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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Quisiera ver al Diego para siempre…

Quisiera ver al Diego para siempre…
Quisiera ver al Diego para siempre…
Quisiera ver al Diego para siempre…

“Quisiera ver al Diego para siempre,/ gambeteando por toda la entidad”, comienza la canción de Los Ratones Paranoicos, un himno y un clamor que editores y colaboradores de la Ramona compartimos estos días en los que la muerte de D10S parece presagiar el final de todo. Por eso es que, para ver a Maradona para siempre, nos propusimos un recorrido por las principales películas y series  sobre el astro argentino que este miércoles partió a la eternidad a la edad de 60 años. Reseñas de filmes disponibles en el mercado pirata o en Netflix conforman este tercer e interminable tiempo. Escriben Santiago Espinoza, Andrés Laguna, Oscar Gracia, Luis Brun, Joel Vera y Sergio de la Zerda.

Érase una vez El Diego

En un remedo de reseña que hice de Diego Maradona, el documental que Asif Kapadia estrenó en el Festival de Cannes de 2019, decía que si algo distinguía a ese filme, con respecto a los anteriores del cineasta inglés (Senna y Amy), era su audacia por trabajar con un mito aún vivo de la cultura popular. El texto lo escribí a finales de diciembre. Y por muy tentado que estoy de acusar a Kapadia de agorero, me temo que el que entendió mal fui yo, o nosotros: para cuando salió el documental, El Diego ya llevaba un buen tiempo muerto, mientras que Maradona seguía dando manotazos para mantenerse a flote. Solo acabó de ahogarse este 25 de noviembre.

Diego Maradona, el documental, suscribe una hipótesis que cada vez suma más adhesiones: uno fue Diego y otro Maradona. Lo dice casi al principio del filme Fernando Signorini, otrora entrenador personal del exfutbolista, quien afirma que Diego era un chico morocho, humilde e inseguro, de un talento e inteligencia sobrenatural, siempre obsesionado con que lo quieran; mientras que Maradona fue el personaje que tuvo que inventarse Diego para lidiar con todo lo que su talento e inteligencia sobrenatural le concedieron: dinero, fama y veneración por doquier.

Sirviéndose de material de archivo ignoto, inverosímil incluso para “maradonólogos”, Kapadia sigue el ascenso imparable del chico de Villa Fiorito hasta convertirse en el mejor futbolista del mundo, pero también su inevitable combustión en la hoguera de las vanidades. Ambas carreras tienen como epicentro el mismo lugar, Nápoles, el modesto club del sur de Italia al que Diego elevó al Olimpo del fútbol, pero también la ciudad del pecado en la que Maradona purgó los más tóxicos detritus, los propios y los de su entorno.

No es que Maradona fuera una invención exclusiva de Nápoles. El personaje ya asomaba cuando el diez aún jugaba en la liga Argentina y se dejaba encantar ante los primeros cantos de sirena del dinero y la atencion mediática. El documental es excepecionalmente incisivo a la hora de reconocer que Maradona, a diferencia del Diego, fue una hechura compartida entre el futbolista y los medios que lo atosigaron desde el momento en que intuyeron que estaban ante un –Valdano dixit– “superhombre”.

He vuelto a ver el documental de Kapadia tras la muerte de Maradona. Y debo confesarlo: por más que he intentado mirar con frialdad su conversión en el monstruo que fue, y que todos podemos ser, no puedo sacarme de la cabeza y del corazón al hombre que también fue, y que ninguno de nosotros podrá ser nunca: el niño que no quería despegarse nunca de la pelota y que aceptó vivir de ella solo para comprarles una casa a sus padres. Ahora que Maradona ha muerto, solo espero que el Diego finalmente se reencuentre con don Diego y la Tota, sus padres, esos a los que –como bien muestra el documental– nunca se cansó de besar y mimar para que lo quisieran hasta el fin del mundo, como quiso que lo quisieran, y lo quisimos, tantos otros. Si a sus padres les dio una casa, al resto nos regaló la pelota. (Santiago Espinoza A.)

“Maradona”: el homenaje maradoniano de Kusturica a Diego 

En 2008, el director de cine serbio Emir Kusturica presentó en el Festival de Cannes su documental titulado “Maradona”, un trabajo biográfico fundamental en el que se condensan, en una cierta armonía insurreccional, diferentes dimensiones de la vida del recientemente fallecido ídolo argentino. Desde aquel entonces, la obra del también director de films como “Underground”, “Black Cat, White Cat” o “Life Is a Miracle”, se convirtió, para todos los fanáticos del caso, en una fuente imprescindible e inagotable de accesos directos a la multiforme expresión primaria de la vida desnuda de “el Diego”.

En mi criterio, “Maradona” es un tejido en el cual la narrativa permanece, desde su inicio, intempestiva, irreductible a las intenciones formales de la mala reflexión y plena de tonalidades explosivas, casi como expresando, en una mímesis fílmica, la naturaleza incontenible del 10 fenecido. La luz que va iluminando el discurso del documental no tiene alba ni crepúsculo y revienta más bien con fuerza en determinadas escenas, iluminando lo precedente y reelaborando lo posterior. 

Uno de estos episodios incisivos de luz se registra pocos minutos pasada la primera hora del documental. En el marco de un diálogo personal entre director y protagonista, Maradona se compara a sí mismo con un actor y, en ese momento, se entrega en una descripción simple pero extraordinaria en su tambaleante lucidez: “A los actores les dan un libreto y ellos lo leen… Yo no leo, yo vivo… y esa es mi actuación”. Muchos vectores del incomparable trayecto de Diego son expresados en esta idea. Vivir no es ensayar metódicamente el vivir, no es deducirse de guiones celestiales o mundanos, vivir es dejarse ir, primordial, volátil, absurdo, irrisorio, vergonzoso. Y vivir no es tampoco vivir solo para sí, para una idea de sí, vivir es interpretarse, es revelarse en la reacción de los otros, en el grito, el amor y la bronca de las audiencias. 

Por esta capacidad actoral tan esencialmente anterior a toda reflexión, todos los que lo hemos gozado o sufrido sabemos más de la esencia de Maradona que lo que él mismo llegó nunca a comprender. Él jamás supo traducir en términos coherentes o ideas claras la sintonía en bruto de su experiencia vivida, de ese magma que se comerciaba entre el mundo y su pecho abierto de ingenuidad, de energía y de vicios. Cuando hacía declaraciones, las hacía en términos de derechas e izquierdas, de imperios y pueblos, de santos y demonios. No trascendía jamás el marco de ese imaginario escaso, rudimentario y testarudo. Su grandeza, por el contrario, estaba en la performación, pero no solo en la febril escena de la cancha, sino también en los lugares del baile, del canto, de la fiesta y de la coca, de esa conexión porfiada con el jolgorio inmediato. 

Todas estas expresiones en las que Diego se ratifica como el prisma corpóreo en que la luz indiscernible de nuestro cosmos sudamericano se proyecta hacia las figuras extremas del gol, de la trampa, del patetismo y de la genial resistencia a los esquemas de lo prudente están infinitamente contenidas en el documental de Kusturica. En la elección “aristocrática” del 10 por el sueño de Boca antes que por la plata de River o en las preferencias políticas que rodearon el rigor de su persona, el director serbio sabe explicar a Diego Armando lo suficiente como para sacar a flote la esencia enigmática de su núcleo. 

Al margen de esto, hoy solo queda decir que Maradona ha muerto y que, como la vísceral supernova que era, ha muerto de exceso de sí mismo. Saldrán ahora las voces rectangulares a enseñarnos que la muerte es una consecuencia de la mucha vida, que a la vida hay que perderla más bien con pausa y con método, tributando hasta la última gota. Nosotros sabremos responder contundentes con Neil Young : “It’s better to burn out than to fade away”.  (Oscar Gracia Landaeta)     

Soy Pierre Menard, autor de la mano de dios

Hace unos días, Juan Villoro calificó a Maradona como: “Espartaco en la cancha”. Es casi imposible disentir, por rompedor de cadenas, por heroico, por épico, por insurrecto, por plebeyo, por su destino trágico. Cuando se lo busca en medio de una multitud, en medio del pueblo, cualquiera puede levantarse y puede decir: “Yo soy Espartaco. Yo soy Maradona”.  

En medio de la enorme ola de despedidas y homenajes, otro célebre Diego de Boca, en este caso Latorre, escribió: “Quisimos ser Maradona, pero no pudimos”. El inolvidable exsocio en ataque de Gabriel Omar Batistuta, tiene razón de manera parcial.  Porque da la impresión que el Diego también fue Tupac Katari rematando o Eva Perón regateando, y que, en su mapa de calor, los citó: “Volveré y seré millones”. Todos quisimos ser Maradona y, en instantes fugaces, lo fuimos. 

Si la condición para ser un clásico es la capacidad de inspirar a otros, de provocar imitaciones, a esta altura, el artista de Fiorito ya trascendió esa categoría. Maradoneano es un adjetivo que utilizamos para describir una jugada genial, pícara, imprevisible y bella. Pero también para describir una gambeta a las tragedias de la vida, para describir un gesto de confrontación al poder, para describir para un exceso en la celebración de la vida, para describir la autodestrucción. Es evidente, cuando calificamos a algo como maradoneano es porque imita a Maradona o, mejor, cuando el espíritu del zurdo invade a algo o a alguien. 

Hace ya varios años, Juan Sasturain vio en el primer Lionel Messi a una genial repetición. Aunque esa palabra no es la más apropiada. Vio en Messi al gesto de Pierre Menard, ese escritor que no quería traducir, ni copiar, ni transcribir, ni memorizar, ni reescribir el Quijote. Sino: “Producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes”. Jorge Luis Borges, autor de ese relato, narró que Menard quiso y pudo escribir el Quijote de manera parcial, esa fue su proeza. Así como el primer Messi repitió lo irrepetible, su Mano de Dios al Español o su Gol del Siglo al Getafe, nosotros también tenemos el privilegio de en algún momento de nuestra biografía futbolística o extrafutbolística vivir momentos maradoneanos. 

Por eso, cuando me pidieron que escriba sobre una película o una serie sobre el 10 eterno, pensé en Apache, la vida de Carlos Tevez, esa serie de Israel Adrián Caetano y Nicolás Goldar Parodi de Netflix, que es una mezcla de Ciudad de Dios con Cebollitas. Es decir, de pornomiseria con melodrama juvenil. Más allá de querer dar un juicio de valor sobre ella, ahora me interesa resaltar que podría haber sido también una suerte de biografía apócrifa de Maradona. El niño que sale de la pobreza, que debe esquivar la violencia de las villas, con el apoyo de una familia cariñosa y problemática, para llegar a ser un ídolo popular. Esa es la historia de Carlitos Tévez, pero ese es un relato que se escribió antes. En la biografía de Diego Armando Maradona están contenidas las funciones narrativas de la fábula de inspiración. Como fieles esperando un milagro, presenciaremos la resurrección de Maradona, no al tercer día, sino cotidianamente, en los gestos de su gente. (Andrés Laguna-Tapia)

El camino de San Diego 

El fútbol tiene diferentes teatros: el de las batallas memorables, de los héroes impensados, la euforia del nacionalismo febril, propio y prestado, la sangre y la bilis frente a la estrategia y el arte, la soberbia del dinero frente al honor del que tiene poco o nada. También tiene otros teatros de barro donde habita la fe, esa fuerza que es difícil definir, el escenario de los sueños premonitorios, de las cábalas, los rezos, los amuletos y los ritos vespertinos. Carlos Sorín, en El camino de San Diego, explora ese último terreno, el que trasciende los 90 minutos, donde se sigue viviendo el futbol, aunque sin pelota. Este terreno, que es usualmente periférico, Sorín lo recorre, en clave de road movie, a través de las aventuras de Tati Benítez, un hombre sencillo y bien intencionado de Pozo Azul, un pueblo del noreste argentino. Si un partido de fútbol es ya un tiempo distinto, un momento que se aparta del tiempo cotidiano, que anula el resto y te arranca de las manos del tedio, existe también otro tiempo futbolero, fuera de la cancha, muy parecido a la espera, la ilusión sostenida por el deseo y la voluntad de hierro de un grupo de personas, una tribu, que está dispersa por todo lado, pero que a un llamado se une monolíticamente. Maradona estuvo en todos esos escenarios como protagonista, era un hincha que jugaba en la cancha como ningún futbolista. Era parte de esa periferia y, al mismo tiempo, la miraba desde el altar en el que lo pusieron. Hecho contradictorio: un santo de ética ambidiestra que dinamitaba todos los arcaísmos cristianos, pero que, de alguna manera, se prestaba su mística. Para los fanáticos de Maradona todo alrededor de él fue devoción. Este santo pop es el que Sorín retrata, con la materialidad de cualquier santo: una estatua, en este caso no de yeso sino de madera. Al Maradona real, en la película, no lo vemos más que a través de pequeños televisores en tiendas, gasolineras o algún negocio de carretera, es omnipresente pero inalcanzable. 

La película comienza como un mocumental, conocemos al personaje que es descrito por sus vecinos con una mezcla de admiración y sorna, a través de esos relatos se revela su devoción por Maradona, su precaria situación económica y su místico encuentro con una raíz de árbol de timbó que se parece al Diego. Tati Benítez lleva en los hombros a ese Diego vuelto raíz de árbol casi toda la película, como un peregrinaje para acercarse a su ídolo caído en desgracia por una afección cardio respiratoria. La película hoy podría recobrar actualidad, Tati Benítez podría ser cualquiera de los devotos que peregrinan y son parte del prolongado adiós que se le da en Buenos Aires al eterno 10 de la selección argentina. Fanáticos regados por los parques, en la Casa Rosada, rezando, bebiendo, gritando,  racionalizar o incluso denostar ese impulso colectivo – enumerando los defectos del ídolo que lo genera – es una tarea ociosa, Sorín no lo hace, solo acompaña y describe el viaje de su personaje, abunda en el microcosmos de esa pasión que, visto desde afuera, con cierta extrañeza, puede parecer una sucesión de hechos absurdos, pero en el devenir del viaje adquieren las características propias de lo místico, pues cada personaje con el que Tati se topa mira en la imagen de madera lo que quiere ver, y de alguna manera, lo conecta con algo inexplicable: el azar, la suerte, el destino. Esta película tiene una atmósfera de fábula rural, drama que intenta no romantizar la marginalidad de las carreteras, las provincias o los pueblos perdidos, pintándolos con trazos de humor e ironía, eso sí, contagiándose, al término, de la misma ingenuidad de su personaje, pues es, finalmente, una historia de fe. (Luis Brun)

Maradona y el cielo en México

Diego Armando Maradona. Su solo nombre despertaba y despierta las más variadas reacciones, desde la veneración al rechazo profundo, aunque, por fortuna, estos días de luto han sido muchos menos los odiadores gratuitos. Así sucede con los seres extraordinarios, fuente inagotable de libros, canciones, películas y, cómo no, series. La más reciente sobre el astro argentino es Maradona en México, en rigor una docuserie estrenada hace un año en Netflix.

Sus siete capítulos cuentan la llegada del gran 10 a Culiacán para dirigir a los Dorados, un equipo de la división B, en el corazón del cártel de Sinaloa. “La salvación está otra vez en sus manos”, reza la sinopsis oficial. Y, en efecto, este nuevo episodio de la vida del futbolista y también técnico fue, faltaba más, una montaña rusa entre el infierno y el cielo, aunque con picos más controlados.

Ello sin embargo no descarta de modo alguno la genuina emotividad que emana de todos y cada uno de los gestos del argentino al consagrarse a defender los colores del equipo azteca. Lo que cautiva de la producción es su cadencia narrativa, no enfocada en absoluto a solo a machacar sobre los éxitos del personaje, sino, muy especialmente a fijarse en sus derrotas.

Es de ellas que el mejor del mundo extraerá sabias conclusiones que nada tienen que ver con la autoayuda, sino con la verdad de que cada segundo de existencia es un partido a remontar. Y, pese a que a los 60 años ya no pudo, eso es justamente lo que intentó Diego, hasta la hora fatal. En las escenas finales de la docuserie, el DT se acerca en el vestuario a uno de los más destacados jugadores del equipo que había entrenado. Lo que le dice al joven, con amor de padre o gurú, es síntesis del subibaja humano: “-Tú tienes las condiciones para todo. ¿Me entiendes? Y demostrar eso una vez más, y jugar con todo lo que está dentro de tu corazón. Me pasó a mí. Yo funciono como los demás. Y llegué hasta lo más alto del cielo”. (Sergio de la Zerda)

Caerse, levantarse y volverse a caer

“En el fútbol hay dos tipos de figuras muy claras: el creativo y el sobreviviente. El creativo vive de la individualidad, de la gambeta; el sobreviviente no se da por vencido, está acostumbrado a jugar en condiciones deplorables. Cuando coinciden en una sola persona el creativo y el sobreviviente se da el fenómeno Maradona”. Con esa frase y una foto de un “Pelusa” adolescente con la camiseta de Argentinos Juniors, el historiador Juan Sasturain incluye a Diego Armando Maradona como una pieza central en el retrato histórico de la selección argentina y su travesía por los mundiales de fútbol de la FIFA, que propone la serie Becoming Champions, de Netflix, la que narra el paso de las ocho selecciones campeonas mundiales de fútbol por los 20 torneos desde 1930 hasta 2014, y que le hace un guiño al de 2018 para su siguiente temporada.

Si bien el capítulo seis de la serie, destinado a la selección “albiceleste”, no cuenta solo la historia de Maradona, sí relata la vida de una Argentina con muchos altibajos en su historia como país, y en paralelo muestra un fenómeno similar en la vida competitiva su selección de fútbol. La historia es contada en primera persona por protagonistas del fútbol como Mario Kempes, Jorge Valdano, Ubaldo Fillol, César Menotti y Carlos Bilardo, entre otros, además de periodistas, historiadores argentinos e internacionales y hasta víctimas de la dictadura militar. Sin embargo, el capítulo no en vano llamado “¿La mano del destino?” es una pista clara sobre por dónde se debe entender la historia de esta relación, ese mismo comportamiento errático en el paso de Diego por el fútbol de su país y en su vida. En consecuencia, muestra también cuánto el ídolo puede pesar en la vida de un país que siempre que puede presume de esa su cultura tan profundamente vinculada al fútbol.

De las frustraciones de un Diego adolescente que no es convocado al Mundial del 78, pasando por el papelón argentino incluida la expulsión de Maradona frente a Brasil en España 82, a la cúspide de su carrera en el Mundial de México en el 86, con ese partido-batalla-revancha-victoria frente a Inglaterra, con aquel gol con la mano y el otro, el mejor gol de la historia de los mundiales como los grandes hitos y la heroica muerte “en su ley” del Mundial de Italia en 1990, donde eliminó a la anfitriona en su “otra casa”, Nápoli, que ya dijo que cambiará el nombre del mítico San Paolo por el de su máximo héroe local, hasta el rescate de su selección en el repechaje frente a Australia para ir a EEUU 94, donde comenzó en gran forma física, con goles, con un par de pinceladas de su fútbol, pero donde pronto le “cortaron las piernas” tras dar positivo en el control de antidopaje, mismo que, según la serie, ya había comenzado días antes cuando la DEA llevó perros al hotel de la concentración Argentina en Boston. Y de esa caída, a una nueva levantada para ir como técnico a Sudáfrica y volver a caer tratando de arropar al nuevo ídolo argentino Lionel Messi. Esa es la montaña rusa de sensaciones que deja como herencia Maradona en su paso por la selección argentina y que trata de reflejar la serie.

Algo así como lo que el gran Martín Caparrós escribió para El País horas después de la muerte de Maradona sobre esa relación-fusión y paralelismos entre la historia de éste hombre-ídolo y la de su país. “…Se caía, se levantaba, se caía. Se regodeaba en sus glorias pasadas por falta de futuras… la Argentina somos él. Digo: para miles de millones de personas somos él. Es un destino -para él, para nosotros. Supongo que podría ser mejor. Y podría ser, también, mucho peor. Era un modelo complicado: peleador, simpático, quejoso, drogón, desaforado, ingenioso, creído, ilimitado, machista, popular, oportunista, cálido, cursi, inteligente. Fue difícil adaptarnos a la idea de que los argentinos éramos eso, pero hicimos todo lo que pudimos”.  

La serie también incluye relatos en primera persona de rivales clave de momentos clave que ayudan a ver la historia de Maradona al frente de su selección desde diferentes perspectivas, desde los ojos de sus víctimas como Peter Shilton, Salvatore Schillaci, o los de sus verdugos como Andreas Brehme.

“¿La mano del destino?” de Netflix está guiada en gran parte por los logros de Diego, pero en esa montaña rusa de sensaciones y hechos comienza con un dato en una frase: “A siete cuadras del estadio Monumental, en el que Kempes hace los goles, están torturando gente y la están arrojando viva al Río de la Plata…”. Y desde el pasado 25 la podemos ver con otros ojos. (Joel Vera Reyes)