Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Pesadilla pop en el altiplano

Reseña de ‘El gran movimiento’, multipremiado filme boliviano del director Kiro Russo,  que se mantiene en la cartelera nacional y en los cines Prime y Center de Cochabamba.
Un fotograma de la película ‘El gran movimiento’. SOCAVÓN
Un fotograma de la película ‘El gran movimiento’. SOCAVÓN
Pesadilla pop en el altiplano

Se dice que La Paz se mira a sí misma, por su accidentada condición topográfica, obvio, pero también porque es una ciudad que se sorprende de sí misma todo el tiempo, algo así como un organismo indefinible, de constante crisis existencial que canaliza sus miedos, fobias y carencias, idealizándolas, convirtiéndolas en visiones simbióticas de extraña belleza, o descubriendo constantemente, la belleza de lo extraño. 

Kiro Russo y Pablo Paniagua, el equipo medular de El gran movimiento (2022), película boliviana recientemente estrenada en salas locales, entienden perfectamente eso de “mirarse” que tiene la ciudad. La película, en buena parte de su metraje, es un ejercicio de extrañeza ante las imágenes que arroja La Paz. El objetivo es evidente, Russo y Paniagua elijen entusiastas los espacios más exóticos y contradictorios. Como si un curioso observador escudriñara las calles paceñas con binoculares desde su departamento en el piso alto de algún condominio, la cámara escarba entre el exceso de ladrillo, carteles, colores, personas, texturas (exceso de todo) en busca de la metáfora justa que describa lo intrincado, abigarrado, enfermo y precario, la prometida “sinfonía de la ciudad”, es, por un lado, un impresionante ejercicio visual, a la altura de lo hecho en Viejo calavera, y por otro, es un intento de modernizar el imaginario del “aparapita”, personaje símbolo de la ciudad altiplánica, narrado bellamente por Jaime Saenz. Un personaje que degeneró luego en cliché. En el siglo pasado, especialmente en los años 70’s y 80’s, La Paz fue conformando esta identidad gracias, especialmente, a la literatura y la pintura. El imaginario de una ciudad incómoda y accidentada, pero mística y sobrenatural, desigual y racista, pero al mismo tiempo pintoresca y combativa, ha generado un rico y representativo conjunto de imágenes que aquí en Bolivia ha sido acogido especialmente por sectores de clase media, mientras que, en el exterior y especialmente en Europa, se ha abrazado con fervor. Eso explica, en partes, el éxito de El gran movimiento en muchos e importantes festivales del extranjero. Esto quiere decir que, inevitablemente, la película redunda muchas veces en estereotipos. Sin temor o timidez, eso sí, los realizadores son conscientes de ello y en muchos tramos, en donde la sinfonía pausa, logran subvertir esa tara a fuerza de apelar a lo excéntrico, como en la celebrada (por la crítica) escena del baile coreografiado. Esto nos dice: sí vamos a dialogar con el trillado imaginario paceño y sus postales, hagamos de esto una pesadilla pop. Realmente es algo que no se ve venir, un gran acierto. Aunque es encomiable el gesto estético, hay otras escenas en donde el tono severo y trascendental gana, y no termina de convencer el esoterismo y religiosidad que exuda (por los poros de Elder y Max, sus protagonistas) la película.   

A Elder, protagonista absoluto y personaje que encarna (literalmente) todos los achaques de La Paz, tampoco parece convencerle mucho esta espiritualidad, vive toda la película negando, negando su cuerpo, negando a su madrina, negando a sus amigos. No es muy convincente cuando habla de la mina, porque tampoco está muy convencido del lugar que habita, hay una fuerza externa y oscura que lo lleva de un lado al otro, que lo contamina, que lo fuerza a engullir todo el barroquismo de lo periférico de un solo bocado para luego vomitarlo. Podemos decir que esa fuerza es la naturaleza misma de la ciudad y sus vicios, luego la mina, sugerida al principio y final de la película. Es también la fuerza de la propia visión de Russo y Paniagua, la invención y artilugio, una relación ya extradiegética y meta cinematográfica en la que sucede algo peculiar: la película tiene un aire documental pero nunca deja de ser impostada, puede ser porque, al igual que en Viejo Calavera, se quiere hilar las escenas oníricas, el devenir de sus actores naturales, las secuencias tipo Vertov o Francis Thompson, con una suerte de narración incipiente que intenta fluir o hacerse campo entre mantras chamánicos, video clips en el mercado campesino, conversaciones improvisadas de borrachos y toneladas de concreto, pero es difícil. Pese a todo, la narración está ahí, aunque podría no estar. El viaje de un héroe despojado de cualquier objeto de deseo, impulsado tan solo por la inercia suicida de la miseria, una narración que lamentablemente concluye con uno de los recursos más trillados del cine, pero tiene sentido. Elder finalmente llegó, se fue y volvió, desde la mina, a La Paz, desde la oscuridad hacia la muerte y luego a la vida nuevamente, y al mismo tiempo no va a ninguna parte.  Pasan muchas cosas, espectros, una especie de achachila encarnado en un perro blanco, Max, el chaman de la película, de un extremo a otro del cerro, taukas de gente y barro pasan, y no pasa nada. La desconcertante paradoja del gran movimiento. La Paz está a punto de volverse polvo, susurra Max en uno de sus trances, solo promesas que disuelve el helado aliento de una ciudad que se mira una y otra vez.