. En sus imágenes del lago Titicaca, de la isla del Sol y de sus habitantes, humanos o no, es posible entrever su ascendencia, a sus abuelas y bisabuelas en la tradición del cine boliviano, las imágenes que filmaron, también en blanco y negro, Jorge Sanjinés en Ukamau (1966) o José María Velasco Maidana en Wara Wara (1930).

Más allá de leerla dentro de la tradición histórica del cine boliviano, Sirena guarda cualidades que merecen apreciarse de forma autónoma. Una de ellas es su factura fotográfica. Del preciosismo visual del primer filme boliviano estrenado en 2021, que tiene por director de fotografía a Marcelo Villegas, hay una cuestión que me resulta especialmente sugerente: la predilección por los planos generales y los planos detalle en desmedro de los planos medios. Suena a esnobismo técnico o fetichismo formalista, pero no es (tan) así. El relato visual se prodiga en tomas panorámicas de la isla y del lago, en las que las presencias humanas se antojan antinaturales, intrusivas y desorientadas, condenadas a ser devoradas por un paisaje prehistórico y hostil, regido por un orden temporal propio y caprichoso. Cuando la cámara se acerca a los personajes, se cierra hasta extremos desconcertantes, que a momentos remiten a los códigos del cine negro (cigarrillos o pistolas) y a otros a una dimensión más abstracta (las plantas acuáticas de la ribera). Incluso para introducir a cada personaje, no se detiene en el lugar común (el rostro) y prefiere caracterizar a cada cual desde el detalle de sus pies en su caminar errático. Unos mocasines coquetos, unas zapatillas blancas, unas abarcas gastadas y unas botas ajustadas: tales son las señas de identidad de los cuatro personajes de Sirena, que llegan a la isla del Sol a rescatar el cadáver de un amigo, ahogado en el Titicaca en circunstancias que nunca se dilucidan por completo. El misterio que rodea a esa muerte es, en verdad, una norma en la isla que está poblada por indígenas aymara hablantes, quienes se niegan a que los forasteros se lleven el cuerpo aduciendo principios mitológicos.

El desencuentro entre los visitantes y la isla (con sus seres), en torno al que gira la narración, se materializa en el uso del blanco y negro, pero también en el contraste entre la vastedad inaprehensible de la naturaleza y la inmersión acotada de la “civilización”, que en la fotografía se expresa mediante los encuadres anchos y estrechos. En esa tensión, la búsqueda que mueve a los protagonistas avanza a pasos perdidos por una tierra en trance que regurgita ruidosamente a los incordios caminantes.

Como para rematar su aura sobrenatural, la isla rezonga ante la invasión violenta de los visitantes. Aunque se trata de un sonido extradiegético, el cariz fantástico de la narración convierte los gruñidos insulares en una presencia sobrehumana que acaba siendo naturalizada, aunque no sin resquemores, por los citadinos que llegan para recuperar a su muerto. Los latidos subacuáticos, el agua del lago bullendo en la costa, el vaivén incansable de sus olas (que Piñeiro ya había filmado en el corto Max Jutam), el viento golpeando los árboles o, incluso, la música autóctona invocando a los achachilas configuran la lengua secular con la que la isla recibe y despacha a sus visitantes.

Uno de los episodios sonoramente más prodigiosos del filme tiene lugar en el velorio del finado, en el que la autoridad femenina de la comunidad vocaliza una letanía ininteligible y sin fin, que convive con el llanto de otras mujeres y el agua que va y viene, en el lago o vaya uno a saber dónde. En esta escena, el diseño sonoro -a cargo de Kiro Russo y Sergio Medina- habla de la impenetrable ritualidad de la muerte, acaso una constante temática en el cine de Piñeiro, pero también revela el artificio humano que habita detrás del conjuro. Como la dimensión espiritual de la muerte, que no deja de ser un invento cultural de los hombres, en Sirena el cine se reivindica como un fenómeno sobrenatural y mágico, pero detrás del cual hay un prestigitador que manipula los límites del lenguaje para prolongar el embrujo en la pantalla.

 Periodista - @EspinozaSanti