Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Las reflexiones de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”

Una mirada a uno de los mejores análisis de la filosofía jurídica cuya trascendencia explicativa no sólo concierne a Europa, sino, también para países como Bolivia.
La escritora​ y teórica política​ alemana Hannah Arendt.
La escritora​ y teórica política​ alemana Hannah Arendt.
Las reflexiones de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”

El 11 de mayo de 1960, el servicio secreto israelí realizó un cuidadoso seguimiento a Ricardo Klement, un emigrante europeo con pasaporte humanitario concedido por la Cruz Roja, de residencia en la localidad bonaerense de San Fernando, Argentina, desde los años cincuenta. Una vez localizado Klement, fue secuestrado para ser interrogado. Al identificar al funcionario nazi, se supo con certeza que era Adolf Eichmann (1906-1962), que hasta ese momento tenía una identidad falsa y paradero desconocido. A días de su detención, el 20 de mayo, los agentes del Mossad decidieron perpetrar un riesgoso operativo para trasladar al hombre más buscado a suelo israelí. A raíz de ello, el Primer Ministro David Ben-Gurión anunció al parlamento israelí y al mundo que Eichmann había sido detenido para ser juzgado en Israel, conforme a las disposiciones de la Ley N° 5710, del año 1950, sobre Castigo a los nazis y sus colaboradores. 

Pero este inusual suceso produjo una polémica sobre la “legalidad” y la “forma” en que fue trasladado Eichmann a Jerusalén. El psicoanalista de origen judío, Erich Fromm, en una carta publicada en el New York Times señaló: “El traslado de Eichmann es un acto ilegal, exactamente de la misma clase que aquellos que de los que eran responsables los propios nazis. Es cierto que no hay peor provocación que los crímenes cometidos por Eichmann, pero es precisamente en el caso de las provocaciones más extremas cuando el respeto por la ley y la integridad de los demás países debería ponerse a prueba”. Por su parte, el filósofo alemán Karl Jaspers manifestó: “Piensa que ese proceso está falseado desde su base porque no se puede arreglar ante semejante instancia un problema que incumbe a los fundamentos de la humanidad”, entre otras.   

  Toda aquella discusión fue seguida de cerca por la filósofa Hannah Arendt (1906-1975), por lo que decidió enviar una carta a William Shawn, jefe de la revista New Yorker, para proponer su participación como corresponsal en el juicio a Eichmann. Tras su acreditación como corresponsal se trasladó a Israel, en donde se encontró con quinientos periodistas provenientes de todas partes del mundo para cubrir el acontecimiento, la cual fue retransmitida por televisión. 

La primera sesión del Tribunal de Distrito sobre el caso penal 40/61 se celebró el 11 de abril de 1961. Al día siguiente, a las 8:55, Adolf Eichmann ingresaría a una especie de jaula de cristal para comparecer ante el jurado. La filósofa Arendt asistió a todas las audiencias para ir elaborando sus breves reportajes sobre el juicio de Eichmann. Paralelamente a su labor periodística, Hannah Arendt empezó a redactar el libro intitulado Eichmann en Jerusalén. Un estudio de la banalidad del mal, que hasta el día de hoy representa uno de los mejores análisis de la filosofía jurídica, en donde debatió la relación entre la ética y la moral, la dependencia entre la legalidad y la justicia, la burocracia y la política en los años del holocausto, todo ello, encarnado en el accionar de Adolf Eichmann.   

        Las impresiones de Arendt se orientaron en comprender a ese hombre de apariencia anodina, pero, cada vez que declaraba ante la policía y el tribunal, enfatizaba que él sólo cumplía con su deber, no sólo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley. Según Adolf Eichmann, “actuó, en todo momento, dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia: se comportó en armonía con la norma general; examinó las órdenes recibidas para comprobar su ‘manifiesta’ legalidad, o normalidad, y no tuvo que recurrir a la consulta de su ‘conciencia’, ya que no pertenecía al grupo de quienes desconocían las leyes de su país, sino todo lo contrario”. En consecuencia, Eichmann no tenía nada de qué arrepentirse, pues siempre había sido “un ciudadano fiel cumplidor de las leyes”. 

Al escuchar los argumentos de Eichmann, Arendt llegó a decir: “Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal”. Por esa razón, la filósofa acuñó el término “banalidad del mal” para referirse solamente a un nivel estrictamente objetivo, y se limita a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente para la pensadora: “Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión –que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez– fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo”. El juicio finalizó el 15 de diciembre de 1961 con la lectura del veredicto, según el cual Adolf Eichmann fue declarado culpable en la mayoría de los cargos de la acusación, sentenciándolo a muerte.

Las reflexiones sobre la “banalidad del mal” de Arendt, resultan inquietantes hasta el día de hoy para el estudio de la ciencia política y la filosofía jurídica contemporánea, cuya trascendencia explicativa no sólo concierne a Europa, sino, también para países latinoamericanos. Para el caso concreto de Bolivia –obviamente con distintos matices–, se puede mencionar por ejemplo, lo ocurrido en el período de la revolución nacional del 9 de abril de 1952, que hasta la fecha es un suceso que tiene una mirada “emotiva” y “liberadora”.  Pero merece algunas puntualizaciones críticas.      

Una vez que asumió al poder el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), esta estuvo sumergida en concebir la lógica amigo/enemigo. Es decir, neutralizar a todo opositor o crítico al régimen a través de la persecución y la reclusión. Para ello fue dividida en dos secciones. Una dependiente de la Brigada Departamental de Policías, y la otra, operaba en la Dirección General de Policías. Ambos organismos cumplían la misión de ejercer un estricto control y vigilancia sobre toda  actividad política de sus opositores: PURS, FSB, el PCB, igualmente, se vigilaba celosamente a los comerciantes y a los periodistas. Una de las paraguas jurídicas fue el Decreto Supremo N° 01619, que autorizaba el funcionamiento legal-administrativo de las prisiones militares o los “campos de concentración”. La viva representación de la “banalidad del mal” estuvo encarnada por el Control Político del MNR, que eran burócratas de bajo rango que acataban sumisamente órdenes superiores. Los testimonios de las víctimas identifican a sus principales verdugos: Luis Gayán, Adhemar Menacho, Jorge Orozco y Claudio San Román.

La historia del nacionalismo revolucionario del 52, es también es la “historia no esclarecida” sobre los campos de concentración en Bolivia, que representa la violación sistemática a los Derechos Humanos y la instrumentalización del derecho, todo ello consumado por los “hombres-lobo” o los “hombres-máquina”, este último término acuñado por Harry Mulisch, que alude a todas aquellas personas que obedecen ciegamente su accionar a una maquinaria del horror como meros engranajes, pero, estos subalternos (personas inofensivas en la vida cotidiana), se resguardan en afirmar que sólo obedecían órdenes jerárquicas tutelados por la ley. Un tema que merece ser escudriñado, no sólo por ser un tema pendiente de la historia, sino, por su permanencia y preocupante actualidad.