Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Retornemos al mercado con La Logia en los parlantes

Una reseña sobre Primera fase demolición; Rock Chicha en construcción, la más reciente producción de la banda sucrense.

Integrantes de la banda sucrense La Logia y la portada  de su más reciente producción. CORTESÍA
Integrantes de la banda sucrense La Logia y la portada de su más reciente producción. CORTESÍA
Retornemos al mercado con La Logia en los parlantes

Hace bastantes meses que tengo la tarea pendiente de escribir sobre una joya que llegó a mis manos, que llevó a mis oidos a un festivo espacio de goce, amplificando mis latidos, esos que se componen con fuerza y determinación cuando el cuerpo sabe que está siendo movido por un terremoto de magnitud 8 en la escala de Ritcher; empezando, durante y terminando el proceso, sabes que estas frente a algo diferente, distinto, necesario de contarlo.  

El disco Primera fase demolición; Rock Chicha en construcción de la banda La Logia, que radica en la ciudad de Sucre, es un álbum que supera toda expectativa de medida de catalogar convencionalmente el producto musical de una banda boliviana. La experiencia musical es artesanal, ruidosa, sucia, pero a la vez en la misma medida tiene pulcritud, tiene alma, autenticidad, fiesta, fuego, talento y lo más importante mucho que decir y mucho más que transmitir. Todo ese mundo de contrarios está combinado en una misma obra destinada a explotar, o para ser más coherentes con el concepto del disco a demoler lo que esperamos de ese espectro incomprendido de intentar definir eso que es rock nacional, me animo a incluir en esta afirmación incluso algunas cosas de los trabajos anteriores de la misma banda.

En qué recae la frescura de Primera fase demolición; Rock Chicha en construcción la principal clave para entenderlo es que está pensado como un artefacto. Algo extraño en una actualidad en la que el hazlo por ti mismo, ha sufrido las modificaciones de los espacios de refugio y escenario de la vida social en red, que ha permitido expandir desde la virtualidad los intentos independientes de creación, pero que a la vez los atrae como un enorme pulso electromagnético a la idea de las pretensiones universales de la propuesta de tendencia artística. Que termina centrándose en la gran parafernalia de la profesionalización. 

Más allá de los discursos indie sobre la expresión de un arte, la posibilidad masiva de acceso a todo tipo de material, no ha boicoteado al monstruo devorador de la industria, lo único que ha pasado es que han cambiado las dinámicas en las que la esta controla esa geografía de la producción artística. Cada vez pensamos el mercado más cercano al imaginario del mall, que al de la feria informal, caótica y soberbiamente carnavalesca de nuestros mercados centrales. 

Nuestras prácticas presentes, pero hoy más volatilizadas por la cuestión pandémica, hacen que pensemos en el mercado desde el ordenamiento del algoritmo de la plataforma y no tanto desde la exploración de desentrañar las piezas de expresión desde esa posibilidad de la caricia del tacto, del palpar el peso de los fósiles que han estampillado el bosquejo gigante de una vida en su superficie. Por supuesto que todo lo dicho no es un lloriqueo de tono melancólico, lo que nos toca vivir es una de las virtudes del tiempo. Pero justamente por la actualidad, toparnos con un disco cargado de un contenido diferente es algo digno de celebrar. Por eso festejo esa impresión artesanal en el sonido que hacen del remache, del color, del adorno esa sensación satisfactoria de mirar los picantes molidos, o las frutas y verduras aglomeradas, o los pequeños juguetes gringos de segunda mano en el suelo, o toda la mezcla que congrega de repente lo más nacional en torno a los plásticos de las caseras y los compradores haciendo comunidad. Porque la experiencia del mercado, es una experiencia sensitiva, volátil, de comodidad, pero incluso también de hostilidad, es inevitable no enfrentarnos a los rostros ajenos, no hay uniforme de servicio al cliente, debes escudriñar lo que quieres encontrar.  

Hace tiempo y lo digo de pasada sin ánimo de entrar a detalle sobre el documental de La historia del rock en América Latina que sacó Netflix. Leí y escuché un sinfín de posiciones en torno al discurso planteado en aquella iniciativa. Lo que llamó mi atención, es que aquella producción llevó, de alguna forma a pensar nuestra ausencia como país en esa historia que como toda narrativa histórica contiene su perspectivismo enfocado a su interés. Pero es algo que se repite cuando pensamos nuestra presencia en esos marcos de lo trasfronterizo. Ahora que nos toca ver la Copa América, es inevitable pensar qué tienen los otros equipos que nosotros no. A la vez, pareciera que con tanta facilidad podríamos responder aquello, y siempre de alguna manera convocando ese terreno celestial de la profesionalización. Como si entender la profesionalización derivaría inmediatamente en entrar a la bolsa grande de la industria que nos hace a todos divinos y menos mortales. Por lo tanto, pareciera que cuando hablamos de la profesionalización nos radicalizamos en tres categorías que parecen ser definitivas y que construyen los argumentos de las carencias para definir nuestra invisibilidad en las fotografías trasfronterizas; la formación musical, la inversión en producción y la falta de innovación. Finalmente, para cerrar aquella amalgama de categorías, está la de la forma y el contenido musical; entendida la forma como los elementos musicales que componen el cuerpo de una propuesta y el contenido como el mensaje que es transmitido a través de las formas pretendidas. Lo que lleva a un constante debate; la historia ha demostrado que se puede lograr piezas artísticas sin formación académica, que con poco presupuesto peor en nuestros tiempos se puede acceder a un nivel de calidad contundentes, y que la urgencia por generar propuesta muchas veces terminan siendo fallidos intentos sin trascendencia, o por la falta de propuesta se generan repeticiones monótonas de las expresiones. Cada premisa y su contrario, llevándolas a los extremos son igual de ridículas, porque ninguna garantiza la capa metalizante que llame la atención de ese imán de la gran industria.

Pienso que esas categorías, sumándole el contexto de la inclinación general que tenemos como sociedad por otro feeling auditivo, más cercano a la fiesta y al chupar llorando, en gran medida se han convertido en prejuicios perjudiciales de las propuestas de bandas de rock, por supuesto salvando casos históricos, pero que afectan muchísimo el movimiento emergente, condensándose en el encostramiento de la dificultad de definir los atributos de eso que llamamos rock nacional. 

Primera fase demolición; Rock Chicha en construcción es un álbum que debe ponernos en perspectiva sobre esa desesperación por la foto de la plataforma y sus seguidores, y más bien devolvernos ese retorno al mercado donde las piezas de nuestros contornos tienen el sudor de la mano. La satisfactoria sensación de la muerte por el tacto, solamente es posible en la segunda clave que tiene este disco. Cada canción narra una historia, no se separan la música y la letra, son una misma voz, que hacen del lenguaje no solo el móvil de la bonanza de una anécdota o el embutido de un fiambre técnico, sino que nos acerca de nuevo a ese polvo en el que todos podemos congregar, podemos reconocernos en ese sabor del entorno de una tutuma al centro del mundo contenido en un valde de color con chicha. 

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