Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 18 de abril de 2024
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Sirena, la isla del día de antes

Una reseña sobre la primera película boliviana que se estrena en 2021, del realizador Carlos Piñeiro, que se encuentra en cartelera nacional
Un fotograma de la película Sirena, de Carlos Piñeiro. MIGUEL HILARI
Un fotograma de la película Sirena, de Carlos Piñeiro. MIGUEL HILARI
Sirena, la isla del día de antes

24 horas es el periodo que recorren cuatro individuos (el barquero, el inge, Diego y el oficial) a través de una pedregosa isla, con una misión trazada pero sin ningún plan para alcanzarla: recuperar el cadáver de un colega amigo que llegó a las orillas de la isla y que está siendo velado por la comunidad local como símbolo de bienaventuranza y hados propicios.

En este entramado Carlos Piñeiro, nos ofrece Sirena, su primer largometraje, sumergiéndose literalmente en las misteriosas aguas del lago Titicaca, y de sus sacras islas, apostando por un audaz y autoral uso del blanco y negro, para dotar a la narración de ese matiz opaco que permea las relaciones entre todos los personajes.  

El tono luctuoso de la película está muy bien acompañado de un humor subyacente que emana de los personajes junto a sus prejuicios y sus actitudes: el inge (Daniel Aguirre) se dedica a putear y a sospechar, el oficial (Brian Leónidas Ramírez) de policía a desentenderse y a farrear, y Diego (Kike Gorena) a perderse y a fumar. 

Otro condimento especial de la cinta es su coqueteo con el absurdo, del cual parece ser presa toda la peripecia de repatriar al finado, pero cuyo epítome es el oficial de policía y su circunstancia: el hombre de la ley que es enviado a una isla donde no hay transporte y debe ser recorrida a pie, resulta ser paticojo. Pero eso es poco; el encargado “oficial” de hacer que se traiga de vuelta el cuerpo ayuda a cavar un foso a los comunarios, pierde su arma en el trayecto y en vez de sentar autoridad, se acopla a la comunidad  y, cual spa pagado, se hace franelear los pies y se emborracha como beduino. Así opera el absurdo y así opera la institucionalidad patria en un retrato no muy lejano a la realidad de ayer y hoy en Bolivia.

Las idas y venidas de los protagonistas, en busca no sólo de una tarea, sino más bien de un sentido a su cruzada, evoca irremisiblemente al escatológico western de Jim Jarmusch Dead Man, donde se merodea por diversos parajes de alucinado blanco y negro, pero con una diferencia dramática crucial, la falta de guía en el filme de Piñeiro: mientras Nobody es el Virgilio que acompaña a William Blake (Johnny Deep) a las puertas del hades, en Sirena, Poma (Benjamín Pari), el barquero, guía y traductor, no da señales (o las oculta) de conocer muy bien su camino. 

La fotografía, de planos cerrados y de contrastes paisajísticos, triunfa, así como las pocas apariciones de la cueca de Simeón Roncal y un diseño sonoro muy trabajado, dándole un aura misteriosa a la película, que en sus 78 minutos nos deja una linda y extraña experiencia fílmica, que augura muy prometedores derroteros a Piñeiro, un cineasta que tiene el don de tratar cada plano y cada personaje con un cariño especial.

Por último, cabe señalar el diálogo que Sirena establece con el pasado fílmico boliviano, donde se resalta, con gran acierto y nitidez, la compleja brecha existente entre cohabitantes o naciones dentro del mismo país, donde se necesitan intérpretes para entablar una conversación que raramente parece un diálogo. Esa real imposibilidad de comunicarse, comprenderse, reconocerse, aunque ha superado muchos obstáculos desde las épocas en que Jorge Sanjinés empezaba su andadura como cineasta, continúa patente en nuestro país, manteniendo en un sector grande de la población una miopía de la realidad que no permite entender a una Bolivia holística a través de sus diferentes lenguas, preminencias raciales, estratos sociales, raigambres culturales y cosmovisiones.   

Escritor y cinéfilo