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El periodismo, en el punto de mira

El periodismo, en el punto de mira



Tom McCarthy recupera el género periodístico recreando la investigación del Boston Globe en torno a los casos de abuso a menores por parte del clero. Con un gran reparto encabezado por Michael Keaton, Mark Ruffalo y Rachel McAdams, Spotlight ha llegado a la cartelera local (se exhibe en el cine Center con el título de En Primera Plana), con seis candidaturas a los Oscar, entre ellas la de mejor película. Su estreno nos sirve de excusa para repasar algunas otras cintas que se han aproximado al periodismo. Un repaso que tendrá una segunda parte en la siguiente edición de este suplemento.

En los setenta y ochenta, Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) llenó los cines y las escuelas de periodismo. En 2016, Spotlight (Tom McCarthy) no hará ni una cosa ni otra. En 40 años, el mundo ha cambiado mucho. El cine ya no es lo que era y el periodismo, tampoco. Lástima. Los dos medios han sufrido cambios dramáticos. El cine busca desesperadamente contener la fuga de espectadores, ávidos de pantallas más cómodas. La prensa vive la mayor crisis de su historia, y no encuentra un camino que le permita sobrevivir para llevar a cabo su función: vigilar a los poderosos.

Cine y prensa llevan vidas cruzadas. Samuel Fuller (1912-1997), que se consideraba a sí mismo “un periodista de cine”, aseguraba que todo “periodista era un cineasta en potencia”. Él mismo había sido un gran reportero. Lo dijo bien claro: “Lo que es bueno para un reportaje es bueno para una película”. Así se explica que el actor y director Tom McCarthy decidiera llevar al cine una investigación periodística. Spotlight incluye dos tramas entrelazadas. Una, la estremecedora historia de los niños que sufrieron abusos sexuales por parte de sacerdotes. La otra, el minucioso relato del trabajo de los periodistas del Boston Globe para denunciar esas prácticas amparadas por la curia y el poder civil.

Spotlight significa en español algo así como en el punto de mira, y es el nombre del equipo de investigación del diario de Massachusetts. La película a la que da título recuerda al documental -otra conexión con la prensa-, con un ingente esfuerzo de verosimilitud. Carece del glamour que daba por ejemplo Robert Redford a la ya muy sobria Todos los hombres del presidente o de concesiones como el cinematográfico párking donde se encontraba Woodward con Garganta Profunda. Aquí los actores, procedentes algunos de series de televisión, son meros instrumentos para encarnar de la forma más fiel posible a los protagonistas, tipos corrientes. Nada puede distraernos del contenido de la historia. Estaríamos próximos al docudrama si no fuera porque los personajes no se interpretan a sí mismos.

Los periodistas son gente normal afanándose por hacer su trabajo lo mejor posible, revisando anuarios, rescatando viejos recortes, intentando poner orden en las listas con una primitiva hoja de Excel, tomando notas garabateadas en cuadernos, sin ni siquiera permitirse una grabadora. Tipos que no tienen tiempo para comer, que sobreviven a base de alimentos de máquina. Apenas sabemos nada de ellos, alguna pincelada sobre si se educaron en el catolicismo, viven solos o acompañan a su abuela a misa. Nada más. Suficiente.

La gran historia

Al fin y al cabo los protagonistas de esta historia son las víctimas, los llamados “supervivientes”, porque la mayoría no sobrevivieron para contarlo. Desequilibrios familiares, caracteres débiles, vidas problemáticas... el caldo de cultivo perfecto para el maltratador. A los reporteros, al igual que a los espectadores, se les remueven las entrañas cuando oyen sus confesiones.

Tiene que venir un director nuevo, curtido en Miami y Nueva York, para abrir los ojos a los provincianos periodistas de Boston y guiarles hacia la gran historia que está ocurriendo ante sus narices. Se trata de Marty Baron (Liev Schreiber). Y, casualidades de la vida, hoy dirige el periódico del Watergate, el Washington Post.

No es la única casualidad. Ben Bradlee Jr. (John Slattery en la película), subdirector del Globe entonces, es el hijo del director del Post cuando se descubrió el Watergate, Ben Bradley Sr., que jugó un papel decisivo en la publicación de las trapacerías de Richard Nixon. Jason Robards lo encarnaba en la película. El resultado de la investigación del Boston Globe no hizo caer a un presidente, pero sí marcó un antes y un después en la postura de la Iglesia católica y de la sociedad con respecto a los abusos a menores por parte del clero. Las averiguaciones provocaron que 249 sacerdotes fueran acusados, solo en Boston, del delito de pederastia contra casi 1.500 víctimas, así como la dimisión del arzobispo. La práctica estaba tan arraigada en aquella sociedad de mayoría católica que había sido encubierta durante décadas por las principales instituciones, incluida la prensa.

Extraña comprobar que la película sobre el Watergate se estrenó solo dos años después de que Nixon dimitiera. En cambio Spotlight llega a las pantallas catorce años después de que el Globe publicara su investigación ¿Por qué? El guión de McCarthy y Josh Singer estuvo tiempo en la black list (lista negra). Así llaman los profesionales del cine a ese lugar indefinido en el que duermen algunos proyectos, casualmente todos sobre temas espinosos. ¿Censura? Quizá simple dejadez o pocas ganas de meterse con un proyecto que traerá quebraderos de cabeza, por mucho que el público deba conocerlo. Lo mismo que les ocurre a los reporteros de la película. Menos mal que, volviendo del revés la cita de Fuller, todo cineasta es un periodista en potencia. Y, sin duda, Tom McCarthy lo es. No en vano encarnó al periodista Scott Templeton en la serie The Wire.

¿De dónde viene la información?

De sus palabras puede deducirse su admiración por el periodismo: “Oigo decir que sí, que los periódicos están cerrando, pero que da igual, porque hay mucha información en Internet. Y tú te dices a ti mismo: Vale, pero ¿de dónde viene esa información?”. El director cree que hay un “desfase” entre lo que la gente sabe sobre el periodismo y su verdadero valor, “lo que estamos perdiendo como sociedad”.

Es más, explica que el Globe que se muestra en la película es “un gran periódico, que tiene los medios suficientes para facilitar a esos reporteros una investigación de meses, como ésta. Más de un periodista me ha dicho que no hace tanto de esta historia y que, sin embargo, siente nostalgia de aquel tiempo tan diferente”.

Tom McCarthy demuestra que conoce bien el cine sobre periodismo cuando se le pregunta por las películas que le influyeron: El desafío-Frost contra Nixon (2008) y Al filo de la noticia (1987), ambas de Ron Howard; Network, un mundo implacable (1976) y Veredicto final (1982), las dos de Sidney Lumet; Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984); El dilema (Michael Mann, 1999); Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941); El gran carnaval (Billy Wilder, 1951); JFK (Oliver Stone, 1991); y Buenas noches, buena suerte (George Clooney, 2005), en la que él mismo tiene un pequeño papel.

Además, claro, de la mencionada Todos los hombres del presidente. Ahora, a esa lista tendremos que añadir Spotlight, según algunos críticos la mejor película sobre periodismo desde la ya clásica historia del Watergate.

La Dolce Vita

(Federico Fellini, 1960)

Alba Balderrama



“Las películas no cambian, pero sus espectadores sí”, escribía Roger Ebert. La primera vez que vi La Dolce Vita del gran Federico Fellini fue en 1993 y me atraía la estructura, los juegos visuales (la estatua falsa de un dorado y hermoso Cristo con los brazos abiertos sobrevolando Roma, colgado de un helicóptero claro), la inteligencia cinematográfica al contar la vida decadente y vacía de la clase alta de Roma y, claro, me atraía y me quedó, como a muchos, que la palabra paparazzi viene del nombre del joven fotógrafo que acompaña al personaje principal, el periodista Marcello (Marcello Mastroiani), llamado Paparazzo (Walter Santesso). Ahora que la ha vuelto a ver, La Dolce Vita es más dura y cruel; la estatua falsa de un dorado y hermoso Cristo con los brazos abiertos sobrevolando Roma colgado de un helicóptero, es una ilusión y ahora me interesa más el helicóptero que viene detrás persiguiendo a la estatua. En el segundo helicóptero están el periodista Marcello y Paparazzo con su cámara, persiguiendo la noticia, la estatua, la ilusión.

Marcello es periodista de la noche, de la farándula, en Roma. Pero sueña, como muchos periodistas, encontrar el amor y alcanzar el éxito en la literatura, a lo largo de la película intentará escribir su novela. Sale a cubrir notas sobre estrellas de cine, gente famosa, la vida nocturna en clubes y bares de la famosa Via Veneto. Su “obligación es informar”, le dice a un ricachón que se siente incomodado en una fiesta; “informar y luego desaparecer”, añadiría la periodista argentina Leila Guerriero. Ese el trabajo de un buen periodista, desaparecer.

El oficio del periodista es más que informar, es saber desaparecer. Marcello, al acercarse demasiado a ese mundo vacío, nihilista e indolente de la clase alta, a la que Fellini critica duramente en esta película, se quema. Se vuelve poco a poco uno más de los personajes ociosos que persigue cada noche. Después de cada episodio nocturno con ellos en busca de noticias e ilusiones, despierta a la realidad de su sueño de escritura, que finalmente es absorbido y devorado junto con él. Fellini aquí no transa en su crítica. En la escena final, Marcello y un grupo de burgueses fiesteros terminan en la playa con resaca, de lejos, la jovencita que conoció unos días atrás en el campo donde se había retirado para escribir su novela le hace señas, Macello la mira y se acerca un poco, pero no puede escucharla por el rumor incesante de las olas, la jovencita le hace señas como escribiendo a máquina, Marcello no la entiende, o ya lo ha olvidado, se da la vuelta aturdido y se aleja con el grupo, en primer plano la jovencita lo mira irse, poco a poco gira su cabeza y mira a la cámara, y quizás, solo quizás piensa: debía haber informado y desaparecer. 

Almost famous

(Cameron Crowe, 2000)

Andrés Rodríguez

La película casi semiautobiográfica de Cameron Crowe quizá refleje y recuerde los inicios en la profesión de muchos periodistas. La historia del reportero adolescente William Miller (Patrick Fugit) y su deseo de escribir sobre música desde adentro tiene esos matices del periodista novel estrenándose en un trabajo. La ingenuidad, la inocencia, la emoción, la inexperiencia y la decepción incluso –en algunos casos- de sumergirse en un trabajo que apasiona. La historia de la película sigue el recorrido de este joven periodista de 15 años que, por encargo de la revista Rolling Stone (que desconoce su edad), podrá seguir la gira de la banda ficticia Stillwater, lo que le dará también la ocasión de enamorarse de una preciosa groupie del grupo, Penny Lane (Kate Hudson).

El filme, ambientado en los años setenta, se basa en las experiencias de Crowe cuando escribía para la mencionada revista especializada de música siguiendo a bandas como The Allman Brothers Band, Ledd Zeppelin, The Eagles y Lynyrd Skynyrd. La cinta es una carta de amor del realizador estadounidense al periodismo especializado en música, que invoca un tipo de nostalgia a la que se la recuerda con añoranza y anhelo.

Almost famous es graciosa y conmovedora de maneras muy distintas. La historia no es solo acerca de la experiencia de Miller, a quien vemos agarrando su cuaderno de notas y su lápiz como talismanes; es sobre ese tiempo cuando la música peleaba entre el idealismo y lo comercial. Es una película que retrata una época del mundo del rock, pero sin ser una cinta del género, y sobre esas experiencias que iluminan el cambio a otra etapa de la vida.

Con excelentes actuaciones de Billy Crudup, Frances McDormand, Jason Lee y el gran Philip Seymour Hoffman, Almost famous es la historia de un Huckleberry Finn setentero, un niño idealista que se enfrenta por primera vez al mundo real, que fue testigo de lo cruel y angustioso que puede ser a veces, y sin embargo, encuentra mucha esperanza.

Tinta Roja

(Francisco Lombardi, 2000)

Sergio de la Zerda

Cuando uno es periodista en países “en vías de desarrollo” como el nuestro, películas que hablan del oficio como la muy recomendable Spotlight (Thomas McCarthy, 2015) nos parecen de ciencia ficción. ¿Dos meses o un año para presentar una solo reportaje? ¿Tiempo indefinido para revisar archivos? ¿Un equipo de investigación de más de dos personas? En Bolivia, tales características del periodismo “primermundista”, entre muchas otras, nos parecen de ensueño.

Si hay algún filme latinoamericano que ha retratado a cabalidad la esencia de lo que se vive en una sala de redacción cualquiera de la región, ese es el —también muy recomendable— peruano Tinta Roja (Francisco Lombardi, 2000). A esa cinta, tan utilizada en nuestras universidades para dar pistas a los jóvenes de a lo que se meten cuando quieren ser periodistas, corresponde una frase certera si las hay: “El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle”.

El multipremiado largometraje cuenta la historia de Alfredo (Giovanni Ciccia), un estudiante que para graduarse como reportero precisa efectuar prácticas en un diario de crónica roja, cuyo responsable de Policiales es Faúndez (un gigante Gianfranco Brero). Este último, malhumorado y tosco como todo buen editor, introducirá al aprendiz en los casi siempre sórdidos caminos de la cobertura del crimen y del periodismo en general. Lo hará no solo apuntalando elementos básicos de redacción —“No existen noticias aburridas, sino reporteros ineptos”, se afirma en la película—, sino, y ante todo, haciéndose carne con la pasión y la ética que requiere el oficio.

Con un ritmo ágil, lleno de humor criollo y alusiones literarias, la entretenida Tinta Roja (adaptación de una novela homónima del chileno Alberto Fuguet) se constituye además en una radiografía del tratamiento noticioso de la pobreza en nuestros países. “Las páginas policiales son como la vida social de los pobres. Se hacen famosos aunque sea por un día”, dice uno de los personajes al referirse con dura ironía a la triste estrategia de pornomiseria de tantos y tantos medios y periodistas de la región.

Con tales atributos, el filme de Lombardi (conocido por la adaptación cinematográfica de novelas de Mario Vargas Llosa como La ciudad y los perros y Pantaleón y las visitadoras) es un excelente punto de inicio para pensar y repensar la utilidad del no más antiguo ni siempre “oficio más hermoso del mundo”.

El Desafío-Frost contra Nixon

(Ron Howard, 2008)

Santiago Espinoza A.

La historia de El Desafío-Frost contra Nixon, una cinta dirigida por Ron Howard, escrita por Peter Morgan y basada en hechos reales, nos remonta a 1977, casi cuatro años después de que Nixon (Frank Langella) renunciara a su segundo mandato, acorralado por el escándalo de Watergate. El asunto central es la entrevista en cuatro sesiones que sostuvo el narigón político con el “periodista” (en rigor, conductor de talk shows con gran olfato para captar audiencias) británico de tele David Frost (Michael Sheen), un episodio crucial en la historia de la política contemporánea y de la televisión.

El diálogo suele ser recordado por la confesión que el risueño Frost arrancó al taimado Nixon, ese hombre que “entendía la televisión”, al que la presión de su interlocutor lo llevó a reconocer que se arrepentía de sus “errores”, que lamentaba haber defraudado al “pueblo americano”, que su vida política estaba terminada y, por último pero no menos importante, que los delitos cometidos para encubrir el caso Watergate no eran tales si su autor era el Presidente de los Estados Unidos.

Una de las mayores cualidades de la película es que no se se circunscribe a las cuatro sesiones de la entrevista, sino que extiende el relato a la fase preparatoria del desafío y se toma incluso unos minutos para mostrar el día después del combate, reconstruyendo las investigaciones periodísticas del equipo de Frost, los encuentros preliminares entre los dos contendores, las gestiones financieras, los dramas privados y, desde luego, las tensiones en el set mientras la luz roja permanece apagada.

La película puede verse como la crónica de los hechos/grabaciones que dieron lugar a la ruina política de Richard Nixon, esa que sorteó merced a la televisión que tan bien supo emplear para salir con cierta dignidad de la Casa Blanca, pero de la que no pudo escapar más cuando la propia televisión lo fulminó con un implacable close-up en un momento de vulnerabilidad sin precedentes en su carrera.

Citizenfour (Laura Poitras, 2014)

Luis Brun

Pasan más o menos 15 minutos en los que “citizenfour”, el nickname del informante desconocido de Laura Poitras (directora del documental), se comunica solo por mails encriptados. No conocemos su rostro ni siquiera su voz, mientras, paralelamente vemos cocinarse el gran escándalo. Como en una película de espías, “citizenfour” cita a Poitras en un centro comercial de Hong Kong, dándole indicaciones claves para poder abordarlo sin levantar sospechas. Lo que viene después es una extensa entrevista con el informante en un hotel de la ciudad asiática. Edward Snowden, su nombre real, sería luego el nombre que recorrería el mundo, en tapas de periódicos y cadenas de noticias. Además de Poitras en la habitación, Snowden conversa con Glenn Greenwald, abogado y columnista del periódico The Guardian, quien será finalmente el encargado de escribir el primer artículo revelando uno a uno los métodos y herramientas que el gobierno de Estados Unidos usó para espiar a sus ciudadanos y al mundo.

Laura Poitras logra en su documental crear un arco narrativo interesante y al mismo tiempo ser fiel con las intenciones de su personaje, el tratamiento de la información y la esencia del tema que se está tratando, un equilibrio que al verlo en pantalla parece fácil, pero que es bastante complicado. Poitras nunca se ve tentada al sensacionalismo ni la grandilocuencia en la puesta en escena o edición que planteó para el documental, aunque siempre estuvo consciente de las armas narrativas y las supo usar. Tampoco se vio tentada a volverse un personaje principal o convertir el tema en su cruzada, aunque implícitamente sabemos de su compromiso. Este documental tiene muchos niveles de lectura y todos ellos invitan a reflexionar. Por ejemplo, es llamativo que Snowden decida canalizar la cantidad de información que tiene a través de los medios de comunicación, y como lo menciona, no ser él quien decida qué revelar y qué no, a diferencia de Julian Assange, por ejemplo, que optó por volverse fuente y medio al mismo tiempo. Por otro lado está Greenwald, quien, pese a su experiencia, no puede evitar la tensión y temor que supone manejar datos de semejante envergadura. Greenwald va revelando sistemáticamente los datos y de manera muy estratégica, decidido a revelar a su fuente (con su consentimiento, claro), para dar el golpe final. El método y la cautela en su proceder son claves y sorprende, pues en nuestro medio vemos a periodistas demasiado excitados por la “primicia”, excitación que muchas veces provoca errores vergonzosos (ni hablar de la falta de seguimiento e investigación a las noticias).

Snowden permanece en la habitación de hotel casi todo el documental hasta el momento en que logra asilo en Rusia. Poitras no solo logra transmitir el ambiente de tensión que sucede en ese cuarto, sino que revela muy sutilmente, mientras los hechos se van desarrollando, al ser humano, al que finalmente es su personaje. Snowden, pese a su determinación y aparente estoicismo, tiene temor por él, por su familia, por su novia, y también tiene una paranoia inevitable que lo mantiene alerta ante cualquier ruido, llamada o micrófono oculto. Finalmente es un ingeniero de sistemas de 29 años que decidió darle la espalda a su gobierno al ser testigo de la maquinaria de espionaje más grande de la historia.

Nightcrawler

(Dan Gilroy, 2014)

Andrés Rodríguez

Existen las frases cliché en el periodismo. Esta es una de ellas: “Si hay sangre, ponlo en primera plana”. Nightcrawler, una de las películas injustamente ausente en la gala de premios del año pasado, es un filme que muestra la antítesis de lo que debería ser la idea de periodismo de calidad. Muestra la cara del otro “periodismo” dentro la competencia descarnada por el rating; las historias sobre crímenes sensacionales y los desastres que tienen prioridad sobre la información, la investigación y el análisis de relevancia social. Esa es la esencia y formulación cínica que habita en el corazón de esta película de suspenso, que tiene relevancia social y es sensacionalmente entretenida.

La cinta, protagonizada por Jake Gyllenahal, en una de las mejores actuaciones de su carrera, cuenta la historia de Lou Bloom (que no es periodista de ningún tipo) en un mercado tan vasto y competitivo como el de Los Ángeles, en el que no hay suficientes equipos de noticias para cubrir todo el asesinato y el caos, por lo que las estaciones de televisión locales dependen de los trabajadores independientes para obtener todo el terrible material que “vende”. Estos merodeadores nocturnos son primos cercanos a sangre fría de los papparazzi, armados con escáneres de la policía y cámaras de vídeo, sin credencial de periodista y ni una gota de ética.

Nightcrawler se explaya, sin ningún debate, sobre la tiranía de las cuotas de pantalla y la erosión de la privacidad. Sin ninguna obstrucción en la transmisión de la violencia de la película –aunque con algunas libertades para hiperbolizar la trama y la realidad del asunto-, la cinta adentra y hace sentir al espectador como si fuera un merodeador nocturno o parte de un reportaje de periodismo gonzo. Con la dirección de fotografía de Robert Elswit, el habitual de Paul Thomas Anderson, el filme es desconcertante y posee una astucia maliciosa.