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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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El pezón femenino no, el masculino sí: un absurdo que empezó en 1517 y continúa en Instagram

Facebook censuró en 2018 una estatua de hace 28.000 años. También un anuncio de lactancia. Hace nada, Instagram lo hacía con Madonna y con el cartel de ‘Madres paralelas’. Una tónica que no parece que vaya a cambiar. Mientras, el hombre puede mostrar sus pezones como y donde quiera. ¿Por qué? La respuesta lleva fabricándose siglos.
Este es hoy el estado de la cuestión- el mismo elemento físico se permite públicamente en el hombre pero no en la mujer. Curiosamente, no siempre fue así. Los pezones femeninos se vieron, durante mucho tiempo, hasta en las iglesias. IMAGEN: GETTY / COLLAGE: PEPA ORTIZ
Este es hoy el estado de la cuestión- el mismo elemento físico se permite públicamente en el hombre pero no en la mujer. Curiosamente, no siempre fue así. Los pezones femeninos se vieron, durante mucho tiempo, hasta en las iglesias. IMAGEN: GETTY / COLLAGE: PEPA ORTIZ
El pezón femenino no, el masculino sí: un absurdo que empezó en 1517 y continúa en Instagram

“Alexa, muéstrame noticias que incluyan la frase ‘enseña un pezón”. La de Alexa es la voz de un programa de inteligencia artificial que no se azora ante el fantasma de una protuberancia rodeada por su aureola de piel rosada: es la voz del sentido común, la voz de la razón. Y recita: “Cristina Pedroche la lía enseñando un pezón por descuido en Instagram”. “Anabel Pantoja enseña un pezón por descuido y acaba rompiéndose en Sálvame”. “Karol G se descuida y enseña un pezón en Instagram”. “Marta López, novia de Matamoros, enseña un pezón en un descuido”.

Queda claro, por la monótona cadencia de los resultados, que un pezón femenino es un asunto problemático cuya muestra en público obedece, unívocamente, a un descuido de su propietaria: mostrar un pezón no es algo que una mujer haga sino algo que le sucede, como si durante un paseo por el parque del Retiro le cayera un rayo en la cabeza. E, igual que con el rayo, es probable que a la desafortunada le acabe saliendo humo de la coronilla. Porque enseñar un pezón en público, siendo mujer, puede dar lugar a titulares tan delirantes como este otro: “A 14 años del nipplegate: lo que realmente pasó en el show de la Superbowl”.

Para que lo entiendan los miembros de la Generación Z y mileniales olvidadizos, el artículo hace alusión a la conmoción internacional que supuso la salida a la luz del pezón izquierdo de Janet Jackson durante el concierto con el que se amenizaba uno de los mayores eventos deportivos de los Estados Unidos. Aquello fue en 2004 y, más de una década después, en 2018, la publicación USA Sports abrió una investigación al respecto para rastrear a los implicados y sus posibles motivaciones a la hora de preparar el asunto del pezón. Un dato: las malas lenguas dicen que Justin Timberlake, con el que Jackson compartía escenario, fue quien provocó el “accidente”. Otro dato: tras el nipplegate, la carrera de uno de los dos cantantes se hundió y la del otro salió reforzada. Hagan sus apuestas.

Pero ¿cuándo convertimos al pezón femenino en un tabú de semejante poder? ¿Cuándo lo escindimos de sus partenaires masculinos y adquirió la naturaleza de elemento disruptivo, de escándalo, de elefante rosa en la habitación? Porque eso es algo que, obviamente, hemos hecho nosotros. No se trata de algo innato, de un temor atávico que haya caminado siempre de la mano de los pezones femeninos, y la historia del arte ofrece buenas muestras de ello: nadie puede ignorar la contundencia mamaria de la primera escultura del mundo conservada, la Venus de Willendorf (data del año 28.000 a.C., Facebook la censuró en 2018 d.C.). En el arte egipcio torsos de mujeres y de hombres son retratados sin pudor, lo que nos indica que ambos géneros iban desnudos de cintura para arriba. Igual sucede con la cerámica precolombina (echen un vistazo a la cerámica del pueblo mochica), la escultura griega y romana y, por extensión, las manifestaciones artísticas del Renacimiento.

Y pese al aura de oscurantismo y cerrazón que rodea al medievo, una iconografía habitual de esos siglos demuestra que, en el asunto de los pezones, nos llevaban ventaja. Ya en el arte bizantino contamos con ejemplos de esta iconografía, La Virgen de la Leche, que muestra a la madre de Cristo dando de mamar a su hijo con mucho menos pudor del que hoy sentiría una mujer en el metro. Es más: esta tipología de imagen virginal tuvo tanto recorrido que por toda Europa se pueden encontrar ejemplos –hoy escandalosos– de pinturas en las que la Virgen da de mamar a un hombre hecho y derecho como San Bernardo. Apretándose un pecho, la Virgen de la Leche dispara con pericia un chorro lácteo en la boca del santo, como vemos en el retablo de San Bernardo de la Capilla de los Templarios de Palma de Mallorca, del siglo XIII.

Debemos tener en cuenta que hablamos de una imagen sacra –no solo sacra, también asociada a la pureza y la virginidad– en una actitud que hoy nos resultaría impensable por impúdica y sexualizada. Y sin embargo parece que, en la extensa horquilla que abarca los siglos entre la Edad Antigua y el siglo XV, el pezón femenino no superaba el insípido rango de protuberancia, incluso en el contexto de la imagen religiosa. En un suspiro histórico nos plantamos en el siglo XVI, cuando la hípersensualidad del arte barroco llena las iglesias.

Santos, mártires y místicas se convierten en criaturas celestiales de innegable sex appeal gracias a sus anatomías expuestas y retorcidas, sus bocas entreabiertas y una lograda actitud entre la pena y la fiebre más luminosa. Las devotas tienen que abandonar las iglesias debido a los calores que les produce la imagen de San Sebastián (hoy flamante icono gay), y algunos párrocos retiran cuadros y esculturas para evitar pensamientos obscenos. Los mármoles se hacen carne y los cerebros, gelatina.

Llegamos a un momento clave: esta voluptuosidad corporal, además del hedonismo de una Iglesia cada vez más complaciente consigo misma, es lo que conduce al cristianismo a su mayor cisma histórico. En 1517, el fraile agustino Martin Lutero se rebela ante el Papado y exige la separación de la Iglesia romana y la vuelta a la sobriedad estética y moral. Nace así la rama protestante del cristianismo, que se extenderá con enorme éxito por Inglaterra y Estados Unidos, donde aún hoy es la confesión principal. Y de esos barros, estos lodos: porque allí donde el protestantismo echa raíces comienza a gestarse un ecosistema puritano que identifica cuerpo y vicio y que observa a las mujeres con una mirada tan pudorosa como sexualizada, un exacerbamiento de la diferencia de género que acabará convirtiendo los pezones femeninos en el símbolo de todo eso que la mujer es y el hombre no: una tentación de la que uno debe defenderse.

No es que previamente no existieran tabúes respecto al cuerpo de la mujer: un tobillo o una muñeca eran un asunto serio, más que un pezón. La moda de lo siglos XVII y XVIII, con sus corsés elevadores de escote y sus cuellos extremadamente bajos, daba lugar a numerosos “accidentes” que han quedado reflejados en el arte de la época, como vemos en el retrato de Lady Thornhagh ejecutado por William Larkin en 1617.

Sin embargo, la subida al trono de la reina Victoria en 1837 dará al vestuario femenino el carácter de fortaleza: se impone la manga larga incluso en los días de calor, los guantes, las faldas largas. Y no solo eso: el corsé, antes destinado a elevar el pecho, se convierte en un instrumento de tortura que impide caminar durante un buen rato, agacharse o gritar sin caer desmayada. No se trata solo de tapar a la mujer: se trata, sobre todo, de controlarla. Y es ese control, al margen de la parte anatómica escogida para cristalizarlo, el que hoy lleva a pixelar pezones y considerar ofensivos pedazos de piel a priori inocuos.

Dejando a un lado Inglaterra, el otro gran bastión del puritanismo, Estados Unidos, se impone desde el final de la Segunda Guerra Mundial como espejo en el que el mundo occidental va a mirarse hasta hoy. Mientras por la costa mediterránea es usual ver a mujeres practicando top less, espolvoreadas como con un salero sobre toallas y colchonetas de colores vibrantes, en Estados Unidos el cuerpo de las mujeres es un asunto delicado y en muchos de sus estados relajarse con las tetas al aire está penado por ley. Es más, aún en los lugares donde se permite, como Hawái o California, la dueña de unos pechos al descubierto sentirá la mirada reprobadora del resto de bañistas, y hasta puede ser arrestada por conducta indecente a pesar de que la ley federal del Estado le permita quitarse la parte de arriba del bikini.

Un pezón femenino es un campo de batalla, un territorio sobre el que derramar ríos de tinta con afán autoritario. De hecho, en virtud de esa mirada conservadora, Estados Unidos legisló a favor de la lactancia en público siempre que la madre en cuestión no tuviera la osadía de mostrar el pezón en el proceso: el amamantamiento tiene que darse bajo una prenda que lo oculte, sin mostrar el pecho ni alcanzar los ojos de transeúntes o comensales que compartan espacio con la madre y su bebé. Heredera de este sentir general, la red social por excelencia, Facebook, censuró el pasado marzo por su contenido explícito un anuncio de la compañía de productos de crianza Tommee Tippee, que muestra a varias mujeres dando el pecho a sus bebés en distintas situaciones cotidianas.

Pero no nos equivoquemos: esa tendencia a restringir la libertad de movimiento de las mujeres y sus pezones acaba donde comienza el cuerpo femenino como espectáculo. Mientras Facebook e Instagram censuran pezones mediante algoritmos de reconocimiento, el desnudo integral satura las revistas masculinas americanas desde el nacimiento de Playboy en 1953. El camino de la célebre publicación comenzó con el éxito asegurado gracias a un desnudo de Marilyn Monroe que Hugh Hefner había adquirido cuando esta era solo una aspirante a actriz. El cuerpo de la mujer, pezones incluidos, es mostrado o censurado en función de su capital erótico, de su utilidad para la mirada masculina.

De cara a la galería, en un intento por estandarizar las imágenes que la sociedad debería considerar “aceptables”, las redes gobernadas por Mark Zuckerberg siguen censurando las temidas protuberancias femeninas pese a las numerosas campañas en contra de esta política, (la más conocida, Free the nipple, impulsada por la actriz Lina Esco). El último gran escándalo ha girado en torno al cartel de la última película de Pedro Almodóvar, Madres paralelas, obra de Javier Jaén: un pezón femenino del que gotea leche y cuyo diseño lo entronca más con la estética de Hitchcock o Buñuel que con cualquier publicación erótica. Pese al posterior mea culpa de Instagram, que repuso el cartel alegando su obvio carácter artístico, nada en el argumentario de la red sugiere que se prevea un cambio de talante en torno a la aceptación de los cuerpos de las mujeres.

En un paralelismo como poco llamativo, los pezones de los hombres siguen a salvo en redes sociales, playas y platós de televisión, entendiéndose como territorios de los que estos son dueños y señores, incapaces de despertar el bochorno o ser la causa de airados debates entre congresistas. Tal vez esta extravagante distancia entre las connotaciones de unas y otras protuberancias se deba a que el crecimiento de los pechos marca ese momento, a menudo tortuoso para las adolescentes, en las que una niña deja de ser tal y pasa a convertirse en una mujer: ya no es un cachorro humano como otro cualquiera, sino uno de cuya visión hay que defender a los hombres –también de los adultos– para que no se sientan incomodados por la presencia de esos cuerpos liminales. No hace falta rebuscar demasiado para encontrar casos en los que un crecimiento temprano o llamativo de los pechos de una adolescente ha conducido a auténticos casos de bullying: Ali Marsh, joven activista y víctima de este tipo de acoso, habla de ello abiertamente en Gurls Talk, el proyecto destinado a dar voz y generar diálogo entre chicas jóvenes dirigido por la modelo británica Adwoa Aboah.

Esta sexualización y sus ramificaciones violentas, huelga decir, solo se dan cuando las dueñas de los pechos son las niñas: a nadie se le ocurría que los torsos masculinos que en los noventa poblaban las portadas de revistas adolescentes como You o Bravo fueran a despertar algo más que los grititos exaltados de una pandilla de colegialas. Y es que la esencia de los objetos no reside en estos, si no en la mirada mediante la que son observados.

En este sentido, y hace ya casi un siglo, hablaba el periodista Adolfo Marsillach y Costa para defender el nudismo de sus detractores durante sus primeros pinitos en España: “El vestido es la causa, el origen de la inquietud sexual, hoy aguda enfermedad del alma. Con el vestido, el individuo toma para sí lo que no es suyo, imagina, fantasea, dibuja, siempre fuera de la realidad (…). El desnudo absoluto es casto”.

Dadas las escasas diferencias entre protuberancias masculinas y femeninas, que tienen más que ver con la utilidad que con la estética –los pezones masculinos perduran en el cuerpo porque sencillamente no molestan, aunque a nivel evolutivo sean, por lo visto, desechables–, no queda más remedio que explicar esa distinción de trato en donde siempre suele encontrarse: en una cultura que considera el cuerpo de la mujer como un objeto sobre el que ejercer un control que, en última instancia, se autolegitima en la propia arbitrariedad de su naturaleza.