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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Querido abad Calmet

Este ensayo fue escrito en el taller ‘En la noche una estrella arcana’, dictado por la escritora Giovanna Rivero, quien desde este 30 de marzo conducirá un nuevo espacio de formación literaria titulado ‘Escrituras de Neón’. Más detalles sobre el curso, en sus redes sociales
Querido abad Calmet

No estabas tan equivocado, abad Calmet, cuando en tu Tratado sobre las Vampiros  (1746) (título original: Traité sur les Apparitions des Esprits, et sur les Vampires, ou les Revenants de Hongrie, de Moravie, &c.), decías que retornar de la muerte, en el mundo natural, es solo posible con la intervención de Dios, tampoco cuando decías que un cuerpo incorruptible no puede volver a la vida a no ser que sea un milagro de Dios o de los santos, y que todo eso, los vampiros, los muertos vivos, los revenants, los enterrados vivos, sólo puede ser parte de la literatura, de la ficción. Que las pruebas para comprobar si una persona ha vuelto de la larga noche, de “that Good night” como diría Dylan Thomas, son una forma por encontrar, racional y científicamente, pruebas de que Dios no fue parte de eso. Es cierto como era cierto que Dios creó el mundo, los planetas y el universo invisible al hombre y que solo él podía conocer los misterios de las estrellas y el universo. Pero ha pasado algo impensado desde la aparición de tu tratado, querido abad, algo terrible para todos los hombres y mujeres de tu época y mucho más para ti, estoy segura, Dios ha salido de viaje. La imagen de Dios es otra ahora. Tres siglos después no puedes esperar que todo siga igual. 

La filósofa Hannah Arendt, la “teórica de los comienzos” (1),  abre uno de los libros que ha pensado con gran profundidad la condición humana contando cómo en 1957 “un objeto terrestre construido por el hombre fue lanzado al universo, donde por algunas semanas dio vueltas alrededor de la tierra de acuerdo a las mismas leyes de la gravedad que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes –el sol, la luna y las estrellas” y concluye poniendo a este evento como el momento del gran alivio para toda la humanidad, o puesto en palabras de un reportero norteamericano que comentaba el suceso en la ingeniosa frase: “es el primer paso del hombre hacia su liberación de la prisión de la tierra”, o como lo puso un científico ruso en ese momento: “la humanidad ya no permanecerá atada a la tierra por siempre”. 

Este hecho, querido abad, le demostró a la humanidad que no se necesitaba a Dios para todo. Que el hombre podía, gracias a su imaginación, su inteligencia, su voluntad, crear algo parecido a un planeta, a un astro celestial, entonces aparecieron las dudas de que Dios estaba en todo y lo peor, de que todo sucedía por su intervención. 

Así, es posible que esa idea de que los vampiros, los muertos vivos, los revenants, esos que vuelven de la muerte y que estaban presos en un cuerpo que Dios les dio, en un cuerpo que no era suyo sino del creador, un cuerpo que no poseían, sino que cuidaban para alguien más, un campo dado en comodato, una humanidad presa en la tierra, en la carne y en la sangre, se haya trastocado con los años Calmet. 

Las montañas de pelo humano y de dentaduras de oro en los museos judíos; los cuerpos destrozados y desmembrados en turriles de ácido en las montañas de Colombia, los huesos pulverizados de las desaparecidas y los desaparecidos en el fondo del mar o en el desierto de Chile; los cuerpos hinchados, morados, flotando como bolsas de basura en el mar Mediterráneo o en el Río Bravo; los cuerpos de niñas zombis, sin mirada y sin inocencia, embutidas de drogas, vendidas a unos y otros en una ruta infame de tráfico; las personas con cáncer o bolas en sus cuerpos malformados en los campos de agricultura donde llueve el glifosato, son cuerpos que vuelven de la muerte, con un rastro apenas de lo que fueron en vida, para decir, en las noticias, en la literatura o en el cine, esto fuimos, esto nos hicieron, en esto nos convirtieron, así resucitamos.  

Estos revenants han vuelto de una muerte social, una muerte moral que les ha despojado de lo único que alguna vez tuvieron, la tenencia de su cuerpo. Y sí tenías razón, padre Calmet, en eso de que vuelven para “dar testimonio de la verdad” y más aún, para hacernos saber que están vivos, que, aunque los hayan desaparecido de nuestra vista (he aquí un método de aniquilación) o que los hayan traído a la vida desfigurados y deformes se cuelan por entre las líneas de los párrafos de un libro, entre las cuerdas de la guitarra de una canción, en la luz proyectada de una sala de cine. 

Son revenants que han retornado del sueño de la muerte sin ángel de la guarda, son las y los que caminan entre nosotros sin cara, sin rostro y sin nombre. Buscan algo más que la verdad, estos vueltos a la vida, buscan justicia, tumba, descanso. Te encantaría saber que hoy, en pleno triunfo de la razón, hay muchos, demasiados. Este sí es, en tus palabras, un “hecho bien circunstanciado y revestido de todas las características que pueden hacerlo pasar por verídico”.  

Vos dirás, abad Agustín Calmet de la orden de los benedictinos, que la muerte física es la única muerte, pero las cosas, como ves, han cambiado mucho y otras no tanto. Yo me pregunto, como vos cuando tocas el caso de la muchacha Filinium que aparece caminando después de haber muerto en el relato de Flegonte, “esa muchacha ¿estaba verdaderamente muerta, o no estaba más que dormida? ¿Su resurrección se hizo por sus propias fuerzas y a su voluntad, o fue un demonio el que le devolvió la vida? Parece que no se puede dudar de que fuese su propio cuerpo; todas las circunstancias del relato de Flegonte lo persuaden. Si no estaba muerta, y todo lo que hacía no era más que un juego y una estratagema para contener su pasión por Macates (…).” 

¿No son acaso las dormidas también una especie de revenants a las que no podemos llegar, ni comprender, a las que tenemos miedo? ¿No están cubiertas por una sábana como los muertos con una mortaja? ¿No nos ponemos una sábana para disfrazarnos de fantasmas? ¿no son las dormidas criaturas de la noche como Drácula o Nosferatu?, cuando despiertan ¿no vuelven de algún lugar en la noche?, cuando se hacen a las dormidas, a las muertas, ¿no están diciendo algo de ellas mismas, de su cuerpo? 

Hay una hermosa película que hizo un cineasta alemán, Werner Herzog, en 1979, se llama Nosferatu y está muy en sintonía con tu idea de los vampiros, en realidad casi no cambia nada, pero una escena me hace pensar en estas “dormidas”. Hacia el final de la película Nosferatu sale de su castillo oscuro y protegido en un barco donde lo llevan sus sirvientes, está dormido en una caja-ataúd sellado. Llegan a una ciudad llena de canales (Holanda) para terminar su hechizo hipnótico sobre el personaje principal. Mientras se realiza el viaje el barco se llena de ratas. 

Pero pienso en este conde que duerme, ese podría ser un gesto de los revenants actuales desde la tradición de los vampiros. Los vampiros o murciélagos también duermen. Pero cuando se trata de mujeres dormidas la trasgresión al mundo de los vivos se vuelve más efectiva, más inquietante. 

Una mujer dormida, más aún si se hace a la dormida, si “blufea” como observaría Anne Carson en el caso del personaje de Albertine en la novela de Proust, es la expresión de resistencia por excelencia. Albertine pretende estar dormida para que el narrador no la moleste porque su cuerpo no lo desea a él, desea otras mujeres. Albertine es la protagonista del libro “La cautiva” en el que, como lo describe Carson en su ensayo Albertine, rutina de ejercicios, “2. El nombre de Albertine aparece 2363 veces en la novela de Proust. Más que el de cualquier otro personaje. 3. La propia Albertine está presente o es mencionada en 807 páginas de la novela de Proust. 4. En un considerable 19 por ciento de estas páginas, ella duerme”. Albertine no está dormida como Blanca Nieves o la Bella Durmiente esperando que alguien las resucite, está negándose a que sobre su cuerpo caiga la responsabilidad de cumplir el rol de la mujer activa, la mujer sumisa, la mujer que espera, la mujer que limpia, que cuida, que barre, que lava, que está despierta produciendo. Dormir es revelarse, es oponerse a ser la máquina de vida en un mundo donde el cuerpo de la mujer está para cumplir con el máximo rol producir vida, generar y proveer vida, disponer la mesa y la cama para la vida. 

Querido Calmet, sería bueno que volvieras, salieras del cementerio en París doscientos sesenta y seis años después y vieras a estas revenants dormidas, están en tantos libros durmiendo, o aparentando estar muertas, las mujeres se disponen al placer por el placer, a abrazarse en el sueño, en el subconsciente, en ese lugar oscuro, privado y misterioso al que no puede acceder el otro. El sueño es el refugio, el descanso de la vida, es una pequeña muerte. 

Una mujer que duerme cuando despierta lo hace “literalmente”, despierta a la conciencia, por eso es peligrosa, por eso es mejor pensar que está muerta. Despertar, es recobrar la conciencia es retornar al mundo y ver las cosas como son, es tomar acción personal, es incorporarse en los dos pies, elevar la cabeza, estirar los brazos, tomar control del cuerpo. 

Tanto Albertine u Ofelia, por ejemplo, son criaturas literarias que han vencido la muerte porque se las desconoce como cuerpos dispuestos y abiertos al deseo del hombre. Tienen esa presencia fantasmal que vos, osado Calmet, veías en la figura de los vampiros cuando hipnotizaban a sus víctimas. Esos cuerpos dormidos producen un hechizo, hipnotizan y fascinan a los otros con su inactividad, su no disponibilidad, su no disposición a la vida y al rol que esa vida espera de ellas. Están en un mundo desconocido. 

Si vuelves, Calmet, si un líquido fluido empieza a correr por los conductos de tu cuerpo, si retornas trayendo tus aires de la abadía de Senones con tu libro lleno de telarañas despiértame, mi sangre no está espesa aún, me encantaría escuchar lo que tienes que decir sobre los vampiros y revinientes de nuestros tiempos. Despiértame ahora que no tengo miedo. 

Así la define Margaret Canovan en el Prólogo a la edición en inglés de The Human Condition (1958)