Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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Latinoamérica, según Netflix

En días de desconfinamiento, el equipo de la RAMONA y sus colaboradores comparten una serie de títulos de películas latinoamericanas de diferentes nacionalidades que invitan a seguir en casa. Para esta entrega hemos elegido filmes disponibles en Netflix, una plataforma que si bien suele ser más cotizada por su catálogo de series y cintas angloparlantes, tiene una selección de producciones habladas en español, portugués y otros idiomas de esta parte del mundo que vale la pena recomendar. Son ocho películas de ochos países: Argentina, Chile, México, Uruguay, Perú, Paraguay, México y Colombia. 
Latinoamérica, según Netflix

Aquarius, retrato del paso de la edad en un women film 

Aquarius (2016), filme de Kleber Mendoça Filho, una de las voces actuales más importantes de la cinematografía brasileña, comienza con el festejo de dos mujeres. Una de ellas está cumpliendo 75 años y se ha constituido en una especie de matriarca de la familia; la otra, Clara, la protagonista de la película, acaba de terminar su batalla contra el cáncer de mama. Más de 40 años después del prólogo, serán las luchas, que se sugieren y exponen de manera sutil, las que marquen la narrativa y tono de la película. Las luchas físicas y simbólicas del personaje, encarnado por la emblemática Sonia Braga.

Clara, escritora, periodista cultural, viuda y retirada, encara, por un lado, un punto crítico de su madurez/vejez, que la obliga a mirar el camino recorrido, una especie de examen en el que se autoevalúa, tratando de salir cuerda de la revisión y manteniendo una relación de paz con todos sus cercanos, que se testea en cada uno de sus encuentros. Por el otro, debe aguantar las embestidas de un empresario que insiste en comprarle su apartamento del edificio Aquarius, lugar toda su adultez, donde han sido criados sus hijos.Braga, quien fue uno de los puntos más aplaudidos de la película por la crítica, llevándose el premio a mejor actriz en los festivales de Mar de Plata y La Habana, otorga a su personaje de un carácter combativo, aun así humano y sensible, que es el eje del filme. Sus respuestas ante la angustia, la reconciliación, el miedo y la rabia, entre tantos otros, son un deleite de ver, haciendo eco de los women’s film de Joseph L. Mankiewicz, quien dirigía a Bette Davis, Joan Crawford o Marlene Dietrich, nombres a los cuales Sonia Braga podría introducirse con facilidad, representando una versión moderna, latina y con el complejo prisma de la contemporaneidad. 

La cinta es naturalista en cuanto a su disposición de tiempo y espacio, magistral labor de Mendoça Filho a la hora de transmitirnos, hasta un nivel sensorial, la calle Boa Viagem de Recife, ciudad natal del cineasta a la que rinde homenaje una y otra vez en su filmografía. Es principalmente autentica en sus diálogos cotidianos que contrastan con lo estiloso de la forma. El director utiliza movimientos de cámara como los paneos, los zoom in y las largas secuencias, mayormente en interiores, en el apartamento de Clara, en el que los muebles y los objetos, testigos de las memoras y recuerdos, toman vida. 

No se puede pasar por alto el repertorio de la música popular brasileña que supone Aquarius, con intervenciones de Taiguara, Altemar Dutra, Gilberto Gil, Heitor Villa Lobos, Maria Bethania, pero también con espacio para otros como Roberto Carlos y Reginaldo Rossi. Lo cierto es que hay mucho más en la película de lo que la simple premisa puede aparentar, una de ellos es el retrato de un hambriento capitalismo, encarnado por la constructora, que sin escrúpulos busca conseguir su fin. Otro es la captura de la sociedad postula, en el que la gente de clase media, “más morena”, ha ascendido a esferas más altas, en un contexto en el que se vuelve a animar a la polaridad.  (Caio Ruvenal)

Monos, una historia real sin tiempo ni espacio

De todos los largometrajes disponibles en Netflix, Monos tiene que ser uno de los que más puede dar la razón a los defensores de la pantalla grande en el irremediable debate sobre los espacios de consumo en el cine. No hay forma mejor de vivir esta experiencia que en la sala, pero el simple hecho de que esté disponible en la plataforma es mejor que nada, pues el cine latinoamericano, y sobre todo el bueno, pasa desapercibido muy fácilmente.

En el tercer largometraje del colombiano Alejandro Landes, a quien los bolivianos podemos reconocer por el documental Cocalero (2007), la trama sigue las desventuras un grupo de niños y adolescentes guerrilleros, miembros de un grupo paramilitar exiliado, que son encargados con la tarea de custodiar a un rehén.

Si bien la película tiene un tinte político entre líneas, no detalla un tiempo o lugar específico de dónde o de cuándo transcurra la historia. La razón de ser de este pequeño ejército solo la podemos suponer, y esta es parte de la magia. Ni si quiera tenemos una idea clara de a qué enemigo se enfrentan, aunque podemos sacar ideas de la rehén, este misterio es el fuego que abre debates.

Para ser una película independiente, es notoria una dirección y producción muy comprometida; el subtexto trágico que expone, es equilibrado con una fotografía fuera de este mundo, nunca la naturaleza fue tan surrealista e hipnótica. Uno olvida a momentos ese clima de guerrilla, y se sumerge en el paisaje, en verdad se desea estar ahí y de alguna manera se lo logra. La naturaleza es tan perceptible en todo momento y se convierte en un personaje más

El uso de cámaras no es nada menos que valiente, todo el trabajo arduo que tuvo que haber en el rodaje es de aplaudir, y logra su objetivo de forma victoriosa, el resultado es impactante en el sentido más emotivo. 

Sobre los personajes, tenemos a un grupo protagonista que vive en el único mundo que conocen, el de la violencia y la disciplina. Su vida se rige a base de una jerarquía sólida, y todo lo que deben y pueden hacer está escrito, el único camino que siguen es el único que les mostraron. 

En contraste se encuentra el personaje de Julianne Nicholson como la rehén, la oveja negra, la pieza extraña que no encaja, pero son sus ojos los que representan a los ojos del espectador, y su desarrollo de personaje es una de las mejores tesis que plantea la obra, obligándote a ponerte en su situación.

La tensión que se vive por las mencionadas jerarquías, sus tradiciones tan primitivas pero naturales, sus métodos y carencias de comunicación, sus relaciones sociales cercanas, todo el juego de roles que los lleva a tropezar y buscar soluciones desesperadas; todo eso está brillantemente representado por unos actores que a pesar de ser principiantes, son poseídos por sus papeles, física y psicológicamente. Las emociones son mostradas y no contadas, lo que se traduce en un realismo muy profundo.

Podemos hallar similitudes con obras como El señor de las moscas de William Golding, pero en Monos el argumento es menos contundente y estructurado, solamente vemos un recorte de la vida de nuestros protagonistas y con eso basta.

Si bien tenemos una obra reflexiva, no deja de ser un muy entretenido espectáculo visual, cargado de acción y colores saturados, fácil de digerir y aun así difícil de quitarse de la cabeza. Momentos de risas, lágrimas y sangre, y con un mensaje tan libre de interpretaciones como su desenlace; pero al final, una experiencia que no se puede dejar pasar.

(Luis Romero/ https://bocasalada.wordpress.com/)

La noche de los 12 años

¿Imagina usted que los días de reclusión fueran más de 4.300 y, por otro lado, en el más absoluto aislamiento y sufriendo vejámenes? Esa pesadilla de la vida real es descrita en La noche de 12 años, premiada película del director uruguayo Álvaro Brechner, disponible en Netflix.

En 1973, la dictadura que asaltó el poder en la nación oriental dispuso, entre otros crímenes, tomar como rehenes a nueve subversivos tupamaros, para llevar a cabo el cruel experimento de, en vez de fusilarles, enloquecerles a plan de torturas, privación de sus necesidades y claustro en soledad y condiciones extremas, lo que duró hasta que el país recuperó la democracia. El filme cuenta la historia de tres de ellos: Ñato Fernández Huidobro (Alfonso Tort), Mauricio Rosencof (Chino Darín) y José Pepe Mujica (Antonio de la Torre), este último, como sabemos, luego elegido presidente de Uruguay y recordado hasta hoy por sus políticas sociales y filosofía de austeridad.

Sintetizar más de una década en dos horas y pico es un reto del que la cinta de 2018 sale más que airosa, concentrándose en graficar la vivencia cotidiana del despojo de humanidad, resistido con singulares formas de comunicación, una moral férrea y hasta gestos de empatía con los captores. Así, contra los golpes, el hambre, el frío, la oscuridad, la incertidumbre y la nostalgia de una anterior existencia feliz, se refleja bien la voluntad de sobrevivencia de los reos, con la esperanza puesta en un amanecer que no se sabe cuándo ni cómo podría sobrevenir.

El director Brechner (Mal día para pescar, Mr. Kaplan) nos ofrece un relato épico, narrado en claves no ortodoxas en cuanto a contenido político, como tampoco en cuanto a ritmo de edición. Esta última es veloz y contundente, sustentada en un desempeño actoral en el que no desentona ni un segundo el experimentado español de la Torre (Balada triste de trompeta, AzulOscuroCasiNegro), liderando un equipo en el que brillan asimismo los secundarios sin excepción.

Aunque sin ahondar en la cuestión ideológica, el filme sirve en demasía para recordar la sangrienta historia de nuestra América, plagada de golpes de Estado tan vigentes como el que hoy mismo sufrimos en Bolivia, con abusos similares a los descritos en apenas medio año.  Se nos revela además otra historia más que señala cómo el hombre es capaz de vencer aun el más violento confinamiento, y que mientras haya enemigos de la libertad, tan parecidos en todas partes, habrá también quienes les resistan y de todas maneras la recuperen, como ejemplo y luz para los que viven en la penumbra.  (Sergio de la Zerda)

Las herederas 

El cine paraguayo comparte las mismas características que el país que lo genera, no se sabe mucho de los mecanismos que hay detrás de su insipiente producción, cuando nos encontramos con este cine nos da siempre algo más de lo que imaginamos, es reflexivo, labra ideas de a poco, con serenidad, tomándose su tiempo, como intentar hacer algo en una tarde calurosa y árida en el Chaco, con cierta melancolía y profundo sentido estético como sus polcas. Imagino que hay un star-system, pretensiones y complejos que también matizan su incipiente industria, sin embargo, el buen cine paraguayo, que es el más, ha dado pasos grandes, aportando al cine latinoamericano, importantes títulos. 

Las herederas (2018) de Marcelo Martinessi es una de ellas. Ambientada en zonas acomodadas de Asunción, narra la historia de Chela, una mujer que, en los albores de la tercera edad, redescubre el mundo. Ella vive con Chiquita, otra mujer mayor a la que encontramos a punto de entrar a la cárcel por no poder pagar sus deudas.  Lo interesante es que, al seguir la vida de este personaje, Chela, nosotros, como espectadores, también descubrimos otro mundo, el de ella. Es como un descubrimiento en dos direcciones. ¿Por qué descubrimos?, porque es difícil hablar de estos mundos y temas en nuestro cine, las preferencias y sexualidad de una mujer que ronda los 60 años, sus frustraciones y deseos, son aún hoy dimensiones extrañas en los relatos latinoamericanos, estos se ocultan detrás de la madre, la abuela, la tía, la solterona, la vecina y un sinfín de estereotipos en los que se navega superficialmente, referencialmente. En las herederas se parte desde alguno de esos estereotipos, pero rápidamente la historia nos lleva por otros rumbos y perspectivas. Con una atmosfera y ritmo cargados de feminidad, y no solo porque todos los personajes de la película son femeninos, sino porque abunda el detalle, las pausas, la acción contenida, que implosiona a cada momento, pero que en esa implosión resquebraja los cimientos.   

Al ver la película uno no deja de preguntarse por el pasado, tal vez de ahí el título, evocativo de algo que fue, un legado enmohecido como la casa que comparten Chela y Chiquita como una pareja subrepticia. Qué fue de las familias de ambas, cuánto valor tiene ya esa casa despojada que poco a poco se va quedando vacía. Evidentemente la naturaleza de la herencia, además de la decadencia de esta burguesía, son todas las taras que esta clase conlleva en Latinoamérica, el anquilosamiento y la ceguera. 

Las herederas hablan de un abrir los ojos, un cambio en el personaje que es silencioso, apenas evidente por detalles, interpretado de la misma manera por Ana Brun, un ritmo y tono actoral contenido, que a momentos parece rígido pero que en realidad refleja un proceso de contención que de a poco se vuelve deshago y luego nuevamente aprehensión. Una tensión muy bien manejada. 

Los variopintos personajes que habitan ese espacio de decadencia son retratados por el director con la misma extrañeza y familiaridad con que podemos imaginar una tía lejana que vamos a visitar de vez en cuando, es tan cercano y al mismo tiempo hermético. Por otro lado, el ambiente de la cárcel de mujeres, se filtra de vez en cuando, contrastando con la petulancia y acartonamiento de los tés de señoras, Chela no se siente cómoda en ninguno de esos mundos, el mundo donde ella podría ser lo que realmente desea parece tan utópico, aunque es está ahí, a mano. El poder retratar eso a través de la puesta en escena con más gestos que palabras es un gran logro. 

Las Herederas llamó la atención al ganar merecidamente dos osos de plata en la Berlinale 2018, festival, como otros de Europa, que acostumbra fijarse en estas peculiaridades cinematográficas del cine latinoamericano, no sé ya si independiente, porque no sabría decir independiente de qué. Pero sí un cine abocado a volverse espejo de una sociedad, de tocar la memoria e indagar en los temas prohibidos, los ocultos, o las verdades soterradas, que, como en muchas familias de nuestra región, son herencias que se disimulan y maquillan, para morir en los muros de las casas. 

(Luis Brun)

Retablo

Como toda película inteligente, Retablo (2017), ópera prima de Álvaro Delgado Aparicio, se presta a más de una posibilidad de lectura. Una de ellas, la más explotada y no en vano, va por la problematización de la (homo)sexualidad en un contexto ciertamente conservador en determinadas dimensiones, como es el mundo rural andino peruano (extensible también al boliviano o ecuatoriano). Su recorrido y palmarés festivalero avala esa veta de análisis, habiéndose llevado, entre otros galardones, el Teddy Award de la Berlinale de 2018. Muy asociada a esta lectura está la que se decanta por el examen de las masculinidades en los Andes rurales, pues la cinta no solo expone la historia de las elecciones sexuales de uno de sus protagonistas, sino que examina las maneras de ser y relacionarse de los hombres de la comunidad ayacuchana donde se ambienta el relato. 

La propia exploración del universo andino campesino, desde una matriz más contemporánea que tradicionalista, ofrece otra línea de interpretación de la cinta que puede verse en Netflix, tras su estreno comercial en Perú y un recorrido por festivales internacionales alentador. No es un elemento menor que Retablo esté hablada, casi en su totalidad, en quechua y protagonizada por actores, en gran medida, pertenecientes a la región andina quechua: el debutante actor natural Junior Béjar y la muy celebrada actriz y cantante Magaly Solier (La teta asustada, Blackthorn). El filme ensaya, justamente, una disección de las fricciones que se producen entre tradición (como el idioma y los valores comunitarios) y contemporaneidad (la sexualidad o el impulso migratorio) en un escenario atravesado por contradicciones que lo vuelven cada vez más indescifrable a cualquier esfuerzo etnográfico o folclórico. 

Otra posible lectura -a la sazón, la que más me interesa- es la que permite apreciar Retablo como una película consagrada a acompañar el proceso de formación de un artista. Con esto no quiero decir que esta lectura deba asumirse de forma excluyente a las antedichas o viceversa, pues todas, como otras, bien pueden converger y complementarse. Lo que propugno es asomarnos a este largo ficcional peruano desde un paradigma más universal, como es el que reflexiona sobre las edades del proceso creativo, que pueden ser también las edades de la experiencia vital en un sentido más amplio. Porque Retablo es una película que, desde su título, pretende ofrecer una versión de las vicisitudes humanas que demanda el acto de crear una obra de arte. Los retablos son piezas artísticas, inspiradas en el arte sacro judeo-cristiano, que la tradición andina reapropió en variantes comúnmente asumidas artesanales, pero que han sabido alcanzar su propio estatus de arte popular y convertir a sus creadores en genuinos maestros retablistas. 

El largo tiene por protagonistas a Noé (Amiel Cayo), un maestro retablista afincado en una comunidad andina de Ayacucho, y Segundo (Béjar), su único hijo ya adolescente, a quien se empeña en enseñarle el arte de confeccionar retablos religiosos y profanos. A ambos se suma Anatolia (Solier), esposa de Noé y madre de segundo, testigo de sus conflictos y desencuentros. La secuencia inicial es muy decidora del itinerario de formación artística que persigue Retablo: Noé le tapa los ojos a Segundo para que le describa de memoria la escena familiar que ha de volcar sobre un retablo de encargo, en un ejercicio que revela el afán del maestro por desarrollar en su pupilo la mirada del creador y su músculo creativo. Esta declaración de intenciones se traduce en una puesta en escena muy pensada y cuidada, en la que la fotografía se ocupa de componer retablos humanos y de capturar detalles de los retablos inmóviles que crean padre e hijo. 

Siguiendo este hilo conductor, la película de Delgado Aparicio se afirma como el viaje formativo de Junior hasta la consecución de su propia mirada artística, que no es otra que su mirada del mundo. Desgarrada por el desencuentro con su padre, el divorcio con la comunidad y la frustración que lo lleva a irse, la mirada de Junior, como artista y hombre, se va moldeando a medida que su mundo se va destruyendo y está llamado a crear uno propio. Solo entonces, con la experiencia de la pérdida y la conciencia del desencanto, el joven se asume capaz de confeccionar su propio retablo: se quita la venda del rostro, deja de mirar con los ojos de los otros y se atreve a esculpir su existencia. (Santiago Espinoza A.) 

Rojo

Un desierto. 

Un hippie muerto.  

Un abogado corruptible. 

Una mujer, esposa del abogado, que calla. 

Un bíblico detective chileno para el que no hay grises. “Las cosas son blancas o negras”. 

Una pareja de adolescentes que se entrena en el amor posesivo. La violencia. 

Una maestra de danza que ensaya el rapto de la cautiva por el malón. La herencia. 

Un mago y su caja mágica que hace desaparecer a voluntarios de la audiencia.  

Un joven con su guitarra al hombro, raptado y desaparecido camino a casa después de una fiesta. 

Un miembro del club de tenis limpiando, desenfadado, su escopeta en los camerinos.  

Un eclipse rojo en Mar del Plata  al que no se puede tapar con un dedo.  

Y una casa. 

Una casa abandonada a toda prisa. Hueca, sospechosa, perseguida. El silencio. 

Una familia entera sin casa, a la que no vemos, se ha esfumado dejando atrás todo como banquete de saqueo para los vecinos, los corruptos, la gente común que no sabe qué hacer con esa ausencia de la que es testigo y culpable.  

Es 1975 en Argentina. En un pequeño pueblo de provincia. Días antes del golpe militar de 1976. Días de injusticia, de impunidad, de alto silencio y autocensura. La “calma” antes de la tormenta. La erosión interior de unos personajes que se habían preparado desde hace mucho y sostenidamente para acusar el “golpe”. Esto es Rojo (2018), la tercera película del argentino Benjamín Naishtat, que con 33 años ha encontrado en las historias de poder de su país y sus paisajes, especialmente desérticos, el escenario western, que tanto le gusta, para hacer un cine de alta calidad y profundidad.  

Filmada como un film noir, a ratos, como una comedia y un thriller policial, en otros, la película arranca, como diría el crítico Diego Batlle, magistralmente. Plano fijo, de frente a una casa en un barrio acomodado de provincia, en silencio, gente entra y sale educadamente por la puerta cargando algo, una televisión, unas cajas, cuadros. Esta inquietante escena filmada como en los setentas, con un tinte sepia, que remite al pasado, a las fotos viejas que alcanzaron a llevarse los dueños de la casa y a las que quedaron regadas en el piso por la premura, a esas fotos que son historia de las desapariciones ahora. Naishtat confía la fotografía de su película al director de fotografía brasileño Pedro Sotero (Aquarius) que, junto a la impecable dirección de arte de Julieta Dolinsky, logra envolvernos del espíritu de época angustiante y siniestro del que nadie, ni nosotros espectadores, sale ileso. 

Darío Grandinetti interpreta al personaje principal, el abogado. “El doctor” Claudio Morán, que desde su posición ejerce, o es empujado, a la violencia. Inmediatamente después de la escena de la casa de los “rubios” desaparecidos, vemos al doctor en un restaurant lleno de gente, sentado en una mesa solo, esperando a su distinguida mujer, Andrea Friguerio.   Un “hippie” nervioso y molesto le pide la mesa y el doctor se la sede elegantemente, no sin antes humillarlo públicamente, fumando un cigarro, parado a su lado. Más tarde, esta tensión entre los dos terminará  trágicamente, a la usanza, en la calle. Entonces asoma el secreto, el silencio, el fantasma presente en todo el film: la impunidad. Incluso el tenebroso detective chileno (Alfredo Castro) que llega para traer luz y resolver el caso sucumbe a ese secreto. 

Rojo se le decía al hombre o mujer comunista. Rojo es el rastro de sangre sin nombres en tantas calles y desiertos de Latinoamérica. Rojo es el  color que tiñe las escenas más inquietantes, premonitorias y bellas del film en una playa de Mar del Plata. Rojo es la película con la que Naishtat nos devuelve no solo al pasado sino al miedo con los ojos inyectados de sangre. Como en su anterior película, El Movimiento  (2016), nos devuelve a ese territorio desértico capaz de absorber los corazones humanos y escupirlos secos como bestias. (Alba Balderrama)

‘Ya no estoy aquí’, el baile de los que sobran

Ya no estoy aquí, del mexicano Fernando Frías, nos muestra la historia de Ulises (Daniel García), un joven de 17 años miembro de una pandilla de kolombia o cholombia –subcultura urbana surgida en Monterrey, Nuevo León (México), llamada Los Terkos, una tribu urbana en Monterrey que ha encontrado en la música de cumbias rebajadas la mejor forma de escapar de todos los problemas que los rodean. Tras un malentendido con miembros de un cartel local, se ve obligado a emigrar a Estados Unidos dejando atrás lo que más le define: su pandilla y el baile que tanto ama.

La película se sitúa dentro las fauces del narco y los carteles en Monterrey, Nuevo León, situado en el sexenio del expresidente Felipe Calderón y la guerra contra el narcotráfico, que no hizo más que incrementar la violencia entre carteles y causar bajas en la población civil. No se lo dice directamente, pero se infiera que es parte de ese momento.

Si bien la película es contextualizada en el infierno de ese momento, no sería justo encasillarla como otra producción que muestra a los ángeles y demonios de esta problemática, a veces como héroes, villanos o antihéroes, dependiendo quién haga la cinta y cómo quiere retratar al otro. Al contrario, la película es un viaje –curiosamente el personaje principal se llama Ulises (vaya coincidencia)– a la vida de un grupo de jóvenes cholombianos. Este término conjuga la pasión por escuchar cumbias colombianas rebajadas, a un ritmo más lento, que resulta en un subgénero de este estilo musical y que a la vez se junta con la identidad de los cholos, por su código de vestimenta que son semejantes a los cholos chicanos de Los Ángeles, en Estados Unidos.

Situada entre Monterrey, Nuevo León y en Queens, Nueva York, Ulises deberá iniciar una travesía, que, a diferencia del personaje del poema épico griego, no es por iniciativa propia, es por el destierro, pero lo que sí comparten ambos es el deseo de volver. La travesía no es solo geográfica, sino también a la madurez y a la desolación que a veces puede traer consigo el mundo de los adultos. Un filme dentro del género coming-of-age en el que el protagonista emprende una travesía por las circunstancias antes mencionadas, con diferentes situaciones que le tocarán vivir, en las cuales se plantean preguntas muy incómodas sobre la identidad, sobre crecer, sobre la pertenencia, sobre el anhelo y el imaginario que a veces creamos de “la tierra amada”, la nostalgia de haber dejado atrás a los suyos y el miedo de ser y verse diferente, no solo lejos de la tierra propia, sino también en esa misma.

Sin estrellas de cine, honesta, lejos de las convenciones estéticas del lenguaje en el guion y con una cinematografía que sabe retratar la otredad de forma remota, pero a la vez íntima, sin clichés en los que a veces cae el cine que retrata la migración y sin caer en los prejuicios raciales o de clase a los que los medios de comunicación y la sociedad reduce al que se ve “raro”, Ya no estoy aquí, que además posee un soundtrack de cumbia colombiana rebajada bellísimo,  rescata la humanidad de un grupo totalmente ajeno, pero a la vez muy identificable. 

A momentos la película parece engañosa. Juega con la ilusión y desilusión del sueño americano, con la materialización y obtención de este, frente a las diferentes capas y aristas de lo que realmente significa abandonar la tierra de cada uno, su identidad, la incomprensión y la brutalidad de un paraíso que no siempre es benigno con todas las personas. Especialmente con los que se ven diferentes, los “marginales” o los de tez más oscura. El filme es como la vida misma, colorida y en escala de grises, o como la cumbia “Lejanía”, de Lisandro Meza, conmovedora, pacífica, incluso bailable, y a la vez nostálgica y triste. (Andrés Rodríguez R.)

Nadie sabe que estoy aquí

El cine vuelve a ser de los productores. Con el abrazo de dos grandes como son los hermanos Larraín y su productora Fábula, la opera prima del director chileno Gaspar Antillo llega segura, sólida y bien abrigada al público a través de Netflix.  Nadie sabe que estoy aquí es la historia de Memo, Jorge García  (Hurley de la serie Lost), un muchacho dueño de una voz prodigiosa y de un cuerpo enorme y poco “vendedor” que, por un accidente, se vuelve una isla. 

Se enrosca en sí mismo. Tierno y callado, huye del público, de su familia, del mundo. Y se va a vivir con su tío a un pueblo en el sur de Chile, en Llanquihue. No se puede llegar ahí más que en bote, como en una isla. Una isla dentro de otra isla, protegiéndose de ese mundo cruel y caníbal que es el mundo del espectáculo.  

El accidente que lo vuelve una isla es casi una leyenda urbana, la historia más conocida del mundo. Un chico talentoso que tiene el look equivocado canta tras bambalinas dándole vos a otro chico con el look correcto pero con cero talento. Un día, Memo en un arranque de furia empuja del escenario al chico que lo suplanta en la escena dejándolo paralítico para siempre. Ahí termina la historia de su vida como cantante en la adolescencia y empieza la de su vida ahogando el canto, la voz y el talento. Memo habla poco hasta que llega a su isla, montada en un bote, Marta (Millaray Lobo) quien se interesa por él y le saca la voz. 

El luminoso y hermoso paisaje del sur de Chile se luce aquí acompañando una pequeña y conmovedora historia. Bien fotografiada (Sergio Armstrong) y correcta en su narración, esta ópera prima nos lleva al mundo interior de un ser que solo quiere silencio para que se escuche su voz, una voz que le habían robado. Hacia el final de la película, finalmente, la voz, escuchamos la canción que él canta y compone como instrucciones para ver la película: “Nadie sabe que estoy aquí. Escucha mi voz más allá de mis ojos, siente el amor, siente el viaje, no hay nubes en el cielo, no hay razón para llorar, solo las estrellas que brillan dentro”. (Alba Balderrama)