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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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Paul McCartney cumple 80 años: el misterio del genio

Derribó todos los estereotipos sobre la creatividad y el desenfreno. Las canciones del más “resuelto y sereno” de los Beatles son la prueba de que lo sublime también puede surgir de la normalidad.
A la derecha, McCartney, a sus 80 años, y en su juventud junto a John Lennon. GDR
A la derecha, McCartney, a sus 80 años, y en su juventud junto a John Lennon. GDR
Paul McCartney cumple 80 años: el misterio del genio

Como un antiguo romano, Paul McCartney se está preparando. A sus ochenta años, está haciendo lo que haría cualquier hombre: poner en orden sus recuerdos y contar su verdad, sobre la música y sobre la vida. Pero mientras ordena, se aburre y se aburre, y se permite, en su estilo, la ironía de jugar. Hace cuatro años, en el Carpool Karaoke en 2018, aceptó volver de incógnito a Liverpool, a las calles, iglesias y casas de su infancia, para reaparecer y dar un concierto sorpresa en el pub del barrio. Más tarde, durante la pandemia, fue entrevistado por Rick Rubin sobre su relación con la música y las canciones en McCartney 3, 2, 1. Mientras tanto, escribió con el poeta Paul Muldoon una monumental autobiografía en dos volúmenes construida a través de canciones, La letra. Palabras y recuerdos desde 1956 hasta hoy (Rizzoli), para escarbar en su memoria, aclarar su versión de los hechos y explicar sus gustos literarios, pero también para reivindicar la autoría de decenas de canciones firmadas con John Lennon; finalmente, junto a Yoko Ono y Ringo Starr, autorizó al director Peter Jackson a editar Get Back, un extraordinario documental en tres partes que ofrece a cualquiera la posibilidad de estar en el estudio y en la azotea con los Beatles en 1970, durante la grabación de su último álbum.

Es el esfuerzo de un hombre que quiere hacerse comprensible, incluso a sí mismo, pero que a pesar de sus esfuerzos no puede revelar, ni siquiera a sí mismo, su propio misterio, la oscura razón por la que canciones como Yesterday, Let it be, Hey Jude, Eleanor Rigby o Here There and Everywhere (“mi canción favorita de todas las que he escrito”) le llegó a él, y no a otra persona, convirtiéndolo en uno de los más grandes compositores de la historia. Porque la cuestión, hablando de McCartney, es que cada uno de sus gestos y palabras contradice los tópicos más extendidos y sólidos sobre la genialidad y el desenfreno, sobre el arte, el dolor y la angustia como combustible de la creación. Su misterio es precisamente el hecho de que lo sublime también puede surgir de la normalidad. En su plácida serenidad, Paul McCartney se asemeja, en definitiva, al dicho de Hugo von Hoffmansthal: “La profundidad debe ocultarse. ¿Dónde? En la superficie”. Y no hablamos sólo de lo sublime estético, sino también de lo sublime erótico, porque si hubiera una máquina capaz de medir las tormentas de oxitocina provocadas por un solo tipo, Paul McCartney, que nunca fue guapo ni sensual, sería probablemente el varón que más las provocó en todo el siglo XX, y por tanto en toda la historia de la humanidad.

Viendo Get Back, por ejemplo, queda claro que Paul es el único hombre resuelto y sereno, pero también el único genio entre los cuatro. No se queda al margen por inferioridad manifiesta como Ringo, no se enfurruña como George, y no es un bufón genial como John, aunque esté protegido por la sombra de Yoko: Paul arrastra a los demás como un río, los conduce sin ofenderlos y espera pacientemente a que John –para entonces ya fuera del grupo– catalice la energía general, pero mientras tanto en pocos minutos inventa Get Back, como si fuera un soplo, un gesto naturalmente destinado a fluir, y reproduce sin cesar Let it be, que ya había nacido perfecta, para hacerse aún más perfecta, cargando suavemente sobre sus hombros la falibilidad de las otras tres. Y, sin embargo, al observar su poder arrollador, se percibe una inquietud: se tiene la sensación de que su genio también se alimentaba del talento de los demás, del grupo y de la competencia, que siempre está en la base de las grandes hazañas colectivas, de la increíble explosión de creatividad de los Beatles entre 1956 y 1970 como de la Atenas de Pericles, del Renacimiento florentino, de los Chicos de la Vía Panisperna o de Holanda en el Mundial de 1974. Paul McCartney se alimentó del mundo, y por tanto también de los demás, que al final decidieron escapar de su envolvente omnipotencia. Y ésta es quizá la razón por la que, tras la ruptura, Paul ya no pudo escribir música a la altura de la compuesta para los Beatles, a diferencia de John y George.

Sin embargo, lo que Paul McCartney ha conseguido dejar claro en su autobiografía es la raíz de su propia poética, que está arraigada en una forma muy particular de nostalgia desde que era un niño. El número de sus canciones que hablan del pasado y de la necesidad de aceptarlo, incluso de acogerlo, es impresionante. Del primero, I Lost My Little Girl escrito a la edad de 14 años tras la muerte de su madre Mary de cáncer en octubre de 1956, para Get back y Let it be. El último con los Beatles en 1970, a través de Penny Lane y Golden Slumbers (“Once there is a way to get back home”), casi todo en sus letras es una mirada hacia atrás que envuelve y absuelve el pasado. Es una poética que, junto con la pérdida de su madre, compartió con John Lennon, autor de Strawberry Fields y In My Life pero que en McCartney era tan poderoso que se extendía a la música, “a las canciones que eran éxitos antes de que naciera tu madre”, a los foxtrots que su padre Jim tocaba al piano, e incluso invertía el futuro y el amor que, para ser pensado, tenía que ser filtrado a través de la nostalgia, como en When I’m Sixty Four escrita cuando tenía 16 años, imaginándose a sí mismo como un anciano podando setos con el amor de su vida.

En las letras y melodías de Paul McCartney es como si nada pudiera pasar realmente. Por eso hay que dejarlo estar: el bien continúa incluso en el dolor y mamá vuelve a susurrarte sabias palabras aunque ya no esté. La sensación de soledad de todos, de Eleanor Rigby y del padre McKenzie (que originalmente se llamaba padre McCartney), está siempre rodeada de los rostros y las voces de los que ya no están. También por los de los amigos, de Juan y Jorge, pero sobre todo por los sentimientos y presencias que absorbimos cuando éramos niños. Porque la infancia es nuestra única verdad. Como en Yesterday, que Paul soñó una noche de 1964, a los 22 años, creyendo que era una melodía antigua. Fue Juan quien le reveló que sólo existía en su cabeza. Le había llegado de quién sabe dónde, escondido entre palabras divertidas (“Huevos revueltos da da”) aunque en realidad hablaba del pasado. Hoy, sesenta años después, McCartney está convencido de que la letra hablaba inconscientemente de su madre. Todo en Paul McCartney expresa gratitud por lo que se ha perdido, gratitud porque estaba allí. Ciertamente está aquí”, escribe McCartney en The Lyrics, “la madre que siempre se aseguró de que comiéramos y nos laváramos detrás de las orejas nunca se fue realmente, (...) todavía puedo oírla silbar en la cocina”. Podría haber sido algo que escuchó en la radio, o una melodía que conocía. Y recuerdo que pensé: ‘Qué bien que sea feliz’, y ese sentimiento sigue conmigo hoy”.